Otro once de enero, el de 1933, hace hoy justo 90 años, España es “una república de trabajadores de toda clase”, según se define en su Constitución de 1931. Unas elecciones municipales, celebradas el doce de abril de ese mismo año, han tomado unas proporciones imprevistas: los candidatos republicanos han ganado mayoritariamente en las principales ciudades. En el mundo rural, su victoria ha sido menor. Y como reconocerán todos los historiadores venideros —incluidos los hispanistas británicos, autores de la actual historia de aquella etapa y la posterior, según el canon oficial de nuestros días—, los sufragios no se han terminado de contar cuando el rey, Alfonso XIII, dice que no quiere que por su culpa se derrame sangre española y se va. Con todo, la encrucijada que enfrenta un país, que llevó a un continente entero la Historia Universal y en nombre de la Contrarreforma libró guerras de religión donde fue menester, será una de las más sangrientas de su bagaje.
La República de trabajadores, gobernada por una coalición republicano-socialista, tiene una ardua tarea por delante. Pero parece preocupada solamente en asentar su régimen. Por ejemplo la reforma agraria, cuya ley fue aprobada el nueve de septiembre de 1932 y prevé cuatro tipos de expropiaciones, no ha satisfecho a casi nadie. Desde luego, no lo ha hecho en el campo andaluz.
En la España de 1933, el movimiento obrero, mayoritariamente, es libertario. La Confederación Nacional del Trabajo (CNT), el sindicato anarquista, cuenta con un millón de militantes en una España que tiene alrededor de 24 millones de habitantes. Es todo un misterio la forma en que el anarquismo ha arraigado en el país de la CNT. Pero desde que en 1868 Guiseppe Fanelli arribase a Madrid, enviado por Mijail Bakunin para dar a conocer al proletariado español las ideas de la Internacional, el anarquismo ha arraigado en España como sólo lo ha hecho en la Ucrania de Néstor Majno. Y el misterio es aún mayor teniendo en cuenta que Fanelli sólo hablaba italiano y Anselmo Lorenzo y sus compañeros, aquellos que fueron a escuchar al enviado por el “León de la Internacional” —que llamó Wagner a Bakunin cuando ambos coincidieron en las barricadas de Dresde, enfrentándose a Sajonia y Prusia en mayo de 1849, ¡la Primavera de los Pueblos!— desconocían por completo la lengua de Leopardi. Parece ser que alguno chapurreaba algo de la de Baudelaire y así consiguieron entenderse. En cualquier caso, fue bastante como para que, a partir de entonces, los anarquistas españoles empezasen a llamar “La Idea” a su utopía.
Y La Idea caló tan hondo que, en Andalucía, hubo un tiempo en que los hambrientos se hacían bandoleros o anarquistas.
Los parias andaluces ya no son montaraces; anarquistas, sí. Si cabe, más aún. Las torturas, las leyes de fugas, los fusilamientos —como el de Ferrer Guardia aplaudido por don Miguel de Unamuno—, y la brutal represión con la que se ha intentado atajar su movimiento desde que se empezó a manifestar, han sido inútiles. Y allí en Andalucía, en Casas Viejas (Cádiz) se está desarrollando un drama que tendrá su mejor cronista en Ramon J. Sender.
El Sender de los años 30 es más celebrado como periodista revolucionario: es simpatizante de la CNT, ha participado en algunas de sus acciones, escribe en Solidaridad Obrera —el órgano del sindicato— y la que será su primera mujer, la pianista Amparo Barayón, es militante confederal. El novelista, que también es ya nuestro escritor, ha dado a la estampa ficciones tan apegadas a la realidad, y a su inquietud anarquista, como elocuentes al respecto son sus títulos: Orden Público (1931), El verbo se hizo sexo (1931), Siete domingos rojos (1932)… Sender —sostiene la erudición— conocerá dos décadas de gloria: la de los años 30 y la de los 70. De esta segunda, yo mismo puedo dar fe mediante el recuerdo de la avidez con la que se leía La tesis de Nancy (1962), en la edición argentina de Losada, aún prohibido en España once o doce años después de su publicación. Más aún, en el 69, el escritor había ganado el Planeta con En la vida de Ignacio Morel. No lo pudo recoger, aunque, según manifestó tras la noticia, hubiera representado para él “una inmensa alegría poder volver a respirar el aire de España”. La gala debió de ser brillante. Cuenta uno de sus cronistas —Carlos de Arce—, que la recepción ofrecida al jurado, en el salón Virgen de Montserrat del Palacio de la Diputación de Barcelona, fue amenizada con una actuación de la maravillosa Sandie Shaw, quien volvió a cantar descalza una vez más.
Lo triste fue que Sender no regresó a España hasta que, en 1974, ya en el tardofranquismo, se levantó la prohibición a todos sus libros. Si bien Crónica del Alba, cuya edición príncipe está fechada en el Méjico de 1942, ya conoció una edición española en 1965. Naturalmente, la España que encontró a su regreso no tenía nada que ver con el país que él dejó. El retorno debió de ser tan doloroso como la partida. El exilio sólo duele a quienes aman al solar patrio. Y él, como se desprende de sus declaraciones tras el Planeta y de que ni siquiera esperase a que muriese Franco para volver, amó a España por encima de la barbarie y la miseria de su política.
El Sender de los años 30, el que en estas líneas viene al caso, en esencia, es como será el personaje de José Garcés, el protagonista de Crónica del alba, cuando abrumado por la nostalgia del solar natal, conciba al enamorado de Valentina en eso que ahora se llama un ejercicio de autoficción. El Sender que hoy nos ocupa, siendo como es uno de los periodistas revolucionarios más leídos, sabrá estar a la altura de las circunstancias convirtiéndose en el mejor cronista de la Masacre de Casas Viejas. Incluso será testigo de los últimos estertores de los anarquistas. Sus reportajes se citarán frecuentemente en los debates parlamentarios que sucederán a los “tiros a la barriga” que argüirán les fueron ordenados disparar los ejecutores de la matanza.
Toda esa retórica de los trabajadores para los ácratas no cuenta. Para ellos la política y la religión son lo mismo. La República es burguesa y desde 1932 vienen protagonizando levantamientos contra ella. Cuando queman las iglesias, para los libertarios “antros de superstición”, la República mira para otro lado. El anticlericalismo del republicanismo español se hace notar: la letra que ha puesto el pueblo al Himno de Riego habla de la paliza que van a dar a los curas. Y así será cuando, ya en la guerra, se mate aquí a más religiosos que en la Revolución Francesa e incluso la Soviética. De momento, la República de los trabajadores hace la vista gorda cuando los anarquistas, que no quieren “ni dios ni amo” queman las iglesias. Ahora bien, cuando proclaman el comunismo libertario, la República de trabajadores de toda clase, les reprime con la misma saña que la monarquía.
Sender ya ha perdido todas las esperanzas que algún día pudo tener en ella cuando en 1932, Juan García Oliver, junto con Buenaventura Durruti y Francisco Ascaso, uno de los anarquistas españoles más respetados por sus compañeros, miembro de la Federación Anarquista Ibérica (FAI), amén de delegado de la CNT, viene impulsando lo que en La Idea conocen como la “gimnasia revolucionaria”. Es decir, promover levantamientos como los que se han visto en Cataluña, Andalucía, Levante, Aragón y La Rioja, que impidan la consolidación de la República, para ellos burguesa. Raramente van más allá de medidas administrativas, sin que corra la sangre. Hasta que la República de los trabajadores aplaca estas rebeliones con la misma contundencia con la que el orden establecido ataja siempre cualquier intento de desestabilización. Los muertos, que los suele haber, corren por cuenta de los ácratas, que vuelven a huir al monte para escapar a la represión.
En enero del 33, la mayoría de los jornaleros de Casas Viejas están parados y militan en la CNT. El día diez, la asamblea local decide sumarse a un nuevo movimiento insurreccional, que se imagina va a ser definitivo y nacional. Los confederales van a hablar con el alcalde para que el comandante de la Guardia Civil rinda el puesto. Ni que decir tiene que la Guardia Civil se niega. Se escuchan los primeros disparos y dos números del cuerpo resultan heridos. Por el momento, la cosa queda así.
Con el alba del once —tal día como hoy—, los guardias permanecen sitiados en su casa cuartel. Pero los cenetistas han dejado de hostigarles. Se dedican a poner en marcha su utopía. Se han cortado las comunicaciones telefónicas y la carretera, mientras la asamblea se afana en dar con el modo de colectivizar las tierras del ex Duque de Medinaceli —la República ha abolido los títulos nobiliarios—, pero aún no han acabado de dar con el procedimiento cuando, ya en la tarde, llega un nuevo contingente de guardias civiles y guardias de asalto. Estos últimos serán los primeros que abrirán fuego indiscriminadamente pese a que los campesinos, comprendiendo que, una vez más, su intento ha sido en vano, comienzan a retirarse a sus casas. Nadie se les ha unido en el resto del país.
Todos se van. Menos Francisco Cruz Rodríguez, un militante confederal, destacado delegado en la asamblea, conocido por el sobrenombre de Seisdedos. Él y otros catorce familiares y compañeros del sindicato, deciden resistir en su choza. Así las cosas, para evitar que huyan amparados en las sombras de la noche, la guardia de asalto rocía el chamizo con gasolina y le prende fuego. No se perdona a nadie, mujeres y ancianos, todos mueren igual: carbonizados. Sólo se salva María Silva Cruz, La Libertaria que se había paseado con la bandera roja y negra por el pueblo proclamando el comunismo libertario y la emancipación. Se dice que su suerte se debe a que sale con un niño en brazos. Otras fuentes sostienen que fue por haberse parapetado tras un burro que cayó abatido por los disparos de los guardias. Lo cierto es que allí se mata incluso a muchos de los que se entregan desarmados. Se fusila a los campesinos, aún sin haber tenido ninguna participación en los hechos, ante la choza humeante y los cadáveres carbonizados de sus compañeros. Todo un ‘momento estelar’ de la represión republicana al movimiento libertario que acabó con la vida de 26 anarquistas.
Sender, enviado por La Libertad, llegará al pueblo el 19 de enero. Le acompaña otra pluma ácrata, el periodista confederal Eduardo de Guzmán, enviado por La tierra. El 20 aparece la primera crónica y así, sucesivamente, hasta el día 29, publicará nueve más. De modo que su momento estelar se prolongará durante diez jornadas. En efecto, hubiera sido mucho mejor que nunca se hubiera llegado a producir. Pero como ha sido, publicadas sus crónicas, unirá a ellas algunos reportajes y otros trabajos de campo, nunca mejor dicho. Entre todos conformarán Viaje a la aldea del crimen (1934), su mejor libro de artículos a decir de la erudición.
Ya en mayo de 1934, cuando el capitán Rojas —quien estuvo al mando de la compañía de guardias de asalto que perpetró la matanza—, fue llevado a juicio en Cádiz como responsable de la masacre, el oficial argumentó que Manuel Azaña, presidente del Gabinete cuando el crimen, le ordenó que ni heridos ni prisioneros: “tiros a la barriga”. El comandante Bartolomé Barba Hernández corroboró su declaración.
Las primeras dudas sobre la versión oficial fueron las publicadas por Sender. Azaña fue exonerado. Pero son muchos los que, incluso ahora, 90 años después, siguen creyendo que la orden de aquella carnicería la dio él. Así se escribe la historia.
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