A The Leftovers o la amas o la odias. La serie de HBO adaptaba durante su primera temporada la novela homónima de Tom Perrotta y navegaba libre las dos siguientes, haciendo de la duda, el escepticismo del espectador, su tema central. Su creador, Damon Lindelof, recién aterrizaba de Perdidos y Prometheus, la precuela de Alien, dos incursiones en fenómenos fan que le granjearon todo tipo de animadversiones. La aquí presente jugaba en otra liga, la de serie de televisión por cable (estamos en 2014), pero nos volvió a tomar el pelo de una manera casi suicida para la integridad física del propio Lindelof.
No se molesten en “googlearlo” porque no vale la pena y el mero intento iría en contra a los preceptos que defiende la serie. Aquí, al final y como en la novela, no hay un cierre a lo Encuentros en la Tercera Fase ni una conclusión apocalíptica para explicarnos todo, aunque fuera como mera preparación para el Zeitgeist de ese muro que iba a levantar Trump en 2017 y del que ahora nadie parece acordarse.
Cada temporada de The Leftovers funcionaba un poco con un virtual reboot de la anterior, con un cambio radical de escenario (del nevado suburbio neoyorquino a un sofocante pueblo texano, y de ahí a las llanuras de Australia) que representaba en cierto modo la huida hacia delante de sus protagonistas. También colaboraba a la confusión del espectador que estaba a la espera de algo, porque como les hemos dicho, Lindelof hizo del ateísmo funcional el tema de la serie. The Leftovers jugaba en todo momento con la fe del ser humano convencional, su capacidad de aguante a la hora de soportar tragedias, sumando capas de dolor a una serie prendida sobre alfileres, sustentada por corrientes subterráneas bastante inaccesibles.
El realizador Peter Berg aplicó su potencia visual, y otros artesanos de nivel, como el también actor Keith Gordon, Carl Franklin o el hoy muy valorado Graig Zobel (Mare of Easttwown y la tronchante película La caza, también escrita por Lindelof) ayudaron a envolver un producto visual inusualmente atractivo. La serie nos descubrió a Carrie Coon, una de esas actrices que se han convertido en imprescindibles, y a Ann Dowd como objeto del mayor giro destinado a hacer sentir culpable al espectador de la televisión reciente. Pero sobre todo, al músico Max Richter, que compuso una hermosa melodía de piano y mil variaciones más en tres excelentes bandas sonoras, una por temporada, que nos sumergen en el dolor absoluto.
Dolor, mucho dolor, pero también humor y sensualidad, con una apuesta final hacia un resignado optimismo que supone en sí mismo un desafío. Lindelof, friqui confeso, coqueteó con el thriller y sorprendió con capítulos de metafísico y metafórico espionaje internacional. Para algunos, The Leftovers supuso un verdadero desafío crítico, un sueño imposible que unos pocos años después se va revelando como una serie irrepetible. Un bellísimo y fascinante portal hacia nosotros mismos y el misterio de la personalidad del hombre, un lienzo de la creación y sobre el hecho mismo de existir, un indefinible ensayo sobre la melancolía de la vida y la belleza de la tristeza. Algo, en definitiva, imposible de encajar, pero es que solo por eso ya significa algo.
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