Toque de queda
Se habla de implantar el toque de queda en varias ciudades, y aun en todo el país, y me horroriza asumir la naturalidad con la que encajamos expresiones que hace sólo unos meses nos habrían resultado intolerables. Jamás se me había ocurrido asociar el toque de queda a algo que no fuera una guerra o una dictadura, un mal tiempo sólo propicio al silencio y al repliegue, y me veo ahora incorporándolo a mi vida cotidiana con la facilidad o la resignación de quien asume el cambio de hora de finales de octubre o retira al anochecer la hoja del calendario; con la misma naturalidad insidiosa con que hemos empezado a hablar de confinamientos, a mantener distancia con nuestros compañeros y amigos y familiares y vecinos, a claudicar de muchos rasgos que hasta ahora eran indisociables de nuestra humanidad convaleciente. Se insiste —y es lógico, y necesario— en el riesgo de contagiarse, en las consecuencias de una enfermedad que puede ser liviana o mortal en función del organismo en que se instale, en los colapsos en hospitales y centros de salud. No se habla tanto —porque el miedo siempre termina por cegar la intuición del porvenir— de las consecuencias que tendrán estos meses eternos en nuestra conciencia individual y colectiva, en las alteraciones que sufre nuestra convivencia, pero también la percepción que tenemos de nosotros mismos, de la relación que mantenemos con un entorno que hasta ahora juzgábamos acogedor o amable y a menudo se nos aparece ahora, sin que forzosamente lo sea, arriesgado u hostil. No podré perdonarle nunca al virus que me mantenga alejado de gente muy querida a la que apenas veo y de la que poco sé, porque tal parece que nos abstengamos de hablar para evitar trasladarnos nuestras preocupaciones o tristezas, ni tampoco estos paisajes desolados de transeúntes que se esquivan los unos a los otros y hasta se apartan la mirada, como si el roce de una pupila constituyera causa suficiente para la infección; no le perdonaré el daño que hace a esas personas ya ancianas a las que se ve desorientadas en las plazas o los edificios públicos, sin saber bien cómo actuar sin infringir ninguna norma, ni la abolición de besos y abrazos y de cualquier manifestación tangible del cariño. El optimismo intenta convencerme de que alguna vez superaremos esto, y de que poco a poco iremos retomando esas costumbres que de tan rutinarias pasaban inadvertidas y cuyo inmenso valor descubrimos sólo ahora que ya no podemos ejercerlas, pero un instante después me pregunto si lograremos desentendernos de todo esto una vez que haya quedado atrás; si sabremos olvidar que una vez, cuando los tiempos de la peste, nos alejábamos de aquellos a quienes queríamos y queremos bien para mantenernos a salvo, que sospechábamos de ellos —de su trato, de su cercanía, de su propia presencia— con el recelo del animal que se refugia en su guarida cuando intuye la proximidad de un intruso, que los mantuvimos lejos de nosotros y que, además, evitábamos usar ciertos palabras porque preferíamos fingir que aquello era una simple contingencia, una anécdota pasajera, algo sin importancia. No podré perdonarle nunca al virus que haya venido a robarnos muchas de las cosas que nos hacen humanos, ni que sin previo aviso una expresión tan gris como «toque de queda» —tan terrible, tan fuera de lugar en una sociedad como aquélla en la que nos deberíamos preciar de convivir— se haya instalado en nuestras vidas, quién sabe hasta cuándo, y nos pille vencidos, y desanimados, y justificadamente tristes, y sin posibilidad de resistencia.
Unamuno, en el torbellino
Se ha desencadenado en estos últimos años un debate interesante acerca de las circunstancias reales en que transcurrieron los últimos días de Miguel de Unamuno. La publicación, hace unos años, de En el torbellino, un lúcido ensayo en el que Colette y Jean-Claude Rabaté analizaban los vaivenes del pensamiento unamuniano desde el inicio de la guerra civil, marcó el inicio de un replanteamiento de la actitud del escritor ante el conflicto, tan controvertido que sus dos hitos inexcusables son tan opuestos como la cara y la cruz de una moneda: el apoyo entusiasta que prestó inicialmente al alzamiento militar y su célebre enfrentamiento con el general Millán-Astray en el paraninfo de la Universidad de Salamanca. Si primero defendió la convicción de que los sublevados de Marruecos no pretendían otra cosa que sanear la República, pronto se le echó encima la sospecha de que bajo sus lemas patrioteros y sus proclamas encendidas subyacía la intención de instaurar un nuevo orden poco o nada compatible con las reglas democráticas. El asentamiento de esta intuición coincidió en el tiempo con la celebración del 12 de octubre, después de que los rebeldes devolvieran a Unamuno las dignidades rectorales de las que lo habían despojado los republicanos, y fue en ese marco donde le espetó al fundador de la Legión aquel «venceréis, pero no convenceréis» que tanto se ha citado —a veces con poco tino— desde entonces. El hecho de que el relato de aquel episodio proviniera no de un testigo presencial, sino de alguien que lo escuchó por la boca de un tercero, ha sembrado siempre la controversia sobre si lo conocido se ajustaba a la realidad o no, cuestión que ha sido siempre menospreciada por la izquierda y defendida por una derecha que argumentaba, para corroborarlo, las simpatías que hasta el último momento habían mostrado hacia Unamuno personas bien identificadas con los ideales franquistas. La historia, sin embargo, certifica que el intelectual vasco fue desposeído nuevamente de su cargo tras aquel encontronazo con el testosterónico militar tuerto, y que tras abandonar el edificio de la Universidad fue condenado a un arresto domiciliario en el que aún seguía cuando exhaló su último suspiro, el 31 de diciembre de aquel desgraciado 1936. ¿Qué había, pues, de cierto en esa estrambótica y bipolar relación entre Unamuno y los sublevados? ¿Era fiel a los hechos el relato de aquel duelo verbal en el paraninfo o se trataba de una fabulación amplificada por la propaganda? Si bien hubo un momento en que las dudas arreciaron en este último aspecto, parece que ahora pueden trasladarse a los momentos posteriores: no a lo que se dijeron o dejaron de decirse el rector y el general, sino a lo que realmente ocurrió con el primero una vez vuelto a su domicilio. Según leo en un reportaje que firma Natalia Junquera en El País, el cineasta Manuel Menchón —que ya se ocupó de un pasaje de la vida del escritor, el referido a su destierro en Fuerteventura durante la dictadura de Miguel Primo de Rivera, en su película La isla del viento— acaba de estrenar un documental que desmenuza lo acontecido en aquellas jornadas que separaron la fiesta nacional de la Nochevieja para concluir que todo fue aún más extraño de lo que ya parece de por sí. Las crónicas cuentan que, en la tarde del fin de año, Unamuno recibió la visita de un antiguo alumno, Bartolomé Aragón, que habría sido la última persona que lo vio con vida. Lo sorprendente es que, según se sabe ahora, ningún familiar del escritor había visto antes a aquel tipo, que además formaba parte del aparato de propaganda de los franquistas y había participado en quemas de libros, por lo que se puede suponer que poca afinidad tendría con su supuesto maestro. También se ha descubierto que todos los papeles que certifican la muerte del rector caído en desgracia —desde el registro de la hora del deceso hasta el documento que atribuye su defunción a una enfermedad que sólo podía detectarse mediante una autopsia que nunca se realizó— están repletos de falsedades, lo cual no deja de oscurecer más las sombras que desde siempre se han cernido sobre el final unamuniano. Hace algunos años, en uno de los cuentos que componían su Muertos, S. A., Luis García Jambrina fantaseaba con la posibilidad de que a Unamuno le hubiesen echado algún tipo de veneno en el café. Puede que en este caso, como en tantos otros, la ficción haya acertado, sin proponérselo, a desentrañar la enmarañada madeja de la realidad.
Alfonsina en el mar
Era la una de la madrugada del 25 de octubre de 1938. Alfonsina Storni abandonó el hotel donde se había alojado en Mar del Plata, en la calle 3 de febrero, no sin antes dejar en su cuarto una breve nota escrita de su puño y letra: «Voy a dormir». Tenía cuarenta y seis años y padecía un cáncer de mama que le causaba unos dolores inhumanos. Anduvo despacio hasta llegar a las instalaciones del Club Argentino de Mujeres y, sin pensarlo dos veces —dicen que su apellido, de origen suizo, significaba «dispuesta a todo»—, se arrojó al mar desde una de sus escolleras. Unas horas más tarde, dos obreros encontraban su cadáver en la playa de La Perla. Pasaron treinta años hasta que el pianista Ariel Ramírez se inspiró en aquel final para escribir la melodía de una zamba a la que pondría letra el escritor Félix Luna. «Alfonsina y el mar» dulcifica la historia para diseminar destellos de belleza allí donde sólo hubo sufrimiento y desamparo, quizá porque el padre del compositor, que había sido alumno de Alfonsina, se la había contado a él así para no enfrentarlo demasiado pronto a las inclemencias de la vida. Mercedes Sosa puso voz por primera vez a esa canción que se ha convertido en clásico y evoca en su última estrofa al misterioso personaje masculino al que la escritora se refirió en los versos finales de su último poema. Suena esta tarde «Alfonsina y el mar» en mi biblioteca —en la versión original de Sosa, también en otra que grabó unas décadas más tarde Calamaro— y reparo en la similitud que guardan dos de sus versos más afortunados —«Te vas, Alfonsina, con tu soledad, / ¿qué poemas nuevos fuiste a buscar?»— con el comienzo de la elegía que Antonio Machado dedicó a Rubén Darío —«Si era toda en tu verso la armonía del mundo, / ¿dónde fuiste, Darío, la armonía a buscar?»—, en lo que no sé si es una coincidencia involuntaria o un homenaje velado. Mientras tanto, dicen los diarios digitales que el país se encamina hacia otro estado de alarma y yo trato de hallar un refugio para mis desazones en las palabras de aquella mujer que se quiso adelantar a su tiempo y, de algún modo, entrevió su destino —«Mar, yo quisiera ser como tú eres»— antes de que se produjera: «Pero calla, no hables, sé piadoso; / no despiertes los pájaros que duermen.»
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