A poca gente, salvo a los que ya (ni siquiera) peinamos canas, le sonará el nombre de Charles David Ley. Fue, sin embargo, este londinense nacido en 1913 una figura habitual en el paisaje literario español de la alta posguerra. Donde hubiera un escritor nuestro, veterano o alevín, allí, cerca, estaba Ley. Pertenece a la estirpe de hispanistas e hispanófilos enamorados de España. “Inglaterra es mi madre y España mi esposa”, llegó a escribir. Heredero de los “curiosos impertinentes” del ochocientos, sustituyó los tópicos y el deslumbramiento del exotismo peninsular por una mirada atenta, incisiva y fraterna sobre el mundillo de los letraheridos entre los que se movía. Tenía una curiosidad insaciable por las cosas de España, dicho con la etiqueta de Richard Ford, que absorbían todo su interés. Él mismo cuenta la sentencia de Pío Baroja, con quien tuvo una estrecha relación, muy cercana a la amistad íntima. Andaban comentando en la tertulia doméstica de don Pío los graves sucesos europeos de 1945, la marcha de la guerra y sobre todo la implantación de un gobierno comunista en Rumanía. Interpelado Ley acerca de estos asuntos dijo que solo los conocía por las noticias de la prensa española y que no podía opinar nada al respecto. Baroja se sorprendió e hizo una de esas observaciones sentenciosas suyas que retrata a la perfección a nuestro personaje. Refunfuñó Baroja: “Este hombre no sabe nada de los acontecimientos que nos inquietan. En los momentos en que está pasando el mundo se preocupa por la poesía española. ¡Caso raro!”
En este tiempo, y hasta su muerte en 1996, Ley, también poeta y novelista, llevó a cabo una todavía apreciable labor académica y de divulgación. Hizo la tesis doctoral en la Central sobre El gracioso en el teatro de la Península (Siglos XVI-XVII) y en Gran Bretaña otro trabajo académico pionero, Spanish poetry since 1939. Al igual que la tesis, la editorial Revista de Occidente publicó su sugestiva semblanza Shakespeare para españoles y el estudio Garcilaso en el teatro de la Península (siglos XVI-XVII). Difundió varias veces en Gran Bretaña la novísima poesía española y en Santander publicó la antología Poemas para España. Escribió en revistas notables de aquellos años, Cántico o Garcilaso. Como traductor, vertió el Auto da barca do inferno de Gil Vicente a instancias de Dámaso Alonso y la comedia Historia de Cardenio, basada en un episodio del Quijote, atribuida a Shakespeare y John Fletcher.
También, y de manera fortuita, fue memorialista. El editor José Esteban lo ha explicado. En un encuentro en los años 70, Esteban le sugirió que escribiera sus recuerdos españoles y le ofreció publicárselos en su pequeña editorial casera. Así surgió La Costanilla de los diablos, que apareció en 1981. El librito, tan sucinto como jugoso, abarcaba la experiencia madrileña de Ley entre 1943 y 1952. Le gustaría, agrega Ley, hablar en otra ocasión de la vita nuova en esta fase de su vida y en su nuevo destino profesional, Salamanca. Lo cumplió en otro escueto relato, La cueva de Salamanca, que llega hasta su indicada marcha de España. Esta auténtica segunda entrega de los recuerdos seguía inédita, a pesar de su sustancial interés, y ahora el mismo José Esteban apadrina la salida conjunta de ambos tomos bajo un rótulo común, Recuerdos literarios. No podemos por menos que celebrar el rescate.
Charles David Ley fue un testigo, y con frecuencia protagonista, perspicaz de la vida literaria española durante los casi cuatro primeros lustros de la alta posguerra. Sus infatigables andanzas entre escritores y su relación amistosa con muchos de ellos le permitió tratar a una nómina amplísima que abarca todas las promociones activas. De los autores de anteguerra, tuvo estrecha relación, según se ha apuntado, con Baroja, con quien fraguó una familiaridad rara en el carácter huraño del vasco. Se codeó con Dámaso Alonso y visitó a Aleixandre. La relación en Londres con Luis Cernuda arroja datos sobre el estado de ánimo del poeta y sobre sus problemáticos vínculos con España que no pueden ignorar los estudiosos.
Tan estrecha armonía tuvo Ley con la siguiente promoción, la del 36, que se le puede considerar uno más entre sus miembros. Compadreó con Cela, alternó con el enigmático olvidado Luis Landínez, anduvo cerca de Julián Ayesta, Panero, Rosales, Enrique Azcoaga o José Luis Cano. Se relacionó con José Hierro, José Luis Hidalgo y Rafael Morales. Con su íntimo José García Nieto estuvo en el cogollo de la “Juventud creadora”. En fin, compartió horas y afanes con los iconoclastas postistas, con Ory, Chicharro o Sernesi.
También asistió a las primeras manifestaciones de los niños de la guerra. Vio cómo daban sus primeros pasos los jóvenes del medio siglo: Aldecoa, Sánchez Ferlosio, Alfonso Sastre, Caballero Bonald, Medardo Fraile… Y de fuera de nuestras fronteras sirvió de cicerone al estrafalario poeta derechista sudafricano Roy Campbell, con cuyas andanzas traza Ley algunas de las páginas más divertidas del libro.
De todos ellos aporta datos curiosos, inéditos e interesantes. Pero no son sus recuerdos noticierismo pintoresco porque siempre acompaña la información con juicios literarios, sobre todo poéticos, penetrantes, lúcidos que mantienen pleno valor. Destacan sus observaciones formales sobre el ritmo y otras exigencias técnicas de la lírica.
Tres generaciones pasan bajo la lupa de Ley. También sucesos y rasgos de época. Así, tiene un interés documental grande su crónica del primer congreso de poesía de Segovia y del siguiente en Salamanca. Ni siquiera el folleto publicado por la organización del congreso segoviano aporta datos tan valiosos como Ley. El folleto dice que el veterano Adriano del Valle atribuyó a Franco que hubiera podido celebrarse el encuentro, pero nada respecto de la disputa surgida sobre el envío de un telegrama a Juan Ramón Jiménez y otro al dictador. En el simposio detecta Ley con buen olfato la disimulada operación política de Dionisio Ridruejo en su plan de aproximación de poetas castellanos y catalanes. Asimismo percibe con claridad lo que supuso la sustitución de Tovar por Pablo Beltrán de Heredia en el rectorado de Salamanca tras la crisis universitaria de 1956.
Pero donde los recuerdos de Ley tienen un valor impagable es en la recreación de un ambiente. Ahí quedan plasmadas las tertulias literarias, las del café Fénix y Lion d´Or, y, en especial, la del café Gijón, de la que era un fijo. Ahí están las francachelas de medio pelo de los escritores, su ir y venir atolondrado de tasca en tasca, las pequeñas disputas, la búsqueda afanosa de un dinero o de reconocimiento, las vanidades, la censura, incluso algún fallido duelo. Ley refleja un país como suspendido en el tiempo, donde los escritores sobreviven en sus rutinas pueblerinas. Lo cuenta sin presunción ni moralismos. Con bondadosa cordialidad. De ello sale un retrato bien triste, una sociedad desangelada, un mundo de una grisura total. El mayor aliciente de aquella vida desalentada consistía en ese “tomar copitas” que le pirraba a Charles David Ley. Sin él quererlo convierte la frase coloquial en cifra y emblema de la España franquista. Magnífico retablo de un país de “tomar copitas”.
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Autor: Charles David Ley. Título: Recuerdos literarios (1943-1959). Editorial: Renacimiento. Venta: Todostuslibros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.
Debo confesar que el ecosistema literario del que Ley fue cronista y parte me queda, en el mejor de los casos, muy abajo en la lista de intereses personales.
El artículo de Santos Sanz, sin embargo, es una delicia mayúscula: gracias por compartir todo eso con lectores fieles e infieles.
Un saludo cordial a todos los que lo están disfrutando y triple dosis para el plumilla.