Gran Sol
Martes 21 de enero de 2014
A bordo del Mistral, en los 48º 10’N 007º 38’W
A 2 de octubre del 2012. Martes
Nos acercamos a las islas británicas. Surcamos las grises y agitadas aguas del Celtic Sea y mañana, si no hay novedad, atravesaremos el Canal de San Jorge adentrándonos en otro mar que es un viejo y querido conocido: El Irish Sea. Navegué por él durante unos años a principios de la década pasada, enrolado en buques de las navieras Norse Merchant, P&O y Stena Line. Fueron buenos y viejos tiempos, años que recuerdo con mezcla de felicidad y nostalgia en los que fragüé buenas amistades con compañeros de tripulación españoles —en especial mi gran amigo Isidro, canarión—, rusos y de otros países del Este. También en aquellos años y a bordo de uno de aquellos buques aprendí a tatuar a la antigua usanza marinera, con aguja, hilo, tinta india y mucho pulso.
Paseo la vista por la carta del Almirantazgo que está desplegada sobre la mesa de la derrota y veo impresos en ella nombres de reminiscencias literarias: Haddock Bank, Melville Knoll… y también Gran Sol, el mítico caladero del Atlántico Norte; éste más cargado de leyenda y mito que de literatura. Creo que hay muy poco, si es que algo hay, escrito sobre él. El nombre deriva de Grand Sole, que es como las cartas de navegación francesas —Great Sole en las inglesas— denominan a un extenso banco de fondos placerados muy rico en pesca que se extiende entre los paralelos 48º y 60º norte, al oeste de Irlanda. Desde principios del siglo pasado los pescadores de altura gallegos, vascos y portugueses se aventuran en este duro caladero. Observo la carta náutica extendida ante mí, recorro con la mirada los cantiles , los veriles y las sondas impresas en ella, y recuerdo con nostalgia la inolvidable marea que pasé, hace ya muchos años, en un arrastrero de altura en Gran Sol. Y vienen a mi memoria las palabras de un mariñeiro muy viejo, que con su media sonrisa ladeada en la que asomaban dientes ennegrecidos me dijo una madrugada, entre sorbo y sorbo de su pote de vino tibio y mientras dábamos brutales pantocazos en una mar de mil demonios: «En Gran Sol nunca hay buen tiempo, rapaz. Lo hay menos malo». Y qué razón tenía.
Alzo la vista y miro a través de los portillos del puente de Mistral, carguero de cinco mil toneladas de la Naviera Vizcaína. La Mar está como la recuerdo en Gran Sol, unos cientos de millas al noroeste de aquí: Mar de fondo larga y tendida, olas de viento de unos cuatro metros, mar color pizarra con penachos blancos de espuma arrancados de las crestas de las olas por el viento fresco del noroeste. El gris plomizo de la Mar y el cielo se confunden en el difuso horizonte.
Por nuestra amura hay una pequeña flota de pesqueros con nombres típicos bretones. El AIS los detectó antes que mi ojo y sus pintorescos nombres aparecieron resaltados en rojo en la pantalla del equipo. Los observo a través de los prismáticos con interés. Se pierden de vista tras las grandes olas del noroeste, como si la Mar se los tragara, para volver a reaparecer poco después en la cresta de la siguiente.
Recorro minuciosamente el horizonte en busca de otros buques antes de volver a observar los pesqueros bretones, y mi recuerdo viaja de nuevo atrás en el tiempo, retrocediendo más de una década, y situándose unos cientos de millas al noroeste de donde ahora me encuentro: En Gran Sol.
Aquélla fue mi primera marea allí, en un otoño cada vez más lejano, en un pesquero con nombre de virgen —como tantos otros en la península—; un barco y una marea sobre los que pesa un solemne juramento de silencio, pacto entre compañeros.
Yo había enrolado ya en pesqueros de litoral, pequeños arrastreros que faenaban en la costa levantina. Pero quise probar la pesca de altura, en la que por aquellos años aún se ganaba buen dinero. Y vaya si había que ganárselo. Jamás en la vida me pareció caro el pescado tras aquella marea. Y jamás volví a simpatizar con los pescateros, intermediarios y mercachifles de secano que amasan dinero en las lonjas sin haberse mojado el culo en la vida, a base de teléfono móvil, especulación y poca vergüenza, enriqueciéndose sin escrúpulos con el trabajo y sacrificio de los hombres de la Mar que se juegan la vida —y a veces la pierden— cada marea para llevar el jornal a la mesa de su hogar. De este infame gremio de sanguijuelas y de sus tretas y argucias podría escribir un rato. Y habrá, quizás, algún justo en Sodoma —que me perdone el ocasional pescatero honrado—, pero como tantas otras veces pagan justos por pecadores.
Aquel otoño no me costó encontrar un armador que me aceptara a bordo, y cuando aquel pesquero con nombre de virgen atracó en el pequeño puerto del norte de Galicia en el que tenía su base salté a bordo con el optimismo propio de aquella edad. Se trataba de un arrastrero viejo de unos veintipico metros de eslora, con el nombre repintado en el casco encima de la matrícula británica, su casco de acero cubierto de chorretones de óxido, maltratado por la Mar, la salitre y el tiempo; y lo encontré encantador. Y aún lo recuerdo con ternura, a pesar de los malos tragos —o quizás debido a ellos—, que también los hubo, a aquel pesquero viejo y valiente que desafiaba a la Mar y aguantaba lo que no está escrito.
Pero no es del barco de quien voy a hablar, sino de Gran Sol. Nos hicimos a la Mar una noche de otoño arrumbando al caladero; siguió una semana de travesía en la que el tiempo fue no demasiado malo. Una vez allí comenzó la faena. El recuerdo de aquel mes hace que me sonría de medio lado, memorando en silencio, de cada vez que alguien me menciona tal o cual programa de televisión en el que salen pescadores yanquis pescando cangrejos en no-sé-dónde. Qué bien vende Hollywood. Me río yo, para mis adentros, de los yanquis y su espectáculo cangrejero.
La primera semana hubo mal tiempo; pero faenamos. El pesca dijo dónde y cuándo, y allí calamos el aparejo. Y durante una semana, más o menos, pescamos a pesar del mal tiempo. Una semana en la que estuve permanentemente mojado o húmedo, ya estuviera en cubierta o en el catre, hasta tal punto que llegué a desear más sentirme de nuevo seco y templado que la propia comida. Mientras había pescado en cubierta, todos los hombres trabajábamos en el parque, o abajo en las cámaras, y a menudo se nos juntaba un lance con otro sin tiempo para descansar ni un rato. Recuerdo la sensación irreal de ver salir el Sol cuando ya llevaba unas horas en cubierta, verlo ponerse mucho tiempo después; volver a verlo salir otra vez… y seguir aún con mis compañeros en cubierta, mojado, aterido, cansado. Quince horas de trabajo seguidas, o veinte. O veinticinco. O treinta. O incluso más. Breves paradas para echar un trago y un bocado y vuelta al trabajo. Allí vi a algunos comer literalmente el café a puñados, directamente del tarro, sin agua ni cafetera, para mantenerse en pie. Y luego, tras quizás más de veinte o veinticinco horas de trabajo en cubierta, irnos a descansar un rato. Un par de horas, acaso tres o cuatro si había suerte, antes de que sonara la pitada o el contramaestre o el pesca entraran en el sollado dando voces para sacarnos de los catres. Yo, como los demás, me tumbaba en mi húmeda litera vestido, rendido como estaba, y no me duché más hasta que acabó la marea un mes más tarde y aproamos de nuevo a puerto.
Tras la primera semana de mal tiempo vino otra de tiempo peor, tan malo que no pudimos faenar. Lamentablemente tampoco pudimos descansar. El movimiento del pesquero era tan violento que debíamos atarnos a las literas con correas para no salir despedidos (práctica ésta que fue prohibida tiempo después). Tampoco era posible cocinar, durante esos días comimos frío a diario. El patrón puso proa a la Mar, avante-poca, y capeamos el temporal durante días, otra semana en la que el pesquero más parecía un submarino que un barco, pues casi pasaba más tiempo bajo las olas que sobre ellas.
Cuando pasó lo peor del temporal seguimos pescando, jornadas de veinte o treinta horas de trabajo con descansos de tres o cuatro horas intercalados. Con un frío del diablo, mojados, olas barriendo cubierta, golpes, caídas, sueño, cansancio. Fueron un par de semanas más a ese ritmo, un par de semanas en las que estuve permanentemente mojado, aterido de frío y agotado; con la única visión a mi alrededor de olas enormes y grises, y una sensación de lo más irreal de pérdida absoluta de la noción del tiempo y el espacio. Hasta que finalmente las bodegas estuvieron llenas y pusimos proa a Galicia.
Dimos amarras al mismo puerto del que habíamos zarpado un mes antes. En otras ocasiones se descargaba en puertos irlandeses —Bantry, Cork—. El primer día en tierra me lo pasé roncando en la cama, con la extrañísima sensación de quietud propia de la primera noche en tierra. El segundo día, borracho como una cuba con algunos compañeros. Allí estábamos, bebiendo y alborotando en la taberna; atrás habían quedado las penurias del Gran Sol, y la determinación de no volver a pisar la cubierta de un barco en la puta vida se había diluido en el vino y en el olvido. Sólo quedaba la satisfacción de haber estado allí y haber vuelto con el bolsillo bien lleno.
Fue al atardecer de ese segundo día cuando me sonó el teléfono móvil. Vi el nombre del armador en la pantalla y salí de la taberna para contestar, intentando aparentar sobriedad y compostura. Sin mucho preludio me dijo que yo le había gustado al patrón y que estuviera listo para embarcar esa misma tarde para la siguiente marea, esa vez ya con contrato. Recuerdo que me quedé un rato como alelado, intentando digerir el asunto, hasta que acerté a contestar que aún había vuelto a tierra el día anterior. Si estaba seguro de que me tocaba volver a la Mar ya.
—Esto es así, rapaz. El barco en puerto no me produce dinero y me cuesta un huevo. Se toca tierra para descargar pescado, hacer consumo y provisión, y vuelta a la Mar.
Me tomé apenas medio minuto para intentar pensar en aquello, la mente enturbiada por demasiado vino y orujo, hasta que sonó de nuevo la áspera voz del armador al otro lado del auricular:
—Bueno, ¿qué?
—Pues que no— respondí.
No insistió. Me dijo que guardara su número y le llamara si alguna vez quería volver, y me deseó suerte.
Habría vuelto a embarcarme para Gran Sol si tan solo pudiera tener, al menos, una semanita de descanso entre marea y marea, para gastar algo de dinero y disfrutar un poco de la vida. Porque una marea allá arriba es demoledora, y juro que me asombran los marineros que llevan en Gran Sol toda su vida y que parecen alimentarse exclusivamente de aguardiente de orujo y vino de tetrabrik. No sé cómo diablos aguantan, esos cuerpos enflaquecidos y nerviudos, décadas de Gran Sol. Pero ahí están. Tipos duros de carallo.
Nunca volví a llamarle. La vida me llevó por otros derroteros. Aquella noche salí de la taberna y me fui hasta el muelle con una botella de vino mediada en una mano y una entera de aguardiente en la otra, regalo de despedida para los compañeros. Tras despedirme de ellos me senté en un noray y, entre trago y trago de vino y con el ronroneo de los motores auxiliares del pesquero zumbando, observé los últimos preparativos a bordo antes de salir a la Mar: Cómo los maquinistas desconectaban las mangueras de combustible con las que habían llenado los tanques, cómo el pesca y el contramaestre repasaban los aparejos, cómo el costa —el último en llegar— se despedía de su resignada mujer e hijas en el muelle, cómo el cocinero embarcaba una última partida de cajas de vino y aguardiente, irracionalmente desproporcionada a las provisiones comestibles. Una silueta obscura que no supe reconocer fumaba apoyada en la borda, la brasa se volvía incandescente con cada calada hasta que arrojó la colilla a la Mar. Dos marineros, borrachos como cubas, blasfemaban y discutían a voces por cualquier tontería mientras trabajaban en cubierta.
Mis antiguos compañeros se hacían de nuevo a la Mar tras menos de 48 horas en tierra. Y pensé que era una verdadera pena que funcionara así, que no hubiera una semana, o cinco días, de descanso entre marea y marea. Porque a pesar de la dureza de Gran Sol, uno se sentía bastante satisfecho cuando regresaba a tierra.
Aldebarán se alzaba ya por el Este presagiando la inminente llegada de Orión cuando largaron amarras. Las figuras silenciosas de los marineros cobraron los cabos a bordo antes de desaparecer por la porta que daba al comedor. Tras revirar en la dársena, el patrón dio máquina avante y apenas un minuto después la silueta del pesquero desaparecía al doblar la punta del rompeolas. Me levanté del noray en el que había permanecido sentado y subí a lo alto del espigón. El ronroneo de las máquinas fue ahogado por el sonido de la Mar mucho antes de que perdiera de vista en la noche el farol de popa de aquel pesquero con nombre de virgen, que se adentraba en la inmensidad del océano rumbo al caladero de Gran Sol.
Foto: Arrastrero faenando con marejada. Fotografía de autor desconocido.
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