Ulises, la novela escrita por el irlandés James Joyce (1882-1941), cumple cien años de su publicación. La obra forma parte de ese nutrido grupo de libros que la gente, por las razones que fuere, suele citar con frecuencia, pero que nadie, o casi nadie, ha leído. Sucede, por ejemplo, con el Quijote, del que nos sabemos frases de memoria hasta el punto de distorsionarlas y darles un nuevo sentido, como cuando decimos “con la Iglesia hemos topado”, cuando lo que figura en el texto es “dado” y no “topado”. Sucede, asimismo, con El príncipe, de Maquiavelo, al que tanta atención prestaron los gerifaltes de la propaganda nazi, como Joseph Goebbels, apropiándose de ciertas frases para llevar a cabo el compendio de su doctrina. Y pasa, igualmente, para no alargar más la lista, con La rebelión de las masas, de Ortega y Gasset, obra que deberían leer todos los políticos, que se han quedado anclados en lo de “yo soy yo y mis circunstancias”, que fue una de las pocas gilipolleces que se le ocurrieron al brillante filósofo español. Por no hablar de la Divina Comedia de Dante: ¿quién no ha empleado en alguna ocasión el adjetivo “dantesco” sin haber tenido jamás en las manos la magistral obra del florentino? Y así, de la misma forma y modo, unos cuantos centenares de libros.
El libro no dejó a nadie impasible cuando se puso en circulación: desde los más humildes críticos, como Holbrook Jackson, quien aseguró que Ulises era, al mismo tiempo, un logro y un insulto, hasta el prestigioso psicólogo Carl Jung que, en una carta personal enviada a Joyce, aseveraba que “su Ulises le ha presentado al mundo un problema psicológico tan pesaroso que he sido llamado repetidamente como supuesta autoridad en materias psicológicas”.
En cualquier caso, Ulises no es una novela improvisada, escrita tras una rabieta. La pena es que para entender su sentido en toda su integridad, para percibir todo el aire renovador y el aroma original que desprende, es preciso leerla en su propia lengua y, además, por si ello fuera poco, tener un conocimiento bastante cabal de los diversos modos de expresión de su tiempo. Una tarea poco menos que imposible para un lector cualquiera, que no esté especializado en la materia. Joyce, como Stendhal, acaso sin él pretenderlo, escribió su Ulises para un público que estaba por nacer, y que, probablemente, aún estemos aguardando su aparición. Es preciso conocer a fondo no sólo la sociedad de su tiempo —algo parecido sucede con la Divina Comedia de Dante, cuyas notas a pie de página suponen todo un balón de oxígeno necesario para continuar con sus páginas—, sino también ciertas obras de la Antigüedad clásica, como la Odisea de Homero, que es el texto que le sirve de referencia en ese complicado montaje que transcurre en unas pocas horas y en un espacio muy restringido.
A Joyce le adeudamos mucho. Más de lo que podríamos imaginarnos. Por eso no deberíamos temerle tanto y verlo como a un amigo con el que hay que tener algo de paciencia y dejarlo que se explique a su manera, aunque cueste entenderlo. Gracias a su Ulises, que fue traducido a la lengua española un poco tardíamente y popularizado, en la medida de lo posible, gracias a escritores como Borges y Cortázar, que se prendaron con la obra, la narrativa occidental dio un inesperado giro, un vuelco completo, después de siglo y medio viviendo de las rentas, de lo que habían dado de sí, tan generosamente, autores como Flaubert, Dickens, Tolstoi o Galdós. Sin el Ulises, me temo, Luis Martín Santos jamás hubiera escrito Tiempo de silencio, que dentro de muy pocas semanas cumplirá sesenta años de su publicación. Pero esa es otra historia, tan bonita o más que la del Ulises, que me reservo para una nueva ocasión.
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