Hace ya algunos años que escuché, de labios de los policías que lo capturaron, la historia de un secuestrador a quien llevaban años persiguiendo. Lejos de recordarse satisfecho, el comandante del operativo evocaba los días que siguieron al codiciado arresto como un periplo hueco y deprimente. Si antes su vida tuvo un gran propósito, hacerlo realidad le arrebató los ímpetus vitales. ¿Ya me entiendes por qué, Cuarentenario astuto, cuando te digo que mi próximo libro “está en la imprenta”, lo que realmente espero es que te asomes al inmenso boquete que ha dejado su ausencia entre mis mal llamadas horas hábiles? Hay un fuego que muere en tus adentros siempre que un manuscrito es ascendido a libro y te miras de golpe transformado en un saco de huesos sin propósitos.
Para colmo de males, hoy no ha salido el sol. En otro tiempo, sólo de ver el cielo encapotado me habría puesto en las chanclas de mi abuela para feriar el día irremisiblemente. No se fuera a resfriar el muñeco, ¿verdad? Peor todavía, no se le fuera a ir La Inspiración. ¿Qué tal que en una de esas no le volvía en tres meses? El tiempo me ha enseñado, en todo caso, que si se trata de suplantar a la abuela, siempre será más digno salir a trabajar entrapujado que tratarse a sí mismo cual nieto gandul. Y es así, como viejecilla en mecedora, que tejo estos renglones ateridos, tratando de eludir la compasión ajena.
Antes solía escribir en el balcón, más que nada por la vista espectacular de la barranca, las copas de los árboles y las casas distantes. Me entretenía pensar que tras esas ventanas insondables había gente intrigada de mirarme a lo lejos, guarecido bajo una gran sombrilla, perfectamente quieto y de perfil a lo largo de seis o siete horas diarias. “Mira”, dirían tal vez, aguzando la vista inútilmente, “ya sacaron al enfermito”. O también: “Son las siete y ahí sigue, ya se les olvidó”. Es verdad que uno escribe con el sano propósito de no volverse loco, aunque a menudo el precio sea parecerlo. No vayamos más lejos, ¿qué otra evidencia tengo ahora mismo, más allá de estas líneas, para probar que no soy un alunado al que sus cuidadores sacan todos los días a tomar el fresco? ¿Cómo sé que no prueban lo contrario?
Tras más de cinco meses de experiencia, no osaría confiar en la salud mental de un confinado. Clientes cautivos de la ciclotimia que hasta el día de hoy azota al universo, solamente mi correclusa y yo somos una docena de personas diferentes. Me llevo bien con todas, por fortuna. Ellas y yo sabemos que vivimos a merced de fluidos caprichosos y oscuros, de modo que no es raro que a una inyección de megalomanía le siga un chute de autocompasión, entre tantos humores a la mano. ¿O tú crees que estas líneas serían las mismas si en vez de entrapujado y aterido estuviera tomando el solecito, cual James Bond al final de la aventura? Y ahora, si no te importa, tengo que ir a tirar a la basura otro saco de huesos sin propósitos. Es lo mismo, después de cada libro. Se abre la tierra, se encapota el sol, se escapan unos monstruos del desván: toca darles sus buenos garrotazos y zambutirlos de vuelta en su jaula. Ya luego todo vuelve a la normalidad.
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