Está acodado en una barra, con una caña y un par de libros, porque después de tanto viaje la sed no es solo de cañas, sino también de lecturas. El tiempo acaba devolviendo amistades que a veces se daban por perdidas. Colegas que se creían ya extraviados y que un día retornan por los mismos cauces y azares que se los llevaron. Cuando se fue, porque uno se va, nunca se marcha, arrastraba una soltería orgullosa. Iba con hambre de mundo, que no era más que la necesidad de desempolvarse de tanta lectura y salir a conocer geografías, quizá por influjo de Conrad, Stevenson y Jack London, que son gente que le enseñaron horizontes.
—De todos los lugares en los que he estado, uno de los más bonitos es Pakistán. Lahore es impresionante y el Karakórum ni te lo describo… Hay que estar ahí, tío. La gente habla del peligro, claro, pero donde yo te cuento, no.
Sus vagabundajes le han quitado el aspecto aniñado que lucía en la facultad, el rostro amarfilado de la juventud. Sus estancias en Ciudad Juárez, Guatemala, Sudáfrica, El Salvador, Namibia, Malawi, parte de Asia y mucho de Oriente Medio le han dejado un rostro cetrino, bateado, con arrugas de madurez.
—No tenéis ni idea del lujazo que es Europa. El mundo no es así.
Las experiencias le han vacunado contra las utopías estudiantiles y han pulido a un tipo grave, sereno, con arrestos, pero que desconfía de los impulsos y el coraje de las valentías espontáneas, la mayoría, según él, infértiles y que no conducen a nada. Sus variados deambulares le han obsequiado con el souvenir de un par de lesiones, de esas que quedan de por vida, y dos chamacos, mestizos de cultura y piel, que son una delantera de por dónde va el mundo hoy en día, aunque eso le fastidie a Trump. Los cría a lo Frank Sinatra, a su manera, y los airea con caminatas por la montaña, que así las pantallas no les achican la mirada antes de tiempo y les previene que las piernas les enfermen de «pasillismo», esa atrofia contemporánea que se adquiere por recorrer tanto Ikea y otros Media Markt de la periferia.
—Esas que dices no son películas duras, de verdad, te lo prometo; son la puta vida. Yo he visto cómo mataron a dos personas por un saco de cincuenta kilos de maíz. Los vigilantes que quedaron huyeron y la gente asaltó el almacén sin pensárselo. «A por ello». A la hora, no quedaba nada de comida para repartir. Existen zonas por ahí fuera donde un litro de agua vale más que una persona. No me lo invento. Aquí lo que sucede es que se vive en un espejismo, una irrealidad. Y encima tenéis los huevos para colgar en Instagram lo que pedís en los restaurantes. Hay que tenerlos cuadrados o ser unos irresponsables de pelotas.
Arrastra en los gestos cierta vitalidad, pero también un tono cansado en la voz, como si el cuerpo y la mente circularan por autopistas biográficas distintas. Carga con una mochila de vivencias a la espalda que le hace contemplar las emociones enlatadas de las películas con cierta distancia, como si eso no fuera con él. Ahora es uno de esos prendas que ve la última de Bruce Willis bostezando y que pasa de mutilarse minutos de la existencia con las ocurrencias de Netflix y sus Emilio Salgari de tres al cuarto. Ha retomado su afición por leer, lo que le dio mecha para largarse fuera, ya saben, Joseph Roth, Maugham, Hemingway, aunque ahora piensa que es una actividad que le hace más mayor (rehúye la palabra viejo).
—¿Has visto la cantidad de jóvenes que pasan de leer? Me dirás que exagero, que sí hay gente. Puede ser. Me fío de ti, claro, que te dedicas a esto, pero yo lo único que veo desde que he vuelto son jóvenes enganchados a las redes sociales. Bueno, no me meto, tú ya me recomendarás algo actual para leer, que por algo vives de eso. Periodismo cultural, ¿no?, lo llamas.
Entre sus manos lleva Serotonina, que a ver qué tal, aunque el Houellebecq es un fulano al que examina con cierta de desconfianza, y lo de Imperiofobia, que tiene curiosidad por lo que dice, que cuando salió andaba por una esquina alejada del mundo y se lo perdió, me explica. Sin mucho interés, echa un billete al plato y paga.
—¿Vamos?
—Claro.
Uno escucha, más que habla, la verdad, que para comentar intrascendencias y hacer el ridículo con anécdotas del curro, se prefiere estar callado. Salimos a la calle y él va hablando de lo que ha visto, de lo que ha vivido, de las balaceras que escuchaba en un pueblo de frontera (la fachada de mi casa estaba repleta de balazos), de cómo nos estamos cargando toda la fauna por África sin a que nadie le inquiete un carajo y de los planes que tiene para el futuro. Sin dejar la conversa observa cómo un padre imparte ejemplo y educación a su hijo adolescente y a ese pijazo que trae de amigo, los dos prendas cargados con palos de golf, a los que presta su descapotable de marca. Y, suspirando, con resignación, comenta: «Ojalá sea fuera de aquí…».
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