Escribo esto en el día de los océanos. Aunque ustedes lo leerán en cualquier otro momento. Este descalabro temporal carece de importancia, porque el océano no debería necesitar un día. Al igual que tantas otras cosas. Pero así somos nosotros con estas moderneces, que nos contentamos con asignar una onomástica a las cosas que solemos ignorar. La conciencia se nos cuela de las formas más insospechadas.
Entre quienes no están acostumbrados a asuntos medioambientalistas y los dramas oceánicos que para algunos constituyen el pan diario, Seaspiracy ha causado un gran impacto. Se ha sentido la urgencia por proteger los océanos y evitar la pérdida de biodiversidad. Muchos espectadores han terminado el documental transformados en verdaderos entendidos de la conservación marina. Otros se han convertido al vegetarianismo, veganismo, o lo que sea que se llame no comer peces… pero los bichos de la tierra, pa la barbacoa. He escuchado a personas afirmar que se practica pesca de arrastre a mil metros de profundidad, y a otros culpar a los países asiáticos de estar esquilmando el mar, cuando lo que sucede es que lo esquilman, sí… pero para nosotros. Quizás el lector encuentre útil saber que España es uno de los países con mayor presencia en las pesquerías mundiales. No solo para consumo propio, sino también para exportación. El público solidarizado, alarmado, no es consciente de que se pierde buena parte del relato en un documental diseñado para cumplir un único objetivo. Pero a esto pasaremos hacia el final de la columna.
Entre los científicos, en general, la reacción ante el documental ha sido la de mofa. Algunos se han indignado y le han dedicado largos párrafos en redes sociales. Han sido aplaudidos por compañeros, y nadie más. La indignación de la comunidad científica no deja de tener algo de correcto. Al fin y al cabo, el documental entra como un labrador borracho en medio de su aseado jardín de datos y cifras. Cuando uno se dedica durante décadas a construir el relato de que existen pesquerías saneadas y sostenibles, la rudeza puede molestar. También molesta la alarmante inexactitud científica. Pero lo que oculta el revuelo científico es más bien una cosa banal. Tan banal como el dinero. Verán: si un científico marino reconoce que las pesquerías del mundo han excedido el punto de recuperación posible, y que representan un riesgo para la diversidad de la fauna marina, las subvenciones para largos y tediosos estudios que no arrojan más luz que una cerilla sobre el problema se agotarían. Y entonces, díganme, ¿les darán ustedes dinero a estos señores para que coman? Ya que la solidaridad no llega tan lejos, el problema debe ser prolongado. Hay que dar esperanza, no mucha, complicar el lenguaje y asegurarse de engatusar a los políticos adecuados. Las matemáticas del mar son un negocio lucrativo. Esto no solo sucede con las pesquerías, también abunda en la ciencia de conservación de corales, de grandes vertebrados marinos, o la preservación de ecosistemas costeros. Hemos arrasado el mar de un modo en que un marinero de hace un siglo tendría problemas para reconocerlo. El mar es inmenso, excede las imaginaciones, y por eso creímos poder extraer de él cuanto quisiéramos. Ahora que el cofre del tesoro huele a muerto, queremos aprovechar un poco más la barrera del azul para vivir del aura del cadáver. Como un administrador de la herencia de algún ídolo del rock.
He insistido con anterioridad en que vieran el documental. ¿Por qué, si tiene tantos atentados a la exactitud? Porque hay una crisis medioambiental que nos rodea y nos supera. Se exterminan especies de depredadores esenciales para mantener ecosistemas sanos, se destruyen comunidades de microorganismos —a las que, si recuerdan el COVID, no conviene alterar—, se asfixian y saquean arrecifes de coral, y se asesinan al día miles de animales de los que ni siquiera nos alimentamos. Esto es una realidad. Y a ustedes, perdonen la intromisión, les importa bien poco si calentamiento global, sobrepesca, esclavitud, inseguridad alimentaria, vertidos de crudo o contaminación tienen efectos y orígenes distintos. Lo importante es que se acerquen a la idea de que el mar se vacía. A priori. Si lo que desean es aprender más e involucrarse, lo que les recomiendo es un par de libros antes que un documental sensacionalista en una plataforma de comida visual rápida.
El objetivo del documental no era informar. Era causarles impresión, tirar del hilo de una época en la que se toman decisiones apresuradas para que un número de personas dejaran de comer pescado. Un objetivo secundario, pero no menos importante para los artífices del documental —entre los que hay personas con más poder y saber que Ali Tabrizi—, es que se acerquen a la ONG Sea Shepherd. Esta ONG depende de las donaciones para mantener sus barcos y sus objetivos. En el pasado confiaron en el poder de la televisión y de programas como Whale Wars, en Discovery. De esta forma llegaron a un número muy importante de audiencia. Hoy día, como cualquiera, dependen de las redes sociales y del streaming. Son conscientes de que lo importante no es contar la verdad, sino contar una parte de la realidad que impacte lo suficiente. Las intervenciones en el documental de “expertos” son forzadas, en entrevistas impertinentes y manipuladas, en la mayoría de los casos. Y cuando no es así, la legitimidad de esos expertos es más dudosa que un Versace del mercadillo. La herramienta del documental son las imágenes sangrientas, titulares inconexos y una apelación a la sensibilidad del público que le hacen un mal favor a la razón.
Pero la impulsividad que caracteriza la era digital está del lado del objetivo de impactar, cesar el consumo y potenciar el apoyo. En Estados Unidos los principales supermercados dejaron de ofrecer la amplia variedad de pescado y mariscos hasta pasado un mes del boom, cuando ya todo se olvidó. La ONG estrenó la misma semana que el documental una cantidad ingente de productos de merchandising. El documental ya está amortizado. Pero entre tanto, al océano no se le ha hecho favor alguno.
Este texto está siendo escrito el mismo día que una compañía noruega anuncia un molino de viento de 324 metros de altura y cien turbinas. Un muro que pretenden instalar en el océano, más alto que la torre Eiffel, y más ancho que un crucero transatlántico. Piensen esto desde la perspectiva de las aves marinas, tremendamente perjudicadas a día de hoy, o desde el impacto en las comunidades del área. Una trituradora de carne y una estufa con altavoz incorporado. Las energías alternativas son cruciales, pero si no comprendemos que debemos cesar el daño al medioambiente sin inventar nuevos medios de destrucción, el avance en materia de conservación será como el efecto de compartir Seaspiracy en Twitter por el día del océano. Un espejismo.
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