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Reales alcancías de collares

Juan Cano Ballesta, nacido en un pequeño pueblo de la Huerta de Murcia llamado Rincón de Beniscornia, con lo que debió de compartir en sus años mozos, antes de marcharse a Alemania y luego a los Estados Unidos como profesor, muchas de las experiencias de ese otro personaje, tan arraigado en su tierra levantina, a los huertos de naranjos y limoneros, como fue el oriolano Miguel Hernández, es uno de los hispanistas más prestigiosos, queridos y respetados en todo el mundo.

En los años sesenta, contra viento y marea, Cano Ballesta, desafiando a las fuerzas vivas del franquismo, a la ignorancia y a la férrea censura de aquellos tiempos oscuros, tuvo el atrevimiento y la osadía de escribir y publicar algunos estudios, considerados hoy como pioneros y aún no superados del todo, sobre el autor de Perito en lunas, libro aparecido, por cierto, en la imprenta del diario La Verdad de Murcia.

"Quizá el pasaje más significativo y esclarecedor es aquel en el que Cano Ballesta alude a la presencia de la denominada Escuela de Vallecas en el mundo hernandiano"

En esta ocasión, el reputado hispanista aborda uno de los asuntos aún pendientes a estas alturas, relacionados con Hernández y su incesante búsqueda, como se deja patente en estas brillantes páginas —escritas, dicho sea de paso, con una prosa de muchos quilates—, de la colaboración de pintores y artistas que ilustraran aquellas poesías que iba escribiendo sobre las experiencias vividas a cada paso, que fueron, a pesar de su corta vida, muchas e intensas.

De hecho, el poeta de Orihuela, ya en diciembre de 1934, recién llegado a Madrid, le confesaba al artista manchego Benjamín Palencia que había escrito una nueva colección de sonetos a tono con la estética de su pintura. En esa misiva Hernández, con su típico fervor e ímpetu, le dejaba bien patente que necesitaba “de pura necesidad tu colaboración. Y de puro orgullo también”.

La relación de Miguel Hernández con la pintura y con los artistas de su tiempo no fue ni casual ni producto de las circunstancias. Quizá el pasaje de la obra que aquí se reseña más significativo y esclarecedor al respecto es aquel en el que Cano Ballesta alude a la presencia de la denominada Escuela de Vallecas en el mundo hernandiano. Y asegura que fue ese el instante en el que descubre, gracias a este grupo de privilegiados amigos de notable originalidad e inteligencia, “el valor estético de ese mundo rústico y esos paisajes campestres”. Tanto es así que el impacto, el cariño y la admiración mutuas con Alberto Sánchez llega a percibirse en la famosa “Elegía” a Ramón Sijé.

"El autor de estas espléndidas y luminosas páginas va a los hechos y, con un didactismo propio de los grandes maestros, atina a señalar determinados poemas"

Pero al margen del feliz contacto establecido con pintores como Alberto Sánchez y Benjamín Palencia, Cano Ballesta no pasa por alto la presencia en la vida de Miguel Hernández de una artista tan singular como Maruja Mallo. No es demasiado explícito porque hay biografías, como la de José Luis Ferris, una de las más completas de los últimos lustros, que se refieren a este mismo asunto por extenso. Hernández conoce a la pintora gallega en la tertulia que Pablo Neruda solía reunir en su residencia, en su “Casa de las Flores”. Cano Ballesta no es demasiado explícito, porque no es el lugar ni el momento para ello, pero sí muy sugerente y sutil cuando asegura que, en uno de esos paseos por las afueras de Madrid, en pleno campo, “llegó a su máxima intensidad la relación con el poeta Miguel Hernández, según la misma pintora cuenta”. En definitiva, una aventura intensa y apasionada, “de gran impacto vital y artístico para el hombre y el poeta, que escribe algunos sonetos que son fruto directo de esta experiencia”.

El autor de estas espléndidas y luminosas páginas va a los hechos y, con un didactismo propio de los grandes maestros, atina a señalar determinados poemas, como el titulado “La granada”, de Perito en lunas, donde se aprecia, para sorpresa del lector, esa imagen de perfecto bodegón de encendidos colores, de aglomerados rojos, de reales alcancías de collares.

"No menos entrañable es aquel otro pasaje en el que Cano Ballesta, unos años después, cuando era ya un profesor hecho y derecho, un auténtico referente internacional, visita a la viuda de Miguel Hernández"

Otro de los asuntos en los que se pone mayor atención se refiere a Miguel Hernández y el Guernica, el famoso cuadro de Picasso que anduvo por París, en la Exposición Universal, durante aquel tiempo. Es bien sabido que el oriolano abogaba por poner las artes, en cualquiera de sus diferentes manifestaciones, al servicio del pueblo en guerra, con lo que no es de extrañar su denuncia inmediata de la frivolidad de ciertos artistas excéntricos que se evaden de la realidad saliéndose por la tangente. O dicho mucho más claramente: vanguardistas y cubistas que miran para otro lado en tanto que en España se libra una guerra cruel y sangrienta. El Guernica, pues, es uno de esos cuadros controvertidos que se convierte en el centro de muchas miradas. Y Hernández no nos escamotea su opinión: “Los pintores de hoy temen a la pintura, la rehúyen. Picasso es un ejemplo”.

Cano Ballesta, al margen de los libros que ha tenido que consultar para la redacción de una obra que, después de todo, posee un inequívoco componente científico, con atención especial a un buen número de cartas que Hernández recibió y envió a sus amigos, nos regala, con gran generosidad, su experiencia personal; algo que resulta muy entrañable y que le confiere a su libro un carácter de calidez intimista. Se aprecia cuando, por ejemplo, nos relata, con toda suerte de detalles, su encuentro con un amigo y protector de Hernández, José María de Cossío. Fue en la tertulia del Café Lion de Madrid, durante un día del verano de 1969, cuando el ilustre profesor era por entonces un destacado becario de la Universidad de Yale. Cossío, el señor de los toros, conocía bien la faceta ingenua, rústica y tosca del “cabrero poeta” por el largo trato que tuvo con él cuando el oriolano colaboró en su enciclopedia: “El ilustre vallisoletano —asevera Cano Ballesta— mantenía por lo visto muy grabada en su mente la imagen del cabrero poeta recién llegado a Madrid en toda su tosquedad e inocencia cuando éste aún no se había acostumbrado al roce con los artistas y escritores madrileños”.

"La obra, editada de manera muy sencilla, con las finas acuarelas de Carlos Santamaría y los espléndidos cuadros de Antonio José García Cano, bien hubiera merecido una edición de mayor realce y lujo"

No menos entrañable es aquel otro pasaje en el que Cano Ballesta, unos años después, cuando era ya un profesor hecho y derecho, un auténtico referente internacional, visita a la viuda de Miguel Hernández. Fue en agosto de 1985. Josefina Manresa, con paciencia, como si tuviera todo el tiempo del mundo, le iba trayendo de sus archivos personales, “con cuentagotas y en viejas cajas de zapatos”, documentos verdaderamente únicos. Fue ahí, justamente, en uno de esos papeles, en donde el hispanista murciano encontró ese comentario en el que se aludía a Picasso en relación con la pintura.

La obra, editada de manera muy sencilla, con las finas acuarelas de Carlos Santamaría y los espléndidos cuadros de Antonio José García Cano, bien hubiera merecido una edición de mayor realce y lujo. En todo caso, el resultado hubiera sido el mismo, con esa prosa modélica en donde se adivina la contenida emoción del autor que, con su trabajo, deja claro que sobre los clásicos, como Miguel Hernández, nunca está dicha del todo la última palabra.

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Autor: Juan Cano Ballesta. Título: Miguel Hernández: el poeta y los pintores. Editorial: Ediciones de la Torre. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.

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