Gran parte de los libros de Mario Vargas Llosa tienen en el erotismo un detonante muy potente. Me viene a la mente ahora, por poner un ejemplo para la escena que abre cada martes esta sección, el argumento de Pantaleón y las visitadoras, con ese capitán del ejército peruano que debe satisfacer las necesidades carnales de su tropa, confinada ésta en la Amazonia. Para ello contrata los servicios de un grupo de prostitutas, las visitadoras, entre las que estará Olga Arellano. Si bien es cierto que, aun en las situaciones más extremas, el sexo aparece en un primer plano, con la aparición de Olga hay otro componente que mueve la novela: el erotismo. Es decir, el despliegue de una serie de gestos, de actitudes, de conductas que despiertan el deseo en el amante gracias a una de las armas más potentes del ser humano: la imaginación. «El erotismo es una manifestación de civilización; no existe en pueblos primitivos», dijo Vargas Llosa al respecto. Y estoy de acuerdo: el animal primario carece de erotismo porque es un ejercicio intelectual fuerte, exigente y maravilloso.
Hay unos versos de Pepe Hierro que me fascinan. Dicen así: «Yo ya no lloro. / Excepto por aquello que un día / me hizo llorar». Nos viene a decir el maestro que hay un punto en el que el ser humano, cansado ya de la novedad, sin interés en el futuro y con una fuerte dependencia de la memoria, decide que no amará nada que no haya amado ya. Alcanzado ese momento de la vida en que ya no se lee, sino que se relee; allí donde llueve sobre mojado como costumbre; donde la casa nunca está recién pintada, que diría la copla; es en ese punto donde el deseo tiende a rendirse. Por eso me sigue fascinando el modo como Preysler y Vargas Llosa siguen peleando por cada centímetro, pese a que, septuagenaria ella y octogenario él, se diría que pocas ganas de pelea quedan ya. Sin embargo, en su lucha, que algunos tachan de «juvenil», vemos cómo el amor se abre camino en el ocaso, y la pareja siente que el erotismo trabaja, y por ende el motor intelectual que mueve a los humanos, y aparecen los celos, y las reconciliaciones, y la pasión, y la vida, en suma.
Como quiera que las novelas suelen llevar en el sustrato de su esencia los rasgos más primarios de sus autores, no es descabellado pensar que Mario siga guardando un espacio para ese erotismo que no decae. Eso en cuanto a su creación literaria, porque en lo que a su faceta de lector respecta, creo haberle escuchado decir alguna vez que su novela favorita es Madame Bovary, así que quizá allí se halle nuestro autor, como Emma, escapando de una pasión prohibida, sorteando un deseo clandestino, buscando la palabra exacta que defina flaubertianamente ese acto indefinible que consiste en amar, y que muchos lo dejan morir llegada tal o cual década, quizá a los cuarenta o a los cincuenta, quizás por culpa de este desamor o de aquel desengaño, quizás asqueados por la rutina de chaiselongue y Netflix. Pelea, Mario. Sigue peleando por cada centímetro. Como pelean en tus novelas y como pelean los dioses.
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