El texto que rescata Altamarea, Nosotros, refugiados, de Hannah Arendt (Hannover, 1906 – Nueva York, 1975) es sensato, divergente, deslumbrante y conciliador. Se trata de definir, con el punto exacto de denuncia, el concepto de refugiado, a partir de su propia vivencia y de lo que sufrieron los judíos europeos en los años treinta y cuarenta. Definir, se nos advierte desde el principio, no es lo mismo que etiquetar: para lo primero hace falta sensibilidad, inteligencia, para lo segundo basta con un arrebato de agudeza. «Lo primero de todo: no quisiéramos que nos llamaran “refugiados”. Entre nosotros nos llamamos “recién llegados” o “inmigrantes”». Así da inicio la exposición que enseguida nos aclarará cuál es la seña de identidad del grupo: «Pero para reconstruir nuestras vidas hay que ser fuerte y optimista. Por eso fuimos muy optimistas». Es necesario tener el alma de un héroe para reinventarse desde el infierno.
Arendt expone el sustrato desde el que llegan a un territorio que, leyéndola, no nos atreveríamos a calificar de exilio, aunque esta palabra no cesa de asomarse, y de afectar a la pregunta de en qué puede transformar sus días: «Si alguien nos salva, nos sentimos humillados, si alguien nos ayuda, nos sentimos degradados». De hecho, entre ellos se comportan como el perro salchicha que al exponer su historia cuenta que antes era un San Bernardo. De ahí se puede deducir una de las constantes que atraviesan el texto, que es la tristeza. Sobre esa tristeza, ese vaivén, el que provocará el debate, Arendt indaga sin profundizar, apuntando ideas, acerca de la identidad judía, al menos en lo que atañe a estos recién llegados: «Nuestra lealtad, de la que tanto se duda hoy, tiene una larga historia. Es una historia de 150 años de hebraísmo asimilado que ha llevado a cabo una empresa sin precedentes: hacer que los judíos, que no han dejado nunca de mostrar su propio no-hebraísmo, consiguieran seguir siendo judíos», comenta, antes de recordar que siguen sin sucumbir al desánimo, que se mantienen en el optimismo que nada sobre la tristeza.
El texto de Arendt es breve, nos habla del suicidio, de la libertad, de la piedad y, sobre todo, de la dignidad; nos habla de la humanidad a la deriva. Viene acompañado por un estudio de la filósofa romana Donatella Di Cesare (1956), que añade la idea del refugiado como fenómeno político, considerando que son «aquellos que los enemigos llevan a campos de concentración y los amigos recluyen en campos de internamiento». Se trata, en definitiva, de uno de los grupos de grandes perdedores. Di Cesare nos habla de la práctica imposibilidad de otorgarles derechos, de la incapacidad de resolver el problema mientras se mantenga viva la actual división del mundo en Estados nación. Se cuestiona si fuera posible otra forma de organización mundial pues la desgracia de los refugiados, a su juicio, no es tanto la falta de libertad como la ausencia de comunidad con el amparo de derechos que conllevaría pertenecer a alguna. Comunidad no significa nación, aclarará, pues confía en que se puedan crear comunidades al margen de las fronteras, pues creer en fronteras y acoger refugiados son dos actos incompatibles.
Di Cesare definirá el texto de Arendt como una expresión de denuncia política, impregnada por un pathos existencial, en el que destaca la agudeza y la melancolía. No cabe mejor esclarecimiento para una obra que también versa sobre uno de los grandes asuntos que no han abandonado a la humanidad desde los tiempos de Abraham: las concesiones de derechos de visita pero no de residencia, la relación entre la posesión del suelo y la posibilidad de transitarlo, la petición del derecho a circular libremente por el mundo frente a la idea de del derecho de quedarse en un lugar donde el mundo vuelva a ser común. Por todo ello, este texto breve debería quedarse a vivir con nosotros durante mucho tiempo, tal vez para siempre.
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Autora: Hannah Arendt. Título: Nosotros, refugiados. Traducción: Lidia Suárez Armaroli. Editorial: Altamarea. Venta: Todos tus libros.
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