Esta historia la narra Yorick, un hombre a quien su padre bautizó como al bufón y amigo de Hamlet, aquel cuyo cráneo sostiene el príncipe danés en el quinto acto de la obra de Shakespeare. El Yorick de Loriga ha sobrevivido a un tumor cerebral que le paralizó la parte derecha del cuerpo. De vuelta desde el mundo de los casi muertos, convoca, como el personaje original, la tragedia y la comedia. Su única secuela, sin embargo, permanece invisible a los ojos del resto: camina, habla, lee, observa, pero le falta algo. Este editor de libros ilustrados se mueve como aquel Sebastián que duda en la pista de baile de Ya solo habla de amor (Alfaguara, 2008).
Para evitar la muerte de este hombre inexplicable y misterioso —es imposible no sentirse imantado por Luiz—, Yorick, nuestro héroe titubeante, lleva de la mano al lector por los paseos más descabellados y hermosos a través de las calles de Lisboa. Despliega los circunloquios y rodeos de un derrotado militante, de un obcecado jardinero que guarda los sentimientos que crecen al margen de lo que la vida tiene deparado para ellos. La necesidad de Yorick por cuidar ese vergel de sus propios afectos es independiente de las inclemencias. Es una especie de Cándido de Voltaire, en el mejor de sus mundos posibles
LEONES EN LA CABEZA
Lo milagroso, como en todo lo que escribe Loriga, es que ocurre sin derramar una gota de cursilería. No se excede. Nada sobra, ni siquiera Alma: esa ilustradora que traza el triángulo —a todas luces escaleno— entre los personajes de esta historia crepuscular, tanto como la vida o el verano. No es una novela sobre el amor homosexual, ni siquiera sobre la amistad o la compasión, tampoco sobre la muerte, aunque sobrevuele todo el tiempo. Es una novela sobre el hecho de sentirse seguro y sobre el desamparo que supone ya no querer ni ser querido. Es, también, una novela sobre la búsqueda y el encuentro con alguien, acaso del propio Yorick consigo mismo. Él es un pesquisidor que acaba por reclutar al lector en su viaje hacia ninguna parte.
Cualquier verano es un final es una novela masculina en su sentido medular: está hecha de esa belleza quebradiza de El licenciado Vidriera, de Miguel de Cervantes. Podría ser un atributo universal, y lo es, pero está contado con rodeos poco efusivos y extravagancias hilarantes, con esa prosa rasposa de barba de dos días, esa voz de bourbon que no abandona a Loriga y que domina cada vez mejor con el paso de los años. En un panorama donde abunda la prosa intimista femenina —escrita por hombres y mujeres— fruto de una cierta impostación, este libro es una estepa espiritual preciosa en su dureza. Son los vidrios rotos del hombre escrito en el Siglo de Oro, aquel que tenía miedo de quebrarse en pedazos. No hay nada más honesto que algo roto y este libro lo es.
Tiene veneno y belleza que Loriga haya elegido Portugal para esta historia: el halo melancólico de Chiado o el Barrio Alto queda desactivado en la risa y en ocasiones repotenciado en la belleza desconcertante de lo que ocurre (las botellas de vino sin alcohol, por ejemplo). Sus razones autobiográficas, por supuesto, habrá. Todas las que desee Loriga. ¡Faltaba más! Son las mismas que tendríamos los que nos ahogamos en la página en blanco de nuestro escritorio o en las impresas de los libros escritos por otros que devoramos como si no hubiese mañana. Ray Loriga ha sufrido una enfermedad gravísima y ahí está: deslumbrante, hermoso en sus cicatrices y sus tatuajes desteñidos, más escritor que nunca.
Leo a Ray Loriga desde que tengo uso de razón. He envejecido leyéndolo, como él ha hecho lo propio escribiendo. Ha sido un Virgilio. Con él he cruzado desiertos, destierros y desalojos. Me pasa con sus libros lo que a Yorick cuando duerme junto a Luiz en esta novela. «Soñar a su lado era como tener leones en la cabeza. Leones dormidos, pero leones al fin y al cabo». En esa metáfora perfecta Loriga describe la ficción del otro que pergeñamos en nuestra cabeza al amar. Blasona literatura. Se doctora como narrador y conocedor de la fragilidad del alma humana.
EL ESCRITOR
Irrumpió con Héroes y Lo peor de todo. En días de Generación X, Loriga se abrió paso con la furia de los melancólicos, cuando lo primero que tienen es puro genio y pura rabia. Así recuerdo a Ray Loriga: con esa prosa anglosajona e infalible. También recuerdo sus retratos de cejas siempre furiosas, las mandíbulas apretadas y una constelación de tatuajes cubiertos por chupas de cuero.
El Ray Loriga de los noventa se movía como el Jack Kerouac que salió del Upper East Side para apuntarse en la marina: un tipo duro al que ya lo perseguía el sambenito del eterno joven escritor. Pero Loriga, como el poeta al que admiraba, aprendió a entender, acaso por mucho andar en la carretera y tras irse de gira él también con Allen Ginsberg, que se puede estar hasta las narices.
Como Kerouac, Loriga se cansó de los mamarrachos. Buscó, libro a libro, ser un escritor respetable. Publicó Días extraños (1994), Caídos del cielo (1995) y Tokio ya no nos quiere (1999). También sus más hermosas novelas: Trífero (2000), el laboratorio de lo que estaba por llegar. A partir de esa época surgen las obras que aprendimos a amar los que nos hicimos mayores y cruzamos desiertos leyéndolas. Es ahí de donde surge el estambre de intemperie y pérdida de donde proviene la hebra de Los oficiales y El destino de Cordelia y que acabó manifestándose en Rendición, con la que ganó el Alfaguara.
Ray Loriga se lo ha ganado a pulso. Ya no digo lo de ser un escritor respetable, porque eso falsea lo que en verdad es: un escritor definitivo. Un Escritor. Así: con mayúscula. Loriga es la síntesis de las muchas versiones de sí mismo que ha sido y de todos los maestros a los que admira y conoce al dedillo: a Beckett, a Mark Twain, a Conrad, pero también a George Orwell, y a Thomas Bernhard, y a Kafka, y a Walser. Así desembarca de nuevo Loriga en la vida, con el viento en el rostro, cruzando una vez más la línea de sombra de sí mismo.
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