“Mosturito”, o sea, monstruito, es el apodo principal que recibe un chico en edad escolar cuya vida contada por él mismo presenta Daniel Ruiz en la imaginaria autobiografía homónima. El propio protagonista lo adopta y adapta, Mostu, como un desafío a una colectividad que también le llama contrahecho y carastrujá. Los motes con intencionalidad ofensiva responden al desdichado físico de Pedro Gotor, un chaval de un barrio marginal de Sevilla: tiene que usar botas ortopédicas y su rostro está marcado por deformaciones de nacimiento, frente estrujada, nariz torcida y labio leporino. Estos rasgos físicos se integran con total coherencia en un relato que exhibe el feísmo como una nota fundamental. En él encontramos copiosa variedad escatológica: aliento apestoso, esquina de calle meada, cuescos, eructos, peleas de gargajos, obesidad mórbida… Suele aparecer en concisos apuntes, pero también da lugar a alguna minuciosa descripción: “Tampoco limpia el váter cuando caga y deja allí el dibujo de mierda, un dálmata acostado, que no se va ni tirando cuatro veces de la cisterna”.
Dicho marco social se subraya con referencias a unas casas de Patronato y a una escombrera. Su carácter asfixiante se acentúa al saberse que existe otra realidad, de la que el autor no da cuenta detallada pero sí señala a tal efecto. Mosturito va a un colegio público donde sufre acoso y vejaciones, del que le expulsan con destino a una residencia de acogida regida por “curetas” desalmados, pero también hay un colegio privado en donde estudian unas chicas que encandilan al chaval. Daniel Ruiz da los nombres reales de ambos centros escolares sevillanos (según se comprueba en la wiki) y ellos por sí mismos aportan una connotación significativa de clase: el Colegio Público Aníbal González y el Colegio Portaceli. No es, por tanto, dado el ambiente degradado que envuelve a Mosturito, exagerado que éste llegue a decir “Solo tengo ganas de morirme”. No será, sin embargo, esta la lección que, coherente con una perspectiva humanitaria e incluso izquierdista, trasmita el autor. Al revés, llevará la historia a extremos de auténtica tragedia pero la resolverá con un sentido esperanzado.
La peripecia novelesca revela un estado de cosas, pero no lo muestra solo el contenido. Su verdad radica en la forma, en especial en el estilo, y concretando más, en la afortunada apuesta, decidida y de alto riesgo, de Daniel Ruiz de establecer un idiolecto, la peculiar forma de expresarse de Mosturito. A simple vista, puede evocar el procedimiento generalizado que utilizaron los narradores comprometidos del medio siglo para subrayar el realismo de la historia por medio del lenguaje. Me refiero a la trascripción de la fonética popular. Son tantos los casos que un muestreo resulta escaso: “pa” (para), “tas” (te has), “mece” (me hace), “testás” (te estás), “ahistán” (ahí están), “ca” (que ha), etcétera, etcétera. La novedad de Daniel Ruiz respecto de este uso reside en convertirlo en un registro sistemático, tanto que raro será abrir una página que no contenga varias de semejantes transcripciones. Lo cual tiene su justificación. Los relatos sociales se hacían desde la tiranía del objetivismo y eso impide que la lengua de la descripción y la narración se contamine de populismo fonético. Solo querían dejar una marca de clase social. Daniel Ruiz, en cambio, escribe desde la absoluta subjetividad del yo del narrador, y éste tiene que expresarse siempre de ese modo característico de clase.
Pero el registro social no solo se limita en Mosturito al habla del narrador. Incluye también formas expresivas, léxicas y fonéticas andaluzas (“jierro”, “quillo”, “ezo no ze pué”). Y además la lengua de la novela asume expresivos coloquialismos: “tela de rápido”, “gustar tela”, “vender potingues”. Sobe este armazón lingüístico se eleva la dura peripecia vital de Mosturito.
Mosturito padece abundantes sufrimientos y vejaciones. El mundo tiene para él una consistencia tan frágil que nada más encuentra dolores. Como a Cristo, le niegan hasta los amigos. Eso fomenta en el chico una rebeldía tenaz. Está abocado a la marginalidad. Incluso quien le quiere bien, la Tata, no deja de responder a intereses personales egoístas. Y justo será en una marginalidad especial, no de clase, la de un joven rico, un punki desclasado y rehén de la droga, el Zurdo, donde encontrará compañía y solidaridad.
La materia anecdótica tiene alto valor testimonial. De una concreta geografía, la andaluza urbana. Y de un tiempo, que no se declara de forma expresa pero que se evoca con un simple, hábil y eficaz recurso, sembrar el relato de referencias: al en su día famosísimo ilusionista Uri Geller, que asombró a los españoles doblando cucharas con el poder de su mente y con trucos de telepatía; a series televisivas tan populares como “El coche fantástico”; a músicas y músicas del momento, los grupos punk rock La Polla Records o La Banda Trapera del Río.
Daniel Ruiz suma Mosturito a la ya amplia lista de narraciones suyas que abordan con intención de denuncia social plurales aspectos de la realidad española reciente. Aquí se atiene a una arquetípica novela de aprendizaje sostenida en una inventiva biografía. Combina bien dureza y emociones. Y la resuelve con un mensaje esperanzado. Cierra con un pasaje metafórico de intensidad poemática no infrecuente en la obra del autor sevillano. Mosturito conoce al fin el mar en Matalascañas. No hay ahí un final feliz, ni una victoria sobre el medio hostil, ni el irónico logro de la cumbre de toda buena fortuna. Pero sí implica la conquista de una ilusión para seguir adelante en la salvaje lucha por la vida.
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Autor: Daniel Ruiz. Título: Mosturito. Editorial: Tusquets. Venta: Todos tus libros.
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