Encontrar la tumba de Karel Čapek en el cementerio de Vyšehrad en Praga fue lo más difícil de la visita. Al principio nos pareció inaudito que el camposanto contara con unas seiscientas tumbas de personalidades del mundo de las artes checas. Un cementerio de alta cultura. Después de dar muchas vueltas, mientras un par de jóvenes estaban sentados extasiados escuchando una pieza de Antonín Dvořák frente a su tumba, finalmente la encontramos. La lápida de Čapek tiene la forma de un cohete. En su base está un gran libro abierto de mármol negro rodeado de distintas ofrendas, entre ellas un pequeño robot de bonitos colores azul, amarillo y plateado.
Un siglo más tarde, libros como No soy un robot (Anagrama, 2024), de Juan Villoro, encienden focos rojos en cuanto a la transformación de los seres humanos gracias a los “avances” de la sociedad digital. No deja de ser original y hasta interactivo que el título de este libro sea tomado de la frecuente pregunta con la que nos encontramos en gestiones digitales en las que, ante un robot, tenemos que certificar que somos humanos: acertar cuadros con imágenes identificadas (ranas, semáforos, bicicletas) para que la máquina nos autorice a proseguir con nuestro propósito.
No soy un robot, a medio camino entre el ensayo y la crónica —lo que le imprime frescura y se distancia de los academicismos—, cuenta con una introducción y un epílogo, ambos del autor. Entre estos dos extremos están las dos partes que constituyen el grueso de este erudito y a la vez amigable retrato de la era digital y la lectura: “La desaparición de la realidad” y “Formas de leer”. El libro asemeja el lado A y B de un disco de vinilo y no pretende satanizar los avances digitales como si fuesen El lado oscuro de la luna. La intención del autor es la de identificar las muchas maneras en las que los nuevos hábitos digitales han cambiado nuestras vidas y comportamientos.
Villoro logra, como en ensayos anteriores, ilustrar conceptos e ideas mediante el recurso de analogías y frases cargadas de humor —tan importante en sus crónicas, novelas, cuentos, relatos infantiles y hasta obras de teatro— para que queden sembradas en la mente del lector: “La calculadora hace que olvides la tabla de multiplicar, la computadora te puede convertir en un autista social y el GPS te transforma en un cliente del Lazarillo de Tormes”.
Además del recurso del humor dosificado emplea metáforas como enunciados, que luego desarrolla. En esta construcción cita lo que han dicho grandes autores o pensadores, así como muchos de los escritores hispanoamericanos que orbitan en su constelación mental, como el astronauta en miniatura en el arte de la portada de la colección Argumentos de Anagrama: “Nuestros teléfonos contienen más tecnología que el Apollo 11, pero no sirven para llegar a la Luna, sino para extraer nuestros datos personales mientras estamos en la luna”. Vivimos en tiempos de dispersión mental. El cibernauta aprende solo una forma de leer: la de la lectura rápida, salteada y con prisa. Aunque el avance de las tecnologías digitales ha traído innumerables beneficios, son muchas las secuelas perjudiciales que está dejando a la humanidad, sostiene Villoro.
Para empezar, las pantallas y los algoritmos determinan nuestros intereses a partir de escogencias iniciales. El algoritmo es un generador de pensamiento controlado que inhibe el descubrimiento espontáneo y voluntario: “Ningún filósofo contemporáneo influye más que un algoritmo”, afirma el autor. El teléfono móvil se ha convertido en una extensión del cuerpo y entramos en modo pánico cuando se nos extravía, así no lo necesitemos en ese instante. Por si fuera poco, valoramos a la gente por la cantidad de seguidores: respetamos al que tiene muchos followers, aunque sea un maleducado petulante, y menospreciamos al que tiene pocos seguidores así sea un genio humilde con cosas muy interesantes que decir.
Una de las consecuencias más dañinas del uso de las redes es la de que, desde el punto de vista cognitivo, se ha producido una disminución de las capacidades humanas. El escritor mexicano, que vivió varios años en Barcelona, presenta datos que demuestran que el coeficiente de inteligencia de la humanidad disminuye de manera progresiva desde la última década del siglo pasado en 0,2 puntos anual. Disminuye la inteligencia humana y sube la inteligencia artificial. La realidad virtual ha permitido una evasión casi completa del mundo de los hechos.
Las sociedad enfrenta, por otra parte, una nueva disfuncionalidad: el aislamiento de miembros de la familia por su adicción a los teléfonos portátiles y la avidez digital. Las personas se están convirtiendo en zombis: en el metro, el bus, entrenando en los gimnasios o incluso en una mesa de un restaurante vemos a la gente imbuida en sus teléfonos. Y ello sin contar con las secuelas físicas de estar frente a la pantalla del móvil: malestares de la vista, falta de concentración, el tech-neck, artrosis del pulgar y un aparente envejecimiento repentino: “Dosificar el tiempo en las pantallas se ha vuelto tan aconsejable como dosificar las copas de vino”.
Así como la primera parte de No soy un robot se ocupa de la forma en que convivimos con la tecnología y la progresiva disolución de la realidad, la segunda parte es una esperanza en cuanto a la renovada importancia del libro y el papel de la lectura: “Regalar una descarga electrónica nunca será tan afectuoso como regalar un libro impreso, único aparato inventado para modificarse con una dedicatoria”. Villoro menciona en varias ocasiones el ejemplo de La galaxia Gutenberg, de Marshall McLuhan, que profetizaba el fin del libro al tiempo que, paradójicamente, se convirtió en un éxito de ventas, desvirtuando así su enunciado.
La lectura sobre papel implica una manera distinta de ver el mundo. Villoro lo lleva a un caso distópico para probar su punto. Imagina una sociedad donde solo existe lo digital y de pronto se inventa el libro de papel: “Para muchos sería una superación de la computadora: no tiene obsolescencia programada, no se debe recargar ni enchufar, no se rompe si se cae, es barato, estimula los cinco sentidos, incluyendo el tacto y el olfato, se abre, a modo de una ventana o una puerta, se puede subrayar…”, afirmó durante la presentación en la biblioteca Agustí Centelles en Barcelona ante un público ávido de preguntas. Escuchar hablar a Juan Villoro siempre estimula nuevas conexiones neuronales. Asombra su lucidez oratoria.
“Toda lectura en esencia es la conquista de un fragmento”. Con esta afirmación, en este punto de No soy un robot el autor establece un puente entre el libro físico y las redes. Afirma que la literatura ha ejercido la estructura fragmentaria desde hace mucho tiempo. Pedro Páramo, de Juan Rulfo, como ejemplo, es una novela hecha de retazos con muchos quiebres de tiempo: “Lo que ocurrió antes se cuenta de nuevo, y en ocasiones el pasado reciente antecede al pasado remoto, además de que hay espacios blancos entre párrafos y muchas interrupciones”.
No soy un robot, al mismo tiempo, a lo largo de sus trescientas diez páginas, con sus treinta y dos subtítulos temáticos de la primera parte y sus veinte subtítulos de la segunda está, en definitiva, escrita de manera fragmentaria. Nuestra capacidad de razonamiento hilvana las distintas partes para otorgarle un sentido. Entender las obras literarias es articular fragmentos. Y eso es exactamente lo que hacemos nosotros en las redes. No todo está perdido.
Luego de leer este esclarecedor texto de Juan Villoro, lleno de luces rojas pero también de luces verdes, cuando uno se vea obligado de nuevo a atestiguar ante una máquina que no es un robot o se perciba a uno mismo hipnotizado por la pantalla (perdiéndonos la vida real) invocará algunas de las útiles reflexiones vertidas en esta obra que, a fin de cuentas, nos sitúa en modo alerta acerca de los tiempos que vivimos. Al lograrlo, dejaremos —al menos un poco— de ser rehenes digitales.
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Autor: Juan Villoro. Título: No soy un robot. Editorial: Anagrama. Venta: Todostuslibros.
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