Librería Lectocosmos. Foto: José Ovejero
Publicamos la primera parte del reportaje sobre las librerías que ha elaborado el escritor José Ovejero.
Todos los días cierran negocios, sobre todo pequeños, y abren franquicias. Las grandes superficies se comen a las tiendas de barrio. Los bares de toda la vida se ven desplazados por vermuterías y cocktail bars. El cupcake y el capuchino sustituyen al chocolate con churros en los barrios más cool de la ciudad (¿no debería ser al revés, que allí donde hay turistas proliferase la gastronomía tradicional en lugar de la que sirve aquello que podrían comer sin moverse de sus países? Misterios de las modas). Donde había una mercería abre una tienda de “calcetines divertidos para cualquier ocasión” y en lugar de la ferretería aparece una oficina inmobiliaria. ¿Qué esperábamos? Es el mercado, amigos.
Y sin embargo, aunque poco a poco se ha ido asumiendo que así es la vida, que la lógica contemporánea del consumo (y de los precios abusivos de los alquileres) implican una transformación del tejido comercial, cuando una librería cierra, una de esas librerías cuyo nombre conocemos incluso quienes nunca compramos allí un libro, hay un temblor general, un enterrar la cabeza entre los hombros como quien teme un golpe. El cierre de una librería se entiende como síntoma, no sólo de una mera transformación de los hábitos de consumo o de un modelo de gestión erróneo, sino de una enfermedad más grave que afecta al organismo social en su conjunto. Si cierra, pongamos, Portadores de sueños o Semuret, enseguida pensamos que lo que está en juego es la cultura, mejor, atrevámonos a ponerlo en mayúscula, la Cultura. Una librería que cierra alimenta la sensación de que la Cultura cada vez importa menos en nuestra sociedad hipertecnológica, apresurada, propicia al consumo rápido de lo banal, abocada al fin de la era del libro, al triunfo de lo visual sobre lo escrito, de la imagen sobre el pensamiento…
Un momento. Antes de ponernos apocalípticos, ese tic enervante de toda generación cuando envejece al observar que nuevos hábitos y códigos sustituyen a los suyos, rebobinemos: es cierto que en los últimos tiempos asistimos al cierre de numerosas librerías, unas icónicas, otras más modestas; y es facilísimo echar la culpa a los tiempos que corren, a los jóvenes (siempre culpables de algo), a las nuevas tecnologías (también sospechosas habituales), por supuesto a la piratería. Pero a lo mejor las cosas son, como de costumbre, más complejas. Y a lo mejor también son solucionables, porque lo bueno, lo cómodo, del sentimiento apocalíptico es que nos permite rasgarnos las vestiduras sin mover un dedo para resolver los problemas, porque, seamos sensatos, ¿quién se va a enfrentar al apocalipsis, a estos tiempos aciagos, al mercado, a las nuevas tecnologías?
Lo dicho: rebobinemos. Vamos a intentar establecer una lista de problemas conversando con los principales implicados en el sistema de venta de libros: en primer lugar, los libreros, pero también con aquellos otros dos protagonistas de la venta de libros que no veremos detrás de un mostrador ni entre estanterías y que sin embargo son piezas fundamentales en el sistema: los editores y los distribuidores. Pero no nos conformaremos con hacer un elenco de problemas para presentarlos a alguna autoridad pública o lamentarnos juntos por el triste devenir del mundo. Vamos también a mostrar una serie de posibles soluciones, que existen, y no esperen una gran revelación: lo que hago aquí es reunir muchas de esas soluciones que han sido enunciadas mil veces en distintos lugares. Porque no son las librerías las que están enfermas, ni anémicos y desganados los lectores; es el sistema el que parece haberse quedado encallado donde no le corresponde. Y los sistemas se cambian, ¿o no?
Problema número 1: Tocando el fondo.
¿Qué sucede cuando un lector va a una librería y pide un libro, no una novedad que probablemente conseguirá en el instante, sino uno de esos libros que dejaron hace mucho de ser novedosos pero que han mantenido un alto aprecio, pongamos Santuario, de Faulkner, o Las olas, de Virginia Woolf? Si el librero le dice que no lo tiene disponible y debe pedirlo, el lector chasqueará la lengua disgustado. Si el librero añade rápidamente que lo tendrá en sólo dos o tres días el lector fruncirá el ceño, y se rasgará las vestiduras si la respuesta es que puede tardar un poco porque justo esa edición está descatalogada. Un librero, que no quiere frustrar así a sus clientes, tenderá entonces a tener un fondo lo más amplio posible en el que estén todos esos libros que se supone que deben encontrarse en una buena librería. Pero aquí surge un problema económico: de cada libro que vende, un librero se lleva, más o menos, el 30%. Los que devuelve, en un plazo que habrá negociado con el distribuidor, no tiene que pagarlos. Pero los que se queda sí. Por cada libro que no sale de sus estanterías o del almacén pierde entonces el 70% de su precio. Dicho de otra manera, para recuperar el valor del libro de fondo no vendido, tiene que vender más de dos del mismo precio. Eso lleva a unos a tener poco fondo y concentrarse más en las novedades, sobre todo en libros de venta fácil, con mayores garantías de ser comprados rápidamente. Pero muchos no se conforman con esa solución: ser librero no es dedicarse a correr jadeando detrás del aluvión de novedades.
Por ejemplo, Gloria Fuertes (Lectocosmos) soñaba con abrir una librería en el centro de Lugo y así lo hizo hace año y medio. Le había llamado la atención lo escaso del fondo en librerías del centro. “Para mí es importante tener un buen fondo. Y la gente lo valora. Agradece que tengas determinadas cosas”. Para conseguirlo necesitaba negociar bien los descuentos y los plazos de los libros que se quedan en depósito, y sabía que contaba con algunas ventajas que no todas tienen: los distribuidores estaban expectantes ante esa nueva librería en el centro. “Si hubiese estado en un callejón habría sido más difícil”. Y si los distribuidores ven movimiento, tienden a ser más flexibles en las condiciones que ofrecen. Por otro, tenía claro que debía invertir en el fondo, e incluso comprar parte en firme, porque le parecía que los clásicos deben estar siempre en la tienda, para que si alguien llega pidiendo En busca del tiempo perdido para hacer un regalo lo tenga inmediatamente y no se vaya a otro sitio o, peor, lo pida por internet.
Sin embargo, esa inmovilización de capital en un tipo de negocio cuya rentabilidad no es elevada puede crear grandes dificultades. Precisamente ése era uno de los problemas que mencionaba Eva Cosculluela para explicar el cierre de Portadores de Sueños: un exceso de capital inmovilizado.
Xavier Vidal (Nollegiu) se lamenta por el cierre de Portadores y coincide en que una de sus dificultades, como de tantas librerías, puede tener que ver con un fondo que en parte no se puede devolver (porque el libro está descatalogado, o porque la distribuidora ha cerrado, o se puede devolver pero asumiendo los costes de envío…). Si el stock no se mueve, se crea un problema de liquidez, porque el stock se va incrementando con las novedades que no se venden. “Tienes que tener un fondo en depósito; vendo, pago y repongo. Yo cada mes, a principios de mes, digo: «Todo lo que he vendido en depósito lo repongo». Así, la distribuidora cobra cada mes lo que vendo. Porque hay distribuidores que te dejan el depósito, se olvidan, tú también y al cabo del año te dicen «a ver qué has vendido», y a lo mejor son cinco mil euros que tienes que devolver de repente. Yo me obligo a hacer una gestión rigurosa”.
O sea, que hay divergencia de escuelas entre los libreros. Como hay quien quiere prolongar al máximo el plazo del depósito y quien prefiere ir mes a mes. Y hay quien, como Santiago Palacios (Sin Tarima) intenta aprovechar todas las posibilidades. Por un lado, hace campañas de depósito en las que pide un gran número de libros de editoriales escogidas y los conserva durante un par de meses. Pero además es un gran defensor de tener un fondo bien nutrido. Como supondría un esfuerzo de administración excesivo gestionarlo también como depósito, compra una parte en firme. Eso no significa que no pueda devolverlo, pero sí que tiene que pagar lo comprado y estar atento a que no se pase el plazo para devolver lo que no quiera quedarse, que puede ser de un año, mayor por lo general que el de los depósitos. De todas formas, me dice, hay distribuidores que ya no dejan los libros en depósito.
Pablo Bonet, desde hace poco secretario del Gremio de Libreros de Madrid, y durante dieciocho años librero en Muga, piensa que debería considerarse la posibilidad de trabajar como en Argentina, donde las librerías no compran los libros, sino que siempre los tienen en consigna. Y Fernando Valverde, al que ha sucedido Pablo y que ha estado muchos años al frente de Jarcha, también incide en esa idea: ¿Para qué quieren los distribuidores los libros en el almacén, si pueden estar en las librerías? Esta pregunta afecta sobre todo a las librerías independientes de mediano tamaño, ya que las muy pequeñas, que son muchas en España, no pueden permitirse por razones de espacio gestionar un fondo bien nutrido.
Lo que no sé, y me propongo averiguar, es si los problemas de los libreros preocupan a alguien que no sean los propios libreros. ¿Quizá prefieren los editores tratar sólo con grandes superficies y grandes plataformas de venta?
Digo a Joan Tarrida, mi editor en Galaxia Gutenberg, que quiero conversar con él sobre los cierres de librerías y también le digo que voy a grabarle. Joan levanta una ceja; es un hombre que puede expresar una gran variedad de emociones desplazando una ceja apenas un centímetro. Pero accede, claro. Y me explica que para una editorial literaria como la suya las librerías independientes son fundamentales y por eso le parece necesario que distribuidores y editores apoyen a dichas librerías en sus dificultades, que afectan a todos. Y eso lo hacen fundamentalmente mediante los plazos de pago y devolución. “Muchos de los libros que están en librerías no están facturados, por acuerdos entre librero y distribuidor, porque el librero pide más aire, y ese aire se le da cada vez más”. Por distintos motivos pueden pasar varios meses sin que el editor reciba el pago por el libro, y eso es una financiación que asume el editor, pero pone presión sobre él, porque tiene que seguir haciendo sus pagos (traducción, anticipos, imprenta, costes fijos…). La edición es un negocio que exige mucha financiación: “Desde que empiezas a poner el dinero en un libro y lo publicas puede pasar un año, más aún en lo que envías a América Latina”.
El otro problema, me dice Joan, son las devoluciones: es un derecho que no existe, por ejemplo, en el mundo de la moda; “el librero siempre te puede devolver, un libro se devuelve quizá cinco veces antes de ser vendido, y eso aumenta mucho los costes. Claro, porque hay precio fijo y el librero no puede hacer rebajas para librarse de los artículos no vendidos”.
Así que el problema, entiendo, no es que los libreros no puedan devolver los libros, sino los costes tanto de no hacerlo (si se los quedan en el fondo y no se venden) como de hacerlo si rebasan el plazo de depósito, lo que a veces les obliga a pagar ellos los costes de devolución.
Y ya que estamos en temas tan espinosos, vamos ahora a ver qué pasa con otro igual de arduo para los legos como yo: la distribución y los descuentos.
Van a ver qué lío.
Problema número 2: En la jungla de la distribución y los descuentos.
Para situarnos: en buena parte de los países europeos el número de distribuidoras se cuenta con los dedos de una mano, como mucho con los de dos. Pero en España hay unas ciento veinte distribuidoras. Imaginemos al sufrido librero que tiene que recibir día a día montones de cajas, alguno afirma que cerca de doscientas entradas al mes: imaginémoslo trasladando y ordenando el contenido (llamo a Judith Pérez (Intempestivos) y me da cita a las once, porque a las diez tiene Pilates: “los libreros y sus espaldas, ya sabes”), preparando albaranes, etiquetando, escuchando los argumentos de los comerciales. Imaginemos también que en esa librería sólo trabajan dos personas, o tres, que tienen también que llevar la administración, atender a los clientes… El infierno.
Gloria Fuertes me cuenta, en la cafetería del centro de Lugo donde me ha citado antes de salir de excursión con su familia, que a ella, que venía de otros sectores comerciales, la dejó perpleja el funcionamiento de la distribución de libros: por ejemplo, en su zona, Anagrama está distribuida por Les Punxes pero le ofrecen sus libros varios distribuidores, alguno de Andalucía o Madrid, y a veces con condiciones mejores (aunque tendrían que ser peores, porque ahí ya no sólo hay un distribuidor, sino varios cada uno con su comisión). La exclusividad no se respeta, tampoco la de zona: “Tengo que hacer casi un máster, ver las condiciones de cada uno, quién recoge y quién no, quien pone mínimos de ejemplares y quién no, quien pide portes, quién tiene página web… y eso para una pequeña librería es un trabajo brutal.”
Los escritores conocemos mal el mundo del libro: la mayoría apenas o nunca pisamos una imprenta, un almacén de un distribuidor o la papelera en la que se destruyen nuestros libros. Yo visité el almacén de la distribuidora Machado Libros cuando estaba realizando el documental Vida y ficción y me quedé impresionado por aquella nave gigantesca en la que se almacenaban más de cinco millones de ejemplares. Y es Verónica García, de Machado Libros, la que me ayuda a desentrañar el problema. Me explica que por la dificultad de las comunicaciones por carretera en España antes cualquier distribuidor tenía otros distribuidores locales, si no en todas las provincias en todas las regiones, que hacía el trabajo tanto de logística como de venta. Y estos distribuidores locales fueron aumentando sus actividades: llevaban los libros de texto, hacían de mayoristas y también la distribución exclusiva de algunos grupos para su territorio. “Al principio respetaban las zonas, pero empezaron a salirse de su territorio. Y ahí hubo un momento que nadie lo paró; los libreros protestan, pero tampoco quisieron pararlo, por comodidad, por comparar condiciones, porque si uno no te trae un libro te lo trae el otro…”. A eso se añade que en el sistema entraron empresas sin librería física, como Amazon o Agapea, que empezaron a comprarle a todo el mundo; aunque estuviesen en Madrid, pedían a cualquier lugar. “Y eso tampoco lo paró ningún editor, no dijeron «ojo, estás en Madrid, tienes que pedir a Madrid», así que todo el mundo empezó a saltarse la zona: si Amazon puede comprar a cualquiera por qué no yo”. Verónica cree que los libreros también deben tomar sus decisiones: o intentar negociar con todos los posibles redistribuidores y mayoristas, o seleccionar unos pocos de confianza, que ya pueden surtir con mucha rapidez, porque las comunicaciones han mejorado muchísimo. En lo que están de acuerdo libreros, distribuidores y gremios es que en los años venideros va a haber una concentración y una simplificación, porque el sistema actual es insostenible.
Pero mientras tanto nos encontramos en una jungla en la que también hay condiciones muy distintas para los depósitos de los libros, uno de los temas que parecen fundamentales a CEGAL; para la Confederación Española de Gremios y Asociaciones de Libreros es esencial que mejore el descuento que recibe el librero por cada libro. El margen con el que trabajan los libreros en Francia y Alemania es ocho puntos más alto que el que consiguen los libreros españoles. Pero por supuesto el margen no es igual para todos los libreros: no sólo depende de la distribuidora o redistribuidora, también quien más vende más descuento recibe. Es decir, que, como siempre, los negocios más pequeños son los que soportan peores condiciones.
Depende, dice Verónica García. En general es así, pero ahí es donde los libreros tienen que ser creativos. Los descuentos no se pueden uniformizar, porque no son iguales los gastos de atender a una pequeña librería que a una grande, pero nuestro cliente natural es la librería independiente, no la papelería ni el hipermercado, y hay que defenderla. “Sí podemos intentar acercar márgenes y que las diferencias no sean tan grandes entre una gran librería y una pequeña”. Algo que hacen algunas distribuidoras como Machado es dar mejor margen a las apuestas, a lo que el librero va a promocionar y difundir, en una negociación de comercial y librero, a veces con la complicidad del editor. «Por ejemplo, Tipos Infames hace muy bien la selección, tienen claro lo que quieren vender, desechan muchas editoriales y lo que trabajan lo trabajan muy bien y reciben mejor margen. Es la única manera de luchar con los grandes: especializarte, buscar soluciones imaginativas…”
Y puede que sea ahí donde sería necesaria una mayor coordinación en el sector. También Pablo Bonet se refiere a esa necesidad de creatividad y flexibilidad, y pone el ejemplo de la librería Lé, que hace campañas mensuales con una editorial, “y en un mes ha vendido más de cuatrocientos libros de Acantilado, y eso debería permitirle tener unas condiciones distintas”. Me dice que lo que hace Machado no es lo frecuente en el sector, en el que hay mucha más rigidez de la deseable. “Se trata de sentarnos con CEGAL, con las editoriales y las librerías para generar ideas y mejorar la comunicación. Lola Larumbe (Librería Alberti) dice que estamos en el mismo barco, y si el barco se hunde se hunden todos”, lo que puede ser verdad cuando hablamos de librerías y distribuidoras independientes, pero no lo es si pensamos en los intereses de las grandes, que son otros.
Si el distribuidor recibe los libros del editor con entre un 50% y un 55% de descuento, el librero independiente se los queda con un 30%, o un poco más cuando puede negociar condiciones especiales. Y son esos los porcentajes sometidos a un constante tira y afloja entre libreros y distribuidores. Fernando Valverde me decía que las conversaciones entre ellos son siempre muy buenas, pero que luego es difícil llegar a acuerdos. Desde el sector librero se suelen recordar esos ocho puntos más de margen de sus colegas en otros países, aunque, me apunta Verónica García, hay que tener en cuenta que en España los costes de envío corren a cargo del distribuidor, mientras que en muchos países los sufraga el librero o, como en Francia, son compartidos.
Es evidente que el asunto de los márgenes está aún por resolver.
“¿Y cómo hacéis con una pequeña librería”, pregunto a Verónica García, “que quiere reponer un libro, por ejemplo porque se lo pide un cliente? He oído que a veces las pequeñas tienen dificultades con las reposiciones”.
“Hay un pedido mínimo; el nuestro es muy bajo; cincuenta y cinco euros, son tres libros. Si un librero quiere que le envíen un sólo libro nos sale muy caro. Eso no significa que no pueda pedirlo, sólo que tiene que pagar los costes de envío. Pero puede aprovechar para pedir otros dos libros y entonces le sale gratis”. Pero el pedido mínimo que exige Machado no es el que exigen otros, que puede llegar a cien o ciento veinte euros. Santiago Palacios me explica que ha habido un cambio en el sistema de distribución —él fue distribuidor durante cuarenta años—: ahora han entrado con fuerza los subdistribuidores que no llevan como Machado un número limitado de editoriales, sino todas. Eso simplifica mucho el trabajo del librero, porque se lo puede pedir casi todo a un solo proveedor, vuelve menos importante el pedido mínimo, ya que puedes juntar libros de muchas editoriales en un solo pedido; pero tiene un inconveniente: los subdistribuidores imponen condiciones más duras.
Lo que está claro es que si, como afirma Verónica García, el eslabón más débil es la librería independiente y hay que apoyarla, se necesita una mejor comunicación entre los distintos participantes en el sector, y por eso se ha creado una comisión en la que todos los protagonistas pueden discutir posibles soluciones.
En realidad, me dice Xavier Vidal, la pregunta básica es: “¿Interesa a las editoriales y distribuidoras que haya librerías? ¿O prefieren que sean grandes almacenes? Alguna distribuidora dirá: «Las librerías son muy pequeñas, no hay masa crítica, y enviar libros me resulta muy caro, no me compensa gestionar las devoluciones». Entonces pueden interesarle más las grandes superficies. Y si me dicen que no les interesan las librerías, yo haré otra cosa. Porque tengo que asumir mi papel de intermediario último en un sistema en el que puede haber seis intermediarios, y a lo mejor no soy necesario.”
Joan Tarrida, sin embargo, lo tiene claro: Galaxia vende entre el treinta y cinco y el cuarenta por ciento de sus libros en FNAC, Casa del Libro, Corte Inglés y Amazon, y un diez en La Central. Así que más del cincuenta por ciento de su catálogo se vende en pequeñas librerías. Para él sería impensable sobrevivir sin ellas. “Imagino que en otras editoriales independientes la situación es parecida”, dice; “o sea, que los libreros independientes son muy importantes para nosotros, por eso intentamos ayudar con la financiación, y ellos por su parte colocan mejor los libros de las editoriales independientes, hacen presentaciones, agitación cultural… Al final es ayuda mutua”.
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