La primera novela que leí de Carmen Laforet, mujer, madre, escritora y referente, fallecida hoy, 28 de febrero pero de 2004, fue Nada. La obra con la que ganó el premio Nadal en 1944 con sólo veintitrés años. Veintitrés años que, vistos con distancia, verdaderamente no son nada. Pero más allá del juego de palabras, lo cierto es que a esa edad la vida se plantea como una flor que se está abriendo, o que ya abierta bebe del rocío de la mañana como si le fuera la vida en ello, como elixir que le prometiera una juventud terrenal y eterna. Hay prisas, ansias y hambre de experiencia, de libertad que anida en el espíritu del inconformista. Un poco como lo fue Carmen Laforet, tan parecida, en ocasiones, a Andrea, la protagonista de la novela que nos descubre la belleza que puede esconder una ciudad —en este caso, Barcelona— decrépita y azotada por la guerra. Tampoco las gentes ni los familiares de Andrea ni demás personajes que la acompañan durante poco más de un año se quedan atrás. Más bien parece que quisieran estar a la altura de la ciudad. Ser una prolongación de ella, de ese —como escribe Laforet— dualismo de fuerzas, que habita en nosotros y en lo que nos rodea, constantemente enfrentadas a una lucha enconada de la que no se sabe todavía cuál de las dos saldrá viva de la pelea. Muchos críticos, y no tan críticos, han afirmado que el éxito de Nada reside en la descripción de una España de posguerra que ha perdido toda pureza, resplandor e inocencia; habitada por hombres y mujeres cínicos, desgraciados, cobardes, mezquinos, algo zalameros y, sobre todo, histéricos y hambrientos a los que sólo les mueve el interés, el beneficio propio a costa de los demás. Ese tipo de personas que defienden que el fin justifica los medios cuando no hay pan que llevarse a la boca en una casa sombría, fría, sórdida y violenta, llena de trastos, con paredes desconchadas y descoloridas, acordes al aspecto de sus inquilinos, y retratos que parecen atestiguar que antes de la guerra el futuro que se les presentaba cumpliría, con creces, las expectativas, esperanzas y anhelos que habían depositado en él casi sin querer, casi sin prever que de la noche a la mañana todo cambiaría y nada volvería a ser como lo fue ayer. Y, de hecho, nunca más lo sería. Y a pesar de ello, de ese ambiente cerrado y hostil que descubre y nos descubre Andrea, también hay espacios donde prevalece el orden y el concierto; la contemplación y el silencio gracias a esos mismos personajes, humanos ambiguos que quieren y no saben lo que quieren; que, como decía aquella canción, traen enredada en el alma, una vida y una tristeza. Piedra y camino es su destino, ellos, peregrinos, y, como dice Román en un momento dado, basta que te agarren los sentidos para que ya no puedas escaparte. Sujetos hechizantes como tantos que vemos día y noche vagabundeando libremente por las calles empedradas o asfaltadas con aspecto de hombres y mujeres normales que van por la vida como si nada les perturbase ni trastocase; que prosiguen su rumbo abstraídos, sumergidos en un ensimismamientos que no deja de intrigarnos, que nos atrae y, por eso, queremos acercarnos y presentarnos. Romper su burbuja si es necesario para entrar y formar también parte. Personas difíciles de tratar porque aunque se revistan de lo que no son, por mucho que intenten cambiar o parecerse a los demás, les es imposible desprenderse de su genuina personalidad. Y éste es el tipo de contienda interna que sufren, y con la que viven, Andrea, Román, Ena e incluso la madre de ésta. Gentes peculiares sin cura ni remedio, con visión “baciyelma” como nos hizo apreciar Landero en su particular huerto en un arrebato de espíritu quijotesco, capaces de ver el yelmo en la bacía y la bacía en el yelmo. Y así veo y siento yo esta ópera prima de Carmen Laforet. Así debiera también verse la vida, manteniendo el equilibrio entre la realidad y la fantasía, lo trascendente y lo mundano, lo verdadero y lo imaginario. ¿Cuántos de nosotros adoptamos esa visión, o actitud, ante lo que se nos presenta?
Además del realismo post-bélico y la sensibilidad que se distingue en la novela con sobrada evidencia, si se presta la debida atención y apreciación, notará el lector que estas páginas emiten un rumor tibio de atardecer y primavera. Suenan a habanera catalana, a balada francesa de Brel, al fado que canta María la portuguesa en las tabernas donde bebe vinho amargo por un amor desgraciado. Y, por si fuera poco, toda la historia, de principio a fin, huele a mediterráneo, a noches de hoguera, coñac y olas de mar, pero también a tormenta y humedad que cala hasta hacerte tiritar, y saber, que lo único que puede entonarte de nuevo es contemplar el rostro del hombre que sólo duerme y descansa como debe cuando estás a su lado, y al mirarle y acariciarle lo ves sereno, tranquilo, perfecto. Ese rostro serio, tímido y un poco distante de quien calla por miedo a romper la magia, de quien sigue tocando para hipnotizarte y mantenerte así, durante horas, en trance, porque tú eres el auditorio que necesitaba. Esto representa para mí Nada, más allá del reconocimiento, del premio y las alabanzas que recibiera por parte de los críticos, de los expertos, de los intelectuales, de poetas y escritores de la talla de Juan Ramón Jiménez o Valle-Inclán, porque en esta novela el vencedor y vencido no es el hombre sentado al piano de Billy Joel, sino ella, la mujer sentada al piano que toca y canta como pocas al no poder reprimir aquello que le desborda y le abrasa, consciente de que —como firma su autora—, aunque todo siga, se haga gris, se arruine viviendo y pensemos que no nos queda nada… en realidad, aún nos queda y tenemos mucho por lo que seguir adelante y vivir.
Por más novelas como Nada.
Por más voces como Laforet.
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