Es un episodio conocido, aunque quizás no tanto como debiera. En diciembre de 1492, un perturbado intentó asesinar a Fernando de Aragón, quien luego pasaría a la posteridad como Fernando el Católico, a las puertas del palacio real de Barcelona. Más concretamente, en las escaleras que aún hoy ascienden por la plaza del Rey hasta las puertas del Salón del Tinell y la capilla de Santa Ágata. Luis García Jambrina (Zamora, 1960) se topó con el regicidio frustrado hace una década, cuando se documentaba para pergeñar la que sería su primera novela, El manuscrito de piedra, y vio en él el germen de algo que aún tardaría más de un lustro en aflorar. «Aunque casi ignorado, se trata de un acontecimiento que tuvo una gran importancia; un suceso lleno de intriga en el que se dan cita las conspiraciones políticas, los deseos de venganza, las pasiones desatadas, la piedad y la violencia, el amor y el odio». Lo cuenta ahora que, al fin, ve la luz La corte de los engaños (Espasa), la novela que escribió tomando ese asunto como eje central y que resulta la más ambiciosa de cuantas ha dado a imprenta. También, puede que por eso mismo, la mejor y más compleja.
Curtido en los recovecos de la filología —es profesor de literatura en la Universidad de Salamanca—, coordinador de los Encuentros Literarios de Verines y responsable de una obra ensayística centrada en la obra de Claudio Rodríguez y sus vínculos con la Generación de los 50, la trayectoria novelística de Jambrina se ha venido centrando en ese tiempo difuso en el que la Edad Media exhalaba sus estertores para ceder el paso al flamante Renacimiento. Se estrenó en esto de las ficciones de largo aliento dotando de hábitos detectivescos al enigmático Fernando de Rojas, aquél del que prácticamente sólo sabemos que «escribió la Comedia de Calisto y Melibea y fue nascido en la puebla de Montalbán», y a excepción de algunas incursiones en la España franquista (En tierra de lobos) o en la más estricta contemporaneidad (Bienvenida, Frau Merkel) es esa época la que ha despertado sus intereses narrativos. En ella se ambientan El manuscrito de piedra y El manuscrito de nieve, las dos obras con las que ha venido trenzando hasta la fecha la saga protagonizada por Rojas, y a ella remiten inevitablemente algunas páginas de La sombra de otro, en la que mediante una hábil pirueta glosa la vida de Cervantes desde la óptica de quien pudo ser uno de sus más encarnizados enemigos.
A esos años vuelve en La corte de los engaños para tomar el regicidio frustrado como foco desde el que tratar asuntos de diversa índole. Lo explica fundamentando la misma sustancia de la anécdota, ya que «aunque la víctima del atentado fue Fernando, la que reaccionó y sacó rédito político fue Isabel, que en mi novela tiene un papel mucho más activo y relevante que su marido». No es una excepción. En el libro son las mujeres quienes llevan la voz cantante. Para explicarlo hay que tener en cuenta algo en lo que, por su obviedad, no siempre se repara, y es que 1492 fue un año apasionante. Se abrió con la toma de Granada —lo que ponía punto y final a la larga guerra de reconquista iniciada siete siglos atrás— y se cerró con el fallido atentado de Barcelona, pero entre medias hubo mucha tela que cortar. Se descubrió un nuevo mundo, se expulsó a los judíos de Sefarad y se asentaron los cimientos de un imperio que terminaría siendo la principal fuente de fortunas y desdichas de la historia de España. Todos esos temas están presentes, de una u otra manera, en La corte de los engaños. Y todos ellos se abordan desde las miradas de quienes aparentan ser simples testigos, pero juegan en realidad un papel básico en el desarrollo de los hechos.
La acción de la novela se estructura mediante tres tramas que siguen caminos paralelos, entrecruzándose y distanciándose cuando las necesidades lo requieren. Tres voces de mujer que cuentan, cada una desde su punto de vista, cuanto ven y cuanto ocurre en un mundo sometido a cambios constantes e imprevisibles. Una de ellas, Beatriz de Galindo, es bien conocida. Recibió el sobrenombre de La latina por sus conocimientos del idioma de Catulo, fue alumna de Nebrija y ofició de maestra y consejera de Isabel la Católica. Las otras dos responden fielmente al perfil del momento histórico. Catalina de Dalt es miembro de la nobleza levantisca catalana, por aquel entonces enfrentada a los reyes, mientras que Sara Dertosa es una joven judía que debe padecer, junto con su familia, el edicto de expulsión. «Entre las tres», cuenta Jambrina, «nos ofrecen una mirada distinta y más profunda de los Reyes Católicos y de su tiempo, en el que, por cierto, hubo grandes mujeres, empezando por la propia reina». La novela va entremezclando sus peripecias íntimas con la historia colectiva. El resultado es un caleidoscopio tan logrado como hipnótico en el que el lector, pese a conocer de antemano el final, no puede evitar verse atrapado. ¿El motivo? Las incógnitas abiertas tras la autoría intelectual del atentado. El responsable físico fue un pobre loco, pero había tantos intereses soterrados que existían múltiples razones para asesinar al monarca. El gran acierto de la novela es dar la vuelta a la pregunta tradicional, ¿quién quiso matar al rey?, para calibrarla desde otra óptica más rica y más perversa: ¿quién podía no tener razones para querer matarlo?
Ese trabajo, el de «encontrar el equilibrio y la coherencia entre la documentación y la invención para conseguir eso que se llama verosimilitud y que consiste en que el lector no distinga las costuras», constituye el gran reto de la novela histórica, en opinión de Jambrina. Otro desafío, éste de índole más personal, tuvo que ver con la gestación de algunos romances apócrifos que aparecen diseminados por las páginas e imitan con gran solvencia las hechuras de los viejos cancioneros medievales. «Probablemente el primer poema del que tuve noticia en mi vida fue uno de los romances sobre el cerco de Zamora que me recitaba mi abuelo cuando era niño, mientras paseábamos cerca de las murallas de mi ciudad natal, así que conozco bien el género y el paño», evoca el autor. No había nada más natural, pues, que aprovechar una novela ambientada a finales del siglo XV para ponerse a inventar romances sobre alguna gesta o suceso o improvisar algunas justas poéticas, algo que Jambrina reconoce que le divierte mucho. «El romance era un poco como el periodismo de la época», señala. De ahí que la narración se abra con un romance sobre el atentado en un momento en el que aún se ignora su autoría y se cierre con una variante de ese texto inicial en la que se da cuenta de lo sucedido en el transcurso de la investigación. Entre unos versos y otros hay toda una novela. Y vale la pena viajar por sus páginas.
Autor: Luis García Jambrina. Título: La corte de los engaños. Editorial: Espasa. Edición: Papel y kindle
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