Quizá no sea en exceso aventurado aplicar el adjetivo de crepuscular para referirnos a La sirena negra. Aunque había aparecido en 1908, cuando doña Emilia estaba a punto de cumplir los sesenta, más de una década antes de su muerte, lo cierto es que la escritora gallega ya había sacado a la luz sus títulos más significativos, sus obras más señeras y representativas. Entre 1908 y el momento de su desaparición —escribió hasta el último aliento—, en 1921, la Pardo Bazán no pudo poner el broche final que ella misma hubiera deseado para su brillante carrera literaria, a excepción de una novela corta, La gota de sangre, que, al margen de su calidad intrínseca, sirvió —con permiso de Pedro Antonio de Alarcón y El clavo, de 1853— de punto de partida de la novela policiaca española. Con todo, se mire como se quiera, estamos, sin duda alguna, ante una Pardo Bazán que, libre de sus cargas matrimoniales —había liquidado su matrimonio en 1884 para volar mucho más libre y sin ataduras sociales—, se presenta como más inspirada, más dominadora, como si hubiera hallado, por fin, el modo de reducir la expresión hasta convertirla en una fuente inagotable de imaginación.
La sirena negra es una novela en donde se reconoce la música que oímos sonar en Los pazos de Ulloa o en Insolación, pero la letra ya es distinta. Para empezar, hemos cambiado de siglo, y el Realismo y el Naturalismo comienzan, poco a poco, a desvanecerse o, al menos, a cambiar de fórmula para poder subsistir después del desastre del 98 y la nueva situación española, cuando se hace definitivamente de noche en lo que había sido todo un imperio. La sirena negra es una novela un tanto rara cuya calidad, sin embargo, resulta incuestionable. La Pardo Bazán es menos parlanchina, se deja de gustar tanto a sí misma y transita por nuevos caminos, cercanos al más puro simbolismo, a la elucubración, al pensamiento, reduciendo visiblemente el campo de la acción a favor de la reflexión y la hondura psicológica. Y el intento le sale bien del todo, aunque este tipo de literatura no sea demasiado popular y dé la impresión de que escribe para un público mucho más exquisito y exigente. Tanto es así que, en cierto sentido, ya se adivina la narrativa de Unamuno, quien, muy pocos años después, en 1914 y 1917, respectivamente, publicaría Niebla y Abel Sánchez.
Otros elementos de la novela que aquí se reseña pudieron también ser tenidos muy en cuenta por otros escritores a punto de saltar a la escena, como el alicantino Gabriel Miró, del que hoy ya casi nadie se acuerda. Las comparaciones, me decía cierto maestro, suelen ser ociosas; es decir, que no sirven para nada. Pero hay rasgos en esta Sirena negra que muy poco después serán muy definitorios de la prosa del autor del Obispo leproso, quien, entre 1910 y 1917, publicó tres de sus obras más representativas: Las cerezas del cementerio, El abuelo del rey y el Libro de Sigüenza. Su aspecto fragmentario, el sabio manejo de la elipsis, la economía del lenguaje, el visible y llamativo contraste entre un mundo paradisíaco y ciertos momentos de violencia, las escenas autónomas a modo de estampas o la triple adjetivación son valores que unen a ambos escritores y que crea un lazo, no del todo casual, entre ellos.
En La sirena negra no sólo se aborda, con cierta crudeza, todo hay que decirlo, el tema de la muerte. Están también presentes otros asuntos, muy del gusto de Unamuno, como el de la identidad, el de la llamada “paternidad espiritual”, el de la nada existencial o el de la culpa. Muy pronto, en el capítulo segundo de la obra, don Gaspar, el narrador de esta historia, se pregunta: “¿Quién no es culpable? ¿Está el mundo lleno de santos o de pecadores?”. Pero la Muerte, a la que también se le denomina la Seca o la Segadora, está en cada uno de los rincones de esta novela, como una tibia y persistente sombra que persigue a los personajes desde las páginas iniciales, cuando asistimos a la agonía de Rita Quiñones, la mujer pobre y tísica por la que don Gaspar siente una extraña atracción, hasta la escena final que, por su profundo dramatismo, nos viene a recordar aquellas obras del romanticismo tardío español en donde domina el fatalismo, la fuerza del sino.
¿En qué se nota este nuevo estilo que exhibe doña Emilia? ¿Dónde reside su mayor mérito? Para empezar, nuestra autora echa mano de todo aquello que ya le había proporcionado suficiente fama entre sus contemporáneos: sus magistrales descripciones, sus nada gratuitas reflexiones, toda una artillería —nada pesada— de expresiones y palabras que parecen rebuscadas —y que requieren, desde luego, una nota a pie de página, como aquí sucede— pero que sabe ensamblar en el sitio justo y en el momento adecuado, como “tórpido”, “alquilón”, “odio corso”, “psicalgia” o “gutibamba” (alguien que tiene tendencia a aparentar). Algunas de estas expresiones son ya, tan tempranamente, verdaderas greguerías que hubieran hecho las delicias de Gómez de la Serna. Como cuando, al referirse al sol de la tarde, habla de “una pupila de cíclope agonizante”.
A doña Emilia, de vez en cuando, se le ve el plumero. No puede ni quiere evitarlo. Se adivina su modo de pensar, los caprichos, el elitismo y las exquisiteces de toda una aristócrata que huye de lo vulgar y de lo zafio, de esa ordinariez que nada tiene que ver con lo sencillo. Así, a la hora de hablar del aliño indumentario, el narrador de estas páginas, que transmite, sin duda alguna, el pensamiento de la Pardo Bazán, muestra su fastidio por el mal gusto de calzar una zapatillas fondonas, achancletadas, que no puede soportar, que le ponen en ridículo, incluso, ante sí mismo.
Quizá, como luego sucederá con el propio Miguel de Unamuno, lo que más desluzca esta novela sea el hecho de que, a excepción de la tísica Rita, los personajes que aparecen alrededor de don Gaspar sean tan sólo puras voces, simples almas sin cuerpo que las sostenga, sin apenas desarrollo, como si sólo trajinaran en la mente de quien las nombra; como su hermana Camila, su prometida Trini o el angelical niño Rafael, que, acomodado en su peana, semeja una pluma en manos del viento. El balance final no puede ser más que positivo. No es, desde luego, dicho sea con absoluta franqueza, la mejor novela de la escritora gallega, pero sí resulta ser un libro llamativo, notable y curioso. Quizá el que iba a marcar el tránsito hacia una nueva etapa que no llegó a concretarse del todo. Acaso por el cansancio de tantos años dándole a la tecla. Nunca lo sabremos del todo. Ni importa demasiado. En resumidas cuentas, una novela escrita, como la propia Pardo Bazán, tirando de ingenio, diría, “con cabeza despejada y estómago libre”.
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Título: La sirena negra. Autora: Emilia Pardo Bazán. Editorial: Nocturna. Venta: Todostulibros y Amazon.
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