En lugar de un Estado, los árboles crean bosques. La mayor diferencia entre un bosque y un Estado está en una de esas ideas que constituyen la esencia del anarquismo: uno no cree en gobiernos o administraciones, uno no tiene fe en la polis —ni siquiera en las ciudades-estado griegas— ni en las grandes organizaciones colectivas, sean religiosas o ideológicas, porque uno sólo cree en la felicidad. Si existe una forma de organizarse natural, si existiera porque los árboles cobraran movilidad y habla, sería, más bien, la propia de la tribu: una complicidad colectiva en la que el individuo no pierde su identidad mientras forma parte de una identidad de grupo. Con cierta cortesía y ambigüedad, podríamos hablar de que la tribu es una forma de amar.
El profesor y neurobiólogo Stefano Mancuso (Catanzaro, 1965) nos ha venido recordando que la vida vegetal la trama sobre la que generamos todo lo demás, que la Tierra debería ser considerada el mundo de las plantas, que su existencia puede leerse como una aventura, que la fitosociología es algo más que una ciencia en la que colgar su tiempo algunas personas a las que les gusta el aire libre, que los árboles se comunican y cooperan. Las plantas viajan, memorizan y resuelven problemas cotidianos, nos muestran otro modelo de organización social, sin pirámides. Hasta aquí, podríamos hablar de un Mancuso sabio y muy efectivo en su relato, porque un ensayo, que es el género que en el que se ha venido expresando, también es un relato: parte de su éxito consiste en que nos creamos lo que dice. Pero en La tribu de los árboles intenta generar una novela, pura ficción, a partir de sus pasiones y conclusiones. La reivindicación sigue siendo mucho más que digna, sin embargo, la impresión es que la obra no termina de cuajar dentro del género al que se entrega.
Entramos a través de un mapa de una tierra ficticia, conocemos a unos protagonistas, que son árboles divididos en clanes, nos movemos en un territorio que se podría parecer a nuestro planeta, aunque si se tratara de él nos ubicaría en una época fuera del tiempo conocido. Y desde el inicio uno identifica los principios ecológicos que rigen las intenciones del autor. A lo largo de la lectura, podemos pensar en ciertas obras de Ursula K. Leguin, y hasta en la película La princesa Mononoke, por ejemplo, para aclarar cuál es el ambiente en el que se mueven nuestros árboles, los aventureros que necesitan encontrar algo de sabiduría para reiniciar una convivencia que combata el cambio climático. A través de la memoria del protagonista, lo cual nos lleva de nuevo a la añoranza, asistimos a un movimiento algo lento, como el de los Ents que ideó Tolkien, de gente que intenta reestablecer el equilibrio. El narrador nos habla de sus años de juventud, cuando a uno no le queda más remedio que crecer, y mientras se va haciendo mayor cuestionarse quién es. El eje, eso sí, será el universo: somos parte del cosmos, somos parte del flujo de la naturaleza.
El pero que le podemos poner a tantas buenas intenciones, a tantos buenos mimbres, es que la inocencia que transmite la obra resulta un tanto infantil. La inocencia puede ser un valor literario, de hecho, tal vez sea el valor literario más grande y menos valorado, pero la narración se queda en un apunte, en una sencilla fábula. Nos falta un poco de potencia para que funcione del todo la ingenuidad, en el sentido más etimológico del término: en latín ingenuus quería decir nacido libre. Con todo, sólo cabe leer con respeto esta novela, que imita a las leyendas antiguas para reclamar la prioridad más moderna, que es la necesidad de cambiar tantos y tantos paradigmas.
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Autor: Stefano Mancuso. Traductor: David Paradela López. Título: La tribu de los árboles. Editorial: Galaxia Gutenberg. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.
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