Teatro Romea. Madrid, noviembre de 1915. La Argentinita, más célebre por sus imitaciones que por sus bailes, en las que demuestra, escribió El Imparcial, “su exquisito espíritu observador”, parodia «El matrimonio», un cuplé popularizado por Raquel Meller, diva absoluta del momento. La española más famosa del mundo.
Curtida en los peores ambientes antes del estrellato, dice la leyenda que nació en un pueblo de Zaragoza en 1888. De familia humilde, vivió en Francia al cuidado de una tía monja y fue modistilla en el Poble Sec, para acabar girando de cupletista por antros de dudosa reputación, donde a las artistas se les exigía algo más que cantar.
La Bella Raquel, su primer nombre artístico, empezó a triunfar en 1911 con La violetera y El relicario. Pronto la Meller (dicen que adoptó el apellido de un antiguo amor alemán, suponemos que rubio como la cerveza), debutó en el Olympia de París y empezó a recorrer los mejores escenarios de Europa, Hispanoamérica y Estados Unidos.
Cuentan las crónicas que Alfonso XIII, aficionado a las cantantes, la invitó un día al Palacio Real: “El mismo trecho hay del teatro al palacio que del palacio al teatro; si quiere verme, que venga”, contestó. Poco después la egregia figura hizo presencia en un palco, acompañado por la reina, Victoria Eugenia.
El relicario era su número estrella. La orquesta tocaba bajito y ella salía de entre la oscuridad, con un único foco iluminándola, de luto y mantilla. Una imagen icónica, copiada posteriormente por Sara Montiel o Carmen Sevilla, que se convertiría en la portada de la revista Time del 26 de abril de 1926. La publicación reseñaba una de sus actuaciones en el teatro Empire de Nueva York, donde el telón se levantó 26 veces ante la insistencia de un público entre el que se encontraba Cecil B. DeMille, Rodolfo Valentino o Charles Chaplin. Cantó trece canciones, todas en español. La revista diría que sus manos eran como rostros, por la expresividad trágica de sus movimientos.
Por entonces ya era una diva mundial. Del teatro había saltado al cine mudo con Violetas imperiales (1923) o Carmen (1926). Llegó a cobrar más que Gardel y Maurice Chevalier, las dos grandes estrellas internacionales de la época, y en su casa de París conservaba obras de Renoir, Rodin, Matisse, Toulouse-Lautrec o Picasso, y hasta un piano que fue de Mozart.
Escribió Cansinos Assens que transmitía la verdad absoluta que existe en la canción popular, y por ello fue admirada, además de por el gran público, por personajes de la talla de Manuel Machado, Santiago Rusiñol, Sarah Bernhardt, Vicente Blasco Ibáñez, Aldous Huxley, Benito Pérez Galdós o Jacinto Benavente. Julio Romero de Torres la retrató, al igual que Sorolla, que tuvo la desgracia de enamorarse de ella.
Chaplin llegó a ofrecerle varios papeles protagonistas, que no llegaron a concretarse por desinterés de la diva, pero la fascinación del inglés por la aragonesa acabó por introducir La violetera en la famosa escena de Luces de ciudad donde Charlot se encuentra con la vendedora de flores.
La guerra marcó el inicio de su ocaso. Dilapidó su enorme fortuna (parte fue requisada por los nazis), a la vez que iba abandonándola la fama. Se dice que hizo voto de pobreza y hasta que se la vio mendigando. Volvió alguna vez a los escenarios, sin el éxito de antaño. Ante la pregunta de un gacetillero sobre si su regreso a las tablas podría empañar su prestigio, contestó: “No. Por poco que haga, hago más que las demás”. Murió en 1962. A su entierro en Montjuic acudieron miles de admiradores.
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