La nueva Rebecca de Netflix se enfrenta a una sombra igual de alargada que la que persigue la protagonista, la sufrida heroína encarnada por Lily James. ¿Nueva adaptación de la célebre novela de Daphne du Maurier, remake de la primera obra maestra de Alfred Hitchcock en territorio americano…? La película de Ben Wheatley, un director hasta cierto punto inesperado (sobre todo por el tono que adopta la obra) es en efecto una película en territorio esquivo y perseguida por grandes fantasmas, pero también por una serie de lugares comunes que se presentan a la hora de valorar no tanto sus virtudes o defectos sino su propia recepción, la misma necesidad de explicar su existencia (esto es, ¿hacía falta un remake de Rebecca?).
Lo cierto es que esa cuestión, esquiva y puñetera, es mucho menos entretenida de responder que otra. ¿Qué función cumple la nueva versión de Rebecca? Lo cierto es que la protagonizada por Lily James y Armie Hammer potencia el folletín dramático por encima de los aspectos góticos y terroríficos del relato, una orientación legítima que sirve a Wheatley para distanciarse del maestro del suspense, y una fórmula presente en el relato original, que Hitchcock se llevó a su territorio potenciando los aspectos góticos y terroríficos del mismo.
En cierto modo, la película sigue siendo un melodrama romántico vestido de historia de fantasmas (Rebecca sigue controlando la vida de todos desde el Más Allá) pero, sobre todo, de película de etiqueta inglesa de la productora Working Title, responsable de la nueva versión. Pese a la presencia tras las cámaras de Ben Wheatley, niño malo del fantástico británico con títulos como High Rise, Kill List o Turistas en su haber, la nueva Rebecca parece una obra más cercana a los intereses de un Joe Wright o cualquier artesano de las películas británicas de época al rebufo de los iconos de James Ivory. Dicho de otro modo, la nueva Rebecca es más un folletín de amoríos británico con un fuerte componente de thriller psicológico que una variación del relato fantasmal desde los márgenes como, por ejemplo, el visto en Suspense, de Jack Clayton, pero en ningún caso una pesadilla victoriana de aliento fantástico.
Donde la película definitivamente supone un malgasto energías es en la subversión y revisión de roles masculinos y femeninos que podríamos esperar de una versión de 2020 y estrenada en Netflix. Más bien porque la que tiene estaba ya toda en el relato impreso original de 1938, y desde luego en la película de Hitchcock. Wheatley no se molesta en revisar el material en base a criterios de género contemporáneos, cosa que en realidad agradecemos, pero a la vez no se aprecia ni una chispa de atrevimiento en este sentido al margen de un montaje encabalgado, bebedor de los éxitos de Christopher Nolan. Visualmente la película va sobrada, pero uno esperaría más de la excelente guionista Jane Goldman (Kingsman, La Mujer de Negro) y un director con ciertas ansias de llamar la atención. Afortunadamente, el giro que precipita la película a su tercer acto sigue siendo endiablado y la reubicación de identidades que plantea igual de endiabladas: Rebecca entretiene cómodamente durante dos horas.
Lejos de ser una película terrible, o como se dice también, innecesaria, Rebecca es en cierto modo algo peor, una película intrascendente. Ponerse en los zapatos de Rebecca y llenarlos era una misión difícil, como la segunda Sra. De Winter sufre en sus carnes durante la película. ¿Un legado demasiado grande, o cierta incapacidad de hacerlo relevante para los tiempos que corren? Lo cierto es que tampoco hay que cargar toda esa mochila en los hombros de Rebecca: los estrenos en streaming se multiplican y a la vez se diluyen, y los estrenos en salas se pierden en medio del desinterés general. Rebecca, en el fondo, es la película perfecta para los tiempos que corren.
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