“Vivían y me hablaban», dice uno de los bibliófilos de la adaptación de Fahrenheit 451 llevada al cine por François Truffaut en 1966, y se dispone a ser quemado junto a sus libros. Suele creerse que esta conmovedora despedida obra en el original literario de Ray Bradbury. Sin embargo, es una cita que el gran Truffaut extrajo de uno de sus textos favoritos, Los libros de mi vida, un recuento de sus lecturas copilado en 1952 por Henry Miller. Pero a buen seguro que Bradbury hubiera suscrito esas palabras.
Fue un día triste aquel cinco de junio de 2012 por el óbito. Pero también jubiloso, un momento estelar, porque la obra del gran Bradbury pasó a ser patrimonio de la humanidad entera, un orgullo de toda la especie. La Unesco debería concederle la distinción —con independencia de los derechos de autor que sus páginas aún puedan generar, por supuesto—, aunque Peter Boxall y José Carlos Mainer se olvidasen de incluir Fahrenheit 451 (1953) en sus 1001 libros que hay que leer antes de morir (Grijalbo, 2006). Y eso que incluso José María Valverde, tan poco dado a dar noticia de los autores de género en sus alusiones, sí lo referencia en su edición de 1986 de Historia de la literatura universal.
Ray Bradbury vivía y nos hablaba a través de sus libros. Distópico, como lo fueron todos los utopistas que conoció el amado siglo XX: el Yevgueni Zamiatin de Nosotros (1920), el Aldous Huxley de Un mundo feliz (1932), el George Orwell de 1984 (1948)…; distópico y negativo, como lo fueron todos los utopistas después de que los comunistas se encargasen de convertir el viejo sueño de la sociedad fraterna en uno de los estados más perversos y sanguinarios que haya visto el planeta: esa bota de Orwell pisando un rostro humano. Distópico, negativo y siempre en nuestros corazones, el fallecimiento del gran Ray no fue una muerte sin más. Fue la comunión con el Universo de uno de los autores que más lo había imaginado.
En contra de lo que suele considerarse, la ciencia ficción es un género muy apegado a la realidad de cuando se conciben sus asuntos. He ahí otra paradoja. El gran Ray Bradbury, con esos bomberos de Fahrenheit 451 que quemaban los libros, anticipó hace más de 60 años una estampa que cada vez se asemeja más a otra de nuestros días: la de los aprendices de caudillo estalinista prestos a perseguir las ediciones. En su distopía, él, que siempre supo que los libros valen infinitamente más de lo que cuestan, hubiese sido uno de aquellos bibliófilos que se aprendían de memoria una obra para legar su contenido a las generaciones venideras.
¿Y en Crónicas marcianas, esa space opera en la que, en 27 relatos, publicados en revistas pulp entre 1946 y 1950, imaginó la colonización de Marte por parte de los terrícolas entre 1999 y 2026? ¿Quién hubiera sido Ray Bradbury en aquella entrega?
Yo, que le escuchaba (leía) con placer, cuando vivía y me hablaba a través de sus páginas, quiero imaginarle a bordo de una sonda espacial, como Johnny B. Goode —la canción del gran Chuck Berry de 1958— viajando a la búsqueda de otras formas de vida inteligente en las dos primeras Voyager. Si señor, el gran Ray, un día como hoy fue a perderse en el cosmos. Su discurso en esa sonda versará sobre el pacifismo, el entendimiento, el ecologismo y el resto de las grandezas que sucedieron en el ideal humano a la Segunda Guerra Mundial. El verano del cohete, la primera crónica, fue escrita en 1948 y publicada en 1949.
Nadie mejor que Bradbury —su memoria, su espíritu—, que imaginó el punto de vista de los extraterrestres en varias de aquellas piezas —Los hombres de la Tierra, El contribuyente, Tercera expedición…— para una primera toma de contacto con los seres de otros mundos.
Según aventuró el maestro, nuestros primeros congéneres deberían haberse asentado en Marte en el año 2001. Seguro que hay que ahondar más en este dato de que 2001 fuera el año elegido por Arthur C. Clarke y Stanley Kubrick para su odisea en el espacio. Pero no divaguemos. Quedémonos con lo apuntado por Eugenio Sánchez Andrade en Las 100 mejores novelas de CF del siglo XX (La Factoría de Ideas 2001): “El Marte de Ray Bradbury está aderezado con paisajes de una emotividad intensa, casi rayana en la sensiblería, pero de una fuerza evocadora sin precedentes. Bradbury elude en sus Crónicas marcianas cualquier tipo de contacto con la tecnología, centrándose únicamente en el aspecto más humano de la colonización a lo largo de cuentos variados y breves. Esta circunstancia, la ausencia de elementos tecnológicos al uso, ha propiciado que la obra, en su conjunto, no tenga fecha de caducidad”.
Resulta toda una ironía del destino que Bradbury, que siempre leyó con la avidez del biblioencandilado y como el autodidacta que fue anteponía las bibliotecas a los colegios y las universidades, iniciara hoy hace doce años su último viaje interplanetario. Bien es cierto que Aristóteles no abrió un libro en su vida. Cuanto leyó estaba en una tablilla más semejante a las tabletas de nuestros infaustos días que a los textos del amado siglo XX. Pero ese afán de saber del filósofo no existe en nuestro tiempo.
Ahora se queman los libros —léase “roban en Internet”— como se maltrata a los maestros en las escuelas: porque no se les respeta. Y cuando se exhorta a olvidar las crisis con las alegrías que depare el fútbol, cabe suponer que ahora también se queman los libros porque hacen pensar y quien piensa es mucho menos feliz que quien enloquece con los goles.
Fahrenheit cuatrocientos cincuenta y uno no solo es una distopía referida al tiempo en que se escribió y el contexto de la caza de brujas sino que, como toda obra clásica, tiene perfecta vigencia en nuestros días cuando la inteligencia artificial parece hacer innecesaria la lectura, la mera información, puesto que ya tenemos a alguien o a algo que hace el trabajo por nosotros y en esta ocasión, supuestamente, sin sesgo ideológico…