Leo El oro, primera novela de Blaise Cendrars, una ficción biográfica sobre el coronel Sutter, el hombre que se arruinó al encontrar oro en su propiedad. Más bien, según Cendrars, lo encontró un carpintero que trabajaba para el coronel. Sus tierras, productivas y fértiles, fueron invadidas por los buscadores de oro, se levantaron pueblos y después ciudades sobre sus posesiones, arrasaron sus cosechas y mataron a sus animales. Stefan Zweig, en Momentos estelares de la humanidad, resumiría la historia de Sutter, siguiendo muy de cerca la novela de Cendrars, aunque presentándola con mayor patetismo.
Lo malo de las ficciones biográficas e históricas es que provocan la tentación de creer en lo que nos cuentan. El coronel Sutter no fue como lo retrata e inventa Cendrars. Tampoco son ciertos muchos detalles de su biografía. Ni siquiera su triste muerte en las escaleras del Congreso, solo, enloquecido y en la miseria, se ajusta a la realidad. El coronel murió en un hotel y había tenido suficientes recursos para comprarse una casa en Pensilvania, a donde se mudó con su mujer.
La ficción biográfica e histórica no tienen como objetivo la verdad que se deduce de los hechos. Su sentido es el de hacer una radiografía emocional e ideológica de una época, no de aquella que se retrata, sino de aquella en la que se escribe. La ambición de hacer mediante la ficción una radiografía del pasado suele llevar a proyectos fallidos o tramposos. Que es lo mismo. La trampa, salvo que sea mero juego, es el recurso de los impotentes.
Nos encontramos con J.G.V. en Barcelona. Y habla para el documental precisamente de eso, de la relación entre ficción y verdad, entre novela y memoria. La tensión entre imaginación y realidad es por un lado fértil y por otro un conflicto sin resolver para el escritor que pretende que la ficción influya en nuestra relación con el mundo. ¿Cómo ser veraz con lo que nos inventamos? es la paradoja con la que se estrella ese escritor una y otra vez. Pero del choque pueden salir descubrimientos interesantes.
Vengo descubriendo, dolorosamente, la diferencia entre la ficción escrita y el cine a la hora de hacer correcciones sobre el trabajo realizado. En la novela, si algo no te convence, lo cambias sin que deje rastro. Inventas un nuevo personaje, eliminas otro y haces las transformaciones necesarias para que no se note. Mejoras una frase mal escrita, añades aquí y allá. El material filmado admite menos cambios: puedes corregir el color, mejorar el sonido, eliminar algún detalle molesto; pero no puedes hacer que una idea mal expresada se vuelva brillante, o que una toma desenfocada se haga nítida. Sí, ya sé que la postproducción y el montaje ayudan a limar defectos, incluso a que una frase torpe gane coherencia. Pero en la ficción el material es imaginario y por tanto más maleable. En el cine hay una materia –aunque contenida en soporte virtual- que no puede cambiar. Por resumirlo en un ejemplo: yo puedo modificar en el último momento un rasgo físico de un personaje de mi novela, pero no puedo hacer lo mismo con quienes intervienen en el documental.
Voy a una fiesta literaria. Me encuentro con gente a la que hacía años que no veía. Ese momento en el que estudias disimuladamente cómo ha pasado el tiempo sobre ese cuerpo, sobre ese rostro, examinar el deterioro físico —el intelectual y el moral son más difíciles de discernir—. Ese momento en el que eres consciente de que el otro está haciendo lo mismo que tú, y entonces ves tu cara y tu cuerpo con sus ojos y eso te hace recordar que tu aspecto no coincide con la imagen que tienes de ti mismo (más joven, más fresca) sino con la que ves cada mañana en el espejo. Por suerte, ninguno me pone en una situación incómoda diciéndome que no he cambiado nada.
Quien me lo dice siempre que nos encontramos es F. M. (no estaba en la fiesta). No has cambiado nada, me dice, y me mira de arriba a abajo sonriendo. No recuerdo dónde leí que le decían eso mismo a un hombre y él respondía: “Eso, señor, es un insulto. Espero sus excusas.”
Me preguntaron hace poco en una entrevista quién me gustaría que escribiese mi biografía. No la escribirá nadie, podría haber respondido; la biografía de muchos de nosotros serán los renglones que alguien añada a Wikipedia. Pero respondí que me gustaría que la escribiese Elfriede Jelinek, aunque no creo que me atreviese a leerla. (En realidad, todos preferimos la versión cortés de nuestra imagen a la sinceridad del espejo).
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