Parece que el éxito de las columnas de Carlos Boyero en el diario El Mundo surgió de obligar a un hombre que odiaba la televisión a ver la televisión, y a escribir después sobre ella y muy particularmente sobre los programas más vistos, que lógicamente eran los más abyectos. En los años 90 llegó a España el concepto telebasura, y Boyero tuvo sus grandes tardes toreando miserias de alto octanaje como las que producía Pepe Navarro en sus late nights. A mí ahora me han sugerido que hable sobre televisión, que es (como aparato) una cosa que tengo en casa porque me la regaló mi hermano mayor, y que (como medio) casi no veo porque me produce una considerable desazón. Sin embargo, hay un programa que me gusta, y es un programa que debería uno ocultar que le gusta si anhela dárselas de intelectual (anhelo que no me es del todo ajeno), y por eso voy a hablares de él lo primero de todo, porque hay que empezar por las propias debilidades.
Se emite en Mega (“canal masculino líder”, dicen ellos mismos) y se titula ¿Quién da más?, aunque su denominación original, en inglés, es más cristalina: Storage Wars. Soy el fan número uno de Storage Wars en España, es decir, de las guerras de los trasteros.
El concepto trastero como mini-lugar alquilable para que las masas de la era del hiperconsumo depositen en él el excedente de sus bienes abundantísimos va de la mano de esa otra figura comercial que podemos llamar «tienda de segunda mano». En España, incluso ahora, no son habituales estos negocios, el alquiler de trasteros y las tiendas de segunda mano. Lo primero va emergiendo, según veo en los barrios de Madrid por los que me muevo, y lo segundo sigue siendo muy residual. En mis años en Japón, nada menos que por el 2005, ya existían inmensos espacios comerciales llenos únicamente de cedés de segunda mano, o de ropa y herramientas y carritos de bebé y cualquier otra cosa que pueda ser nombrada después de adquirirla. No hay en España aún esta muestra del exceso de consumo que se sustancia en inmensas tiendas como puede verse en Japón o Estados Unidos.
Por otro lado, es admirable —sin ironía— la noción misma de este formato televisivo. Así, que alguien (Thom Beers) entendiera que en Estados Unidos había un enorme circuito de trasteros llenos de todo tipo de objetos y útiles y enseres, y que encontrara un drama o conflicto televisable en el hecho mismo de que, según la normativa de aquel país, si uno deja de pagar su trastero este es saldado transcurridas semanas o meses, me parece sencillamente una genialidad. De esto trata Storage Wars: de varios dueños de tiendas de segunda mano que buscan abastecimiento para su negocio en todos esos trasteros que sus arrendadores han abandonado.
Por lo que sea, cuando no estoy leyendo a Peter Sloterdijk ni pensando en las grandes líneas maestras de la vida, me pongo la tele y hago zapping y siempre está Storage Wars en Mega. Si me preguntaran a qué hora se emite este programa, no sabría decirlo. Creo que antes de cenar. Entonces dejo de hacer zapping e inmediatamente me entrego a la fascinación de todos esos cofres del tesoro que son abiertos consecutivamente para que los compre aquel que, después de un simple vistazo junto a sus competidores, ha creído ver dentro de uno de ellos alguna oportunidad de negocio.
El programa tiene dos partes o actos. En el primero, un conocido elenco de modernos traperos inspecciona y puja si así lo estima rentable por un trastero que acaban de abrir ante sus ojos. En el segundo acto, la inspección es más minuciosa y suele concluir en el hallazgo de un objeto en principio fascinante que necesita de la tasación de un experto. La primera parte constituye una muestra de telerrealidad relacional a la manera de Gran Hermano, pues, vistos dos o tres capítulos, los traperos, que realmente se dedican a eso y tienen sus propias tiendas y sus vehículos de transporte de mercancías, muestran, por un lado, su singular personalidad y, por otro, las simpatías o antipatías que ordenan su trato con el resto de participantes. Así, uno es el gracioso perdedor (Barry Weiss), otro es el hijo de puta (Dave Hester), otra la chica mona y pizpireta (Mary Padian), etcétera. Este despliegue del drama en gentes lo completa una, para mí, alucinante técnica narrativa que quizá sólo exista en la televisión: la inclusión de cortes donde uno de estos personajes/traperos mira a la cámara directamente y manifiesta en un imposible presente su sentir respecto a la puja o a lo que otro de los pujadores le dice o le hace (miradas, gestos, guiños…). Por ejemplo, vemos a Weiss y Padian ofrecer sumas de dinero cada vez más elevadas por un trastero y, de pronto, Padian aparece mirando a cámara, sentada y obviamente desde el futuro diciendo algo como: “Weiss no me va a quitar este trastero, haré lo que sea para quedármelo”. Este recurso también lo utilizan en el show de las Kardashian.
Y es alucinante simplemente porque funciona. ¿Quién podía imaginar que algo así funcionaría? Se trata de tomar a una persona y ponerla a fingir que es su propia conciencia en el pasado, y a reproducir lo que estaba pensando o sintiendo en un momento ya prescrito, pues lo natural sería que esa persona nos dijera: “No iba a dejar que Weiss me quitara ese trastero”, y, sin embargo, el tiempo verbal presente no resulta chocante o impertinente, sino que consigue desdoblar al pujador entre pujador y conciencia de sí, algo que lógicamente me parece otra genialidad.
En la segunda parte de cada episodio de Storage Wars, cuando un trapero acude a un especialista en libros, muñecas, máquinas de ordeño o patinetes eléctricos para que le tase eso mismo que ha encontrado en el trastero, el programa se vuelve mayormente instructivo, casi como un documental de La 2. Así, vemos a una señora ilustrarnos sobre la historia de un objeto, sobre su importancia en los años 50 o sobre su fabricación en Alemania o sobre para qué servía eso en una guerra. Es verdaderamente curioso, y no resulta desdeñable la simpatía que desprende enfrentar a un señor o señora, el experto, al que realmente le interesan estos saberes del consumo o uso, con alguien, el trapero, que en puridad sólo quiere saber cuánto va a sacar por ese cacharro.
Después de algunos años viendo este programa, tuve ocasión de recibir la recompensa absoluta a mi fidelidad hace como mes y medio o algo más. El episodio se desarrollaba con total normalidad hasta que, en un momento dado, el trapero que encarna al hijo de puta (Dave Hester) se lió a puñetazos tanto con el hombre que habitualmente dirige las pujas como con su mujer, pareja que acabó por los suelos, magullada y con las gafas rotas. No me podía creer lo que estaba viendo, ese “exceso de realidad”, que acuñara Jean Baudrillard —que obviamente es el hombre al que habría que acudir para analizar impecablemente este programa de televisión, pero eso ya no es posible—.
A pesar de la muy desagradable violencia, aquello era tan auténtico, tan increíble, que me quedé con la boca abierta y necesité contárselo a mi novia, que estaba en otro lado de la casa y que odia este programa (“el canal masculino líder”) y que muchas veces me dice, cuando me pilla viéndolo: “Ya estás viendo eso…”. Después de tanto tiempo acostumbrado a los personajes del programa, que se liaran a puñetazos fue de las cosas más impresionantes que yo he visto nunca en la televisión. Uno de los traperos, que asistió en directo a la pelea, acabó sentado en el suelo debido a la propia impresión y dijo algo que me pareció la vuelta de tuerca definitiva de la telerrealidad: “¿Quién dijo que esto no era real?”.
Ciertamente, ya era sospechoso para mí como espectador la reincidente casualidad de que en todos los trasteros se encontrara siempre algo que diera juego al programa, un objeto extraño o muy valioso o muy peculiar, cuando lo normal es que la gente no abandone sus preseas en un trastero que sabe que, por falta de pago, le van a expropiar. Iría simplemente a por ese objeto y dejaría sólo la pacotilla.
Así, tras este episodio histórico, Hester fue expulsado del programa y se dedicó a difundir sus trampas y trucos, entre los cuales estaba el hecho de que los creadores ponían en los trasteros esos objetos llamativos (los productores lo negaron, por cierto), amén de otras miserias muy poco convenientes (por ejemplo, que pagaron a una de las pujadoras una operación de aumento de pecho para que, junto a su atractivo, subiera la audiencia).
Sin embargo, todo este submundo o cara B de la producción televisiva (que obviamente es de las cosas más falsas, amorales y controladas de nuestro tiempo: el hecho televisivo en sí) no ha mellado mi afición por Storage Wars, pues a mí lo que me fascina del programa es la exposición, quizá involuntaria, de la penitencia del consumo, de su exceso, de su carga sobre el ciudadano, que acaba teniendo que alquilar un sitio para colocar tantas cosas como tiene y hasta abandonándolas a su suerte, mientras en paralelo florece un negocio que consiste justamente en eso: vender lo que fue comprado y no servía para nada y, sin embargo, alguien más volverá a comprar pronto, aunque a un precio menor.
Este poema postmoderno de consumo desaforado y contradictorio, como narrativa social, me encanta. Ver todas las cosas que hay, las cosas que hubo, el palimpsesto de compras sucesivas y superpuestas y a precios cambiantes durante décadas que terminan en un triste trastero y en una abazarada tienda. Ver, también, cómo a veces el objeto encarna una emoción, parece querer seguir vivo, mientras otros son simples cosas inútiles, el rastro perfectamente innoble de la vida de alguien sobre la Tierra.
Vídeo: Pelea e Dave con Dan y Laura (Temporada 8, Episodio 7) | A&E
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