La cita que va al frente de esta novela, ganadora del Nadal en su pasada edición, resulta muy oportuna y pone en alerta al lector sobre aquello con lo que se va a encontrar a lo largo del camino. Se trata del archiconocido pasaje de la Odisea en el que Homero nos advierte del poder seductor de la voz de las sirenas, “que encantan a cuantos hombres van a su encuentro”.
Es, sin duda, el personaje más concluyente y mejor perfilado de la novela, con permiso, eso sí, del teniente Gallardo, que arrastra, como un lastre del que no puede desprenderse, el peso de las ruinas de un pasado en el ejército español, defendiendo Cuba y Filipinas, donde se enfrentó, como una fiera, a mambises y tagalos, algo que le concede el derecho a ir siempre provisto de una buena daga, pues hay momentos, en el cuerpo a cuerpo, en los que de nada valen ni fusiles ni sables.
Y su mayor herida no es otra que la de estar atado para siempre a la necesidad de llevar a mano una bola de opio para que la vida le sea más liviana y llevadera en su oficio de teniente de la Guardia Civil, destinado en la lejana y oscura comandancia de Almendralejo. Dos personajes, Antonia y Gallardo, de gran contundencia, de sólido músculo, bien alimentados por el autor de esta novela, sobre los que gira toda la acción que, a veces, se nos antoja un poco hiperbólica y tremendista si tenemos en cuenta que todo ocurre en un auténtico secarral —en el título mismo de la obra ya se deja indicado—, si bien ya se sabe que en los pequeños pueblos suceden las grandes tragedias.
Antonia Monterroso, también conocida como la Rusa —sólo hay que ser decidida, culta, rubia y un poco más alta de lo normal para que los españolitos de aquellos primeros años del siglo XX le busquen un origen exótico para la época—, tiene un pasado relacionado con el Gran Circo Ruso que, como se deja dicho, con no poca ironía, ni es tan grande ni tan ruso, con una sufrida madre que le predispone a actuar contra la arbitrariedad y el capricho de los hombres. Si a eso añadimos el magnetismo que desprende. que por su pasado circense, nomadeando de país en país, parlotea unos cuantos idiomas, y que es una gran lectora, capaz de echarse al coleto nada menos que una novela que Baroja había publicado justo por aquellos años, nos podemos hacer una idea de lo que supone su presencia en un mundo regido por el más repulsivo machismo —hay quienes la ven, sin más rodeos, como una “buena jaca en toda regla”— y por la vida caciquil, representada, con toda fidelidad y sin que falten los consiguientes tópicos, por don Ramón Acevedo, ya tenemos el cuadro completo, las piezas necesarias, para llevar a cabo, con garantías, una buen relato como el presente. Aunque con ciertos reparos, como luego se verá.
Pérez Gellida, que viene de la novela policiaca, que ha cultivado con fortuna y muy buena acogida, utiliza con precisión los resortes propios del género: escritura correcta, sin caer en las florituras, diálogos, casi siempre, cortantes y secos, pero muy efectivos y de gran impacto a la hora de narrar, descripciones breves, pero de mucha enjundia, frases brillantes que aprendemos de memoria —“Lo importante en una partida no es tener triunfos, sino saber cuándo utilizarlos”—, y sobre todo, la pericia de saber cerrar bien, después de muchas vueltas y revueltas, una historia que, por momentos, resulta fragmentaria, con frecuentes saltos en el tiempo, difícil de coser sin que se le vean las costuras. Más no se puede pedir.
Y además, sin hacerse demasiado pesado —se trata después de todo de una novela y no de un compendio histórico y social de aquel tiempo—, Pérez Gellida lleva a cabo una útil contextualización, dando una idea, más que cabal, de lo que ocurría por aquellos años en la nación española y en zonas rurales depauperadas, como Extremadura, justo donde se desarrolla este relato, en las que el tiempo ha dejado de correr y el caciquismo exhibe sus fórmulas de poder en medio de la miserable cotidianidad.
Visto el resultado, Bajo tierra seca hubiera merecido una corrección más a fondo y acaso una mayor atención de su autor antes de darla a la imprenta. No es difícil darse de bruces contra un exceso de frases hechas y expresiones que podía haberse ahorrado si hubiera puesto un poco más de atención: “estar atado de pies y manos”, “preciso y precioso”, “conocer bien el paño”, “de tonto no tiene ni un pelo”, etc.
Con todo, el balance es sin duda positivo, y la lectura vale la pena porque la novela emana fuerza y el asunto del que trata es delicado y conmovedor al mismo tiempo. Bajo tierra seca es, en resumidas cuentas, una buena novela que no desluce, en absoluto, un premio de tanto prestigio como el Nadal. Pero al mismo tiempo nos deja la sensación de que su autor ha tenido al alcance de sus manos el haber firmado una obra brillante.
Martín Gallardo, el teniente de la Guardia Civil, veterano de mil batallas, auténtico héroe cansado que caza solo, que se enfrenta por cuenta propia al mundo es un personaje que, por su perfil de antihéroe, no pasa inadvertido y resulta, incluso, cercano al propio lector. Hacia el final de la novela, en los últimos compases, cuando está a punto de aparecer la cartela que indica el fin, después de haberse escapado por los pelos de la muerte, alguien le recuerda que, después de todo aún sigue vivo, que es lo que importa. A lo que el oficial de la Benemérita, en plan Bogart, replica: “Quizá sea esa la clave: vivir”.
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Autor: César Pérez Gellida. Título: Bajo tierra seca. Editorial: Destino. Venta: Todos tus libros.
Y no la he leído -y es lo probable que no lo haga nunca; me quede el interés en un ensueño nacido de esta crítica, en la fascinación por las vidas imaginarias, que a diario me hago-: me llaman desde ahora la atención esa giganta, atlética y robusta mujer sensual del circo, y el guardia civil, salvado en varias guerras, concluyendo en la España profunda sus misiones.