Tal y como le sucedía al rock and roll en el viejo tema musical de Danny and the Juniors, la Inteligencia Artificial ha llegado para quedarse.
Acotando un poco más el terreno, limitándolo a la esfera de la creación literaria y sus satélites, es hasta cierto punto razonable sentir un ligero temor y temblor: ¿podrán las máquinas sustituir a los escritores? ¿Dejarán los androides de soñar con ovejas eléctricas y se despertará en ellos un genuino apetito de carne?
En honor a la verdad, y tras aclarar que no soy un apocalíptico en ningún sentido, como creo haber comentado en algún otro lugar, no puedo asegurar que la Inteligencia Artificial no vaya a comerse una buena parte del pastel narrativo (ya lo está haciendo con la fotografía, el diseño gráfico, la música, los papers académicos, los deberes de nuestros hijos, la sección de recursos humanos de cualquier empresa, la lista de la compra y un largo etcétera). Pero sí creo que todavía estamos a tiempo de frenar su imparable avance o, al menos, de bailar un último y exuberante y atrevido tango de la muerte con el ruido de la maquinaria de fondo.
Conviene asumir desde el principio la falta de compasión de nuestro adversario, a fin de no dejarnos engañar por sus ojitos glaucos, sus palabras sensatas, sus modales humanoides. Que nadie se equivoque: nuestro enemigo no tiene corazón. Luego tampoco es invencible.
¿Me ha parecido oír que alguien afirma que la IA no podrá hacer presentaciones de libros? Bueno, no hace falta ser un maestro de la literatura distópica para advertir que es plausible que los escritores tengan que enfrentarse de manera inminente al efecto Milli Vanilli (no busques bibliografía científica al respecto, es una chorrada que se me acaba de ocurrir), en el que actores y actrices bellos y carismáticos —o el mismísimo ratoncito Geronimo Stilton, si lo prefieres— firmen y presenten libros que, en realidad, ha redactado una máquina (antes los escribían personas anónimas para otras personas famosas, ¡qué más da!). Piénsalo, son todo ventajas: ganan los asistentes a las aburridas presentaciones de libros, ganan las editoriales que ofrecen a los lectores lo que estos desean, ¡ganan incluso los pobres creadores genuinos, que ya no tendrán excusa para no arrasar antes de tiempo con todo el «vino español» que haya en la sala o, en su defecto, derrumbarse delante de la barra libre o el minibar!
Pero dejemos este tema por ahora.
¿Cómo? ¿Alguien dice que el sector editorial lo está fomentando? No seamos ingenuos. Nada de atribuirle el origen de todas nuestras desgracias literarias, del invierno de la desventura de nuestra carrera como escritores o lectores, a una industria con un legítimo interés económico (y sí, esto también sirve para ciertos premios literarios. ¿Por qué no iba una empresa a gastarse su dinero en lo que le diera la gana? No sé tú, pero a mí, si algo no me interesa o no me gusta, ni lo leo ni pierdo el tiempo en criticarlo. Prefiero dejar el mundo correr).
No, no. Nuestros ataques deben ser más sofisticados y fieros.
Una buena manera de comenzar a perfilar nuestra estrategia defensiva, por tanto, es pensar un poco en cómo funciona ese cerebro en una cubeta y admitir que, en parte, somos nosotros quienes estamos entrenando a la bestia (un poco de autocrítica nunca viene mal).
Tal vez hayas oído que para «enseñar» al ChatGPT se le dio a «leer», algunos clásicos como 1984, Alicia en el País de las Maravillas, Orgullo y prejuicio o Frankenstein. Pero también otras obras más populares, como Harry Potter, Los juegos del hambre o Juego de tronos. En lo que quizá no te hayas parado a pensar —o tal vez sí— es en que esas obras coinciden con aquellas que estadísticamente son las más leídas en las últimas décadas o siglos.
¿Por qué, por tanto, no se le dio a leer a Thomas Pynchon o a Cormac McCarthy (dos autores, por cierto, con las que la IA se vería en serias dificultades)? Pues por la sencilla razón de que un conjunto de algoritmos determinó que no eran las más consultadas por la mayoría (nada que ver, por tanto, con el Genio Maligno del Código Fuente y el Sector Editorial).
En otras palabras, porque, aunque sea de manera indirecta, nosotros, lectores, le estamos diciendo al programa qué queremos saber; qué queremos leer.
Te propongo un pasatiempo (aunque, por una cuestión de cortesía, no te daré ninguna respuesta concreta): ¿qué tipos de obras crees que la Inteligencia Artificial clonará con mayor facilidad? Recuerda que, como no tiene corazón, a la máquina le gusta por igual James Joyce que una novela de explosiones, crímenes sangrientos y giros tan trepidantes como manidos.
Piensa un poco… ¡Sí, llevas razón! La IA podrá reproducir fielmente aquellos relatos de los cuales haya más muestras, más ejemplos. Ojo, también así sabrá qué tipo de historias serán potencialmente del agrado de los lectores, ¡y la respuesta se la habremos dado nosotros y no la diabólica y maligna industria editorial, que se limitará a obrar de manera pragmática!
Pero también debemos tener en cuenta —y aquí se muestran sus limitaciones actuales y tal vez futuras— que la aplicación, al menos por el momento, se limita a quedarse en la superficie, en la forma; se nutre, dicho con respeto, de los estereotipos, y predice desde un punto de vista estadístico y algorítmico qué se suele asociar con tales clichés. Por ejemplo, sabe que, si hay detectives, habrá pistolas, sangre y, por alguna razón, el cadáver de una chica que ha aparecido en el bosque o un inspector alcoholizado que está a punto de jubilarse cuando le llega el caso de su vida (es lo que nosotros le hemos enseñado a través de millones de historias). Incluso, llevándolo más lejos, el programa podría reproducir relatos donde aparecieran conejos con sombrero, reinas de corazones y espejos, o monstruos que cobran vida por obra de un científico que anhela ser Dios… pero no podrían traspasar la capa de las imágenes y ofrecer una visión profunda acerca de la naturaleza humana y sus contradicciones.
Imagino que, llegados a este punto, ya habrás descubierto lo que estoy a punto de decirte, ¿verdad? Y otra vez estás en lo cierto: si queremos frenar el avance de la Inteligencia Artificial, si queremos recuperar el control de nuestras «vidas lectoras» o creativas, tenemos que educar al sistema de otra manera. Tenemos que recorrer el camino menos transitado. Y la buena noticia es que se trata de algo que está en nuestra mano.
Como lector, no sé si algún día tendré que tragarme mis palabras. Pero aquí van algunos ejemplos con los que la IA, al menos en un futuro inmediato, no podrá. Y es algo que comprobarás sin dificultad si te acercas a ellos.
Te lo aseguro, la IA se volvería loca con Nora Ephron, Dorothy Parker, Neil Gaiman, Iris Murdoch, Joy Williams, Edgar Allan Poe, Michael Ende, Angela Carter, Lewis Carroll (por mucho que se lo graben a fuego, digo en el código), Helene Hanff, Edward Gorey, Murakami, Grace Metalious, Paul Auster, Raymond Carver, Edith Nesbit, Guillermo Arriaga, Beatrix Potter, Julio Cortázar, Borges, Kafka, C. S. Lewis, Tolkien, Roald Dahl, Joan Didion, Emily Dickinson, Richard Ford, Antoine de Saint-Exupéry, Virginia Woolf, Albert Camus, Karen Blixen, Joyce Carol Oates… Te dejo a ti continuar esta lista interminable y completarla con tus aportaciones.
Descubrirás con una sonrisa, a poco que permitas que los recuerdos lectores afloren en ti, el vasto universo que la maquinaria tardará mucho-pero-que-mucho, en colonizar. Ahí reside precisamente el punto débil del modelo… y nuestra esperanza.
Y, como escritor, sólo me queda recordarte la recomendación que Neil Gaiman dio a los estudiantes de la University of the Arts de Filadelfia en su famoso discurso de graduación de 2012: «Cread arte del bueno».
Sencillo, directo y efectivo.
Asumiendo que no es nada fácil, pienso que esa es la labor a la que debemos entregarnos los autores, con humildad y en la medida de nuestras posibilidades, y siempre que no deseemos dejarnos arrastrar de una vez por todas por el mainstream más burdo. Pues, en materia de entretenimiento, la IA ganará por goleada.
Todavía no es tarde, pero el cronómetro ya está en marcha. Otra cosa, claro está, es que no nos importe en absoluto.
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