Recuerdo salir del colegio con prisa. Para que no me pillaran los niños cabrones que me puteaban por ser el gordito empollón de clase. Recuerdo salir alegre como un niño. Desgarbado como solo se puede ser cuando te importa un huevo las marcas de ropa de aquellos años 80. Primero porque no te las puedes permitir. Segundo porque tienes en la cabeza otras tonterías que te rondan por allí.
Recuerdo salir del Colegio Público Pablo Sorozabal, pasar entre los edificios de bloques que bordeaban el camino para llegar la calle Libertad, pasando por donde vivía el “Rati” y luego por delante de la casa de apuestas donde la gente echaba con esperanza la quiniela toda la semana. Yo nunca jugaba. El juego era malo y lo sabía porque lo vivía en casa. Podría arruinarte si te dejas atrapar por la adición, así que tiraba hasta la esquina y tomaba la calle Berardo Martín, donde se había ido a vivir Loli, mi compañera de clase.
Recuerdo mirar lo soportales de los bloques de Berardo Martín que llamábamos “Los gemelos” porque eran dos y eran iguales. Ahí bajaba mi hermano con sus amigos a jugar a las chapas, a las cartas y jugar con las chicas. Yo iba de camino hasta la esquina con la calle Barcelona y justo enfrente de donde estaba el quiosco estaba mi casa. Mi madre me esperaba y tenía prisa, que tenía que ir a la academia.
Recuerdo subir la planta que hay que tomar hasta ese primero donde me crie y abría la puerta. Tenía llave. Siempre fui responsable para eso. Mi mamá me esperaba con la leche y las galletas. Yo me iba a coger un tebeo del taco que era mi colección en aquel entonces. Un Mortadelo. Uno de superhéroes. Uno de esos que había leído y releído mil millones de veces. Lo apoyaba en los azulejos blancos de 10×10 de la cocina, y mojaba las galletas de prisa para irme a la academia pronto. Me bebía el tazón de leche y cogía mi carpeta con los apuntes de informática.
Recuerdo cómo me despedía de mi mamá con un “me voy a la academia, mamá”. Cruzarme con algún vecino. Saludar a algún conocido de lejos. No tenía muchos amigos. Eran más bien chicos del barrio. Algunos me llamaban por un mote que no me gustaba nada. Así que los evitaba. Y tomaba la calle Barcelona abajo, pasando por delante del Eco Móstoles, la parada de la Blasa —que es como llamamos en Móstoles a los autobuses de la empresa Blas y CIA— que te llevan a Madrid o por el pueblo hasta la estación de RENFE o el médico en la calle Coronel de Palma. Cruzar otra vez Libertad y meterme en el parque para llegar a una de las aulas de la Academia Rus.
Recuerdo la puerta. Cómo era, de aluminio. Con cristales. Y entrar en la sala de ordenadores. Dos filas de mesas de madera, una pegada a cada pared de la primera sala. Y como había otra sala al lado con una estructura similar. Unos ocho o diez ordenadores en cada sala. En una los Amstrad con los que había estudiado BASIC cuando era más pequeño. Esta con los PC Compatibles. Que tenían disquetera de 5 ¼ y en los que se podía ejecutar un sistema operativo más moderno llamado MS/DOS. Aunque también había otro llamado DR/DOS que era parecido.
Recuerdo la versión de MS/DOS con la que trabajaba. La 3.20. En ella venía el Edlin. Y se podían crear directorios. Y meter ficheros dentro de ellos. Y hasta juegos. Alguno de carreras. Todos en aquella época con monitores en blanco y negro. Eran para trabajar. Eran de mayores. ¿Quién quería colores cuando estabas estudiando cómo funcionaba la ingeniería del software? Cuando estabas estudiando para ser un Programador. O mejor aún, un Analista de Software. De esos que saben hacer los diagramas de flujo usando las reglas verdes. Aquí una alternativa, aquí una recursiva, aquí un contador. Aquí imprimimos por pantalla. Símbolos con los que diseñábamos los programas que luego codificábamos.
Recuerdo cómo mi profesora Beatriz me enseñaba a identar el código en COBOL. A crear las diferentes secciones. A crear los menús. A definir los ficheros de datos que iba a utilizar. A codificar siguiendo las reglas de estilo para hacer que los programas fueran sostenibles con el tiempo. A no programar repitiendo líneas de código, sino a crear subrutinas que se llamaban desde otras partes del código y construir un programa con menos líneas de código y más fácil de leer. Y el tiempo volaba.
Recuerdo que era feliz allí. Que sabía que había muchas cosas que no sabía, pero quería saber. Y que te contaban otros estudiantes. Alguna vez traían una revista que hablaba de programas, de juegos, de modelos de ordenador. Y se me abrían los ojos. Cuando me las dejaban, podía leerme todo. Y a veces quería fotocopiar algún artículo, para conservarlo. Para volver a leerlo. Y se hablaba de los ordenadores conectados. Y que compartían cosas.
Recuerdo que ningún ordenador de los que teníamos allí estaba conectado a otro. Eran servidores independientes. No había red. Cuando queríamos compartir algo lo hacíamos copiando datos de disco a disco. Pero hablábamos de que había servidores que soportaban terminales conectados. Y que te podías conectar a esos servidores desde estaciones de trabajo. Y que esos servidores se conectaban a otros servidores. Y que se podían transferir cosas entre ellos. Como en las películas.
Recuero que hablábamos de Superman III y cómo Richard Pryor robaba mucho dinero robando céntimos de las cuentas bancarias. Hablábamos de qué tipo de datos tendrían las bases de datos para almacenar datos referentes a dinero. Y cómo lo harían en América con los dólares. ¿Cuánto valdría un dólar? ¿Cómo se metería un programa en un servidor para que estuviera ejecutándose siempre? Y discutíamos cómo lo podíamos hacer.
Recuerdo los fluorescentes. Y que se hacía de noche. Que eran las ocho de la tarde y ya había comenzado a caer el día. Que había que volver. Que era la hora de la cena pronto. Que tenía que cenar por si llegaba el hambre. Y que tenía que comer para que me funcionara la cabeza, que si no luego en los estudios no iba a rendir. Y mi mamá quería que rindiera. Recuerdo volver hablando con algún compañero. O con Beatriz, que era muy maja y me acompañaba de vez en cuando en su ruta de vuelta a casa.
Recuerdo correr el final, para no encontrarme con nadie en los metros finales. Subirme al bordillo del jardín al que sabía que no debía subirme porque ya me había enganchado varias veces el chándal y algún que otro jersey con los alambres de la valla. Subir corriendo a casa. Los escalones de dos en dos. Y abrir la puerta. A ver si podía cenar pronto e irme a la cama lo antes posible.
Recuerdo estar en la cama pensando en mis cosas. Repasando todo lo que quería hacer con el ordenador mañana y no me había dado tiempo hoy. Pensar en los trabajos el cole que tendría que hacer antes de ir al cole. No era mucho, y a mí se me daba de maravilla. No solía traer mucha tarea a casa. Pensar en todo lo aprendido. Y hacerme preguntas.
Recuerdo hacerme muchas preguntas. Había pocos sitios donde conseguir respuestas. La televisión. Lo que venía en las revistas del quiosco. Pero muchas no las podía comprar. Eso sí, lo que venía en las portadas lo ojeaba todo. Hablar con los chicos de la academia. Y preguntar cosas de esas que se suponía que existían. Como esa red en Estados Unidos que iba a conectar el mundo. Que iba a ser como una red internacional. Por todo el mundo… Se podrían conectar todas las personas del mundo a esa red. ¿Cómo sería eso de estar todos conectados en una sola red? ¿Sería bueno? ¿Qué compartiría la gente? ¿Programas? ¿Juegos? ¿Artículos de revistas? Ojalá algún día pueda conectarme a esa red…
Buenos recuerdos. Cuando miras atrás está bien que fuesen tiempos entretenidos y divertidos, dónde todo estaba por hacer. Bueno, como los de ahora O:)