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Remar contracorriente

Remar contracorriente

Uno de los grandes maestros del género breve, Gonzalo Calcedo, nos ofrece en esta ocasión una colección de cuentos con personajes desorientados, muchas veces perdedores, para los que no hay complacencia. Una muestra más de que el relato es la herramienta perfecta para contar la vida.

En este making of Gonzalo Calcedo cuenta el origen de La chica que leía El viejo y el mar (Menoscuarto).

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Si supiera dónde se esconden los cuentos no dedicaría tanto tiempo a buscarlos. En oposición a la novela, no hay nada premeditado en ellos. El azar que los acompaña condensa su encanto. Tiendo a creer que la novela encadena a su autor durante años, primero como idea, luego a través de la documentación, finalmente con la escritura y sus etapas posteriores. Escribiendo cuentos aterrizas en la trama —si es que existe como tal— desde el comienzo. La esencia del género no permite elucubraciones ni momentos de vacío. Los cuentos perfectos existen y son un logro en su totalidad; en las novelas maestras no faltan zonas de sombra, una escritura menor que parece un reposo creativo. La novela permite atemperar la respiración. El cuento, si está conseguido, nos deja sin aliento.

"¿Tendría que extenderme con cada uno? ¿Bastaría una visión general, asentada en su pertenencia a una corriente de libros que me identifica?"

Imagino las novelas como ciudades en construcción. A poco que el escritor se esmere, el fulgor de sus cimas se refleja en el cielo nocturno, permitiéndonos ubicarlas. En el cuento hablamos de fogatas. Se trata de sobrevivir una noche al calor de unos matojos ardiendo. No hay un lugar donde quedarse y la huella de ceniza enseguida quedará desbaratada por el viento. Ese vagabundeo es una forma de libertad, algo importante para mí, incapaz de encerrarme con una historia los meses necesarios para ir más allá de las cien páginas. A veces lo intento, a modo de cura, pero siempre vuelvo al cuento.

Esa eventualidad me impide concretar el origen de los cuentos de La chica que leía El viejo y el mar. ¿Tendría que extenderme con cada uno? ¿Bastaría una visión general, asentada en su pertenencia a una corriente de libros que me identifica? Lo primero se me antoja difícil: una colección de cuentos tiende por su propia naturaleza a la dispersión. Incluso el lector avezado se ve obligado a comprometerse en empezar y concluir cada historia una y otra vez, diecinueve ficciones en esta ocasión, una cifra muy alejada del nueve sagrado que nos dejó en herencia el maestro Salinger. Así que voy a refugiarme en lo segundo: hay pluralidad, pero como en todos mis libros anteriores —que nunca han sido antologías—, existe una intención común.

"¿Es esto un making of del libro? Lo ignoro, al igual que desconozco el lugar donde se esconden los cuentos. Mi empeño es ir de un lado a otro buscándolos"

La chica que leía El viejo y el mar da una vuelta en redondo a través de los paisajes físicos y emocionales de todos mis libros hasta enlazar con el primero. De nuevo hablamos de un volumen en el que sus protagonistas reman contracorriente. Con las manos en los bolsillos o los pulgares enredados en las trabillas del pantalón, dan puntapiés a la incertidumbre que les sale el paso. Son errantes, huérfanos modernos, también proscritos. El grupo de viajeros que abre el primer cuento, “Sin zapatos”, habita temporalmente el mismo aeropuerto que la inusual pareja que lo cierra en “Solo Franz”. Me he perdido tantas veces en el aeropuerto de Schiphol que no me resultó difícil empatizar con sus cuitas y darles esa prioridad. Queda claro, lo confieso ahora, que ambos relatos surgieron de la mirada hacia otros pasajeros extraviados en esa gran terminal. Todo un mundo bajo el mimbre trazado por las estelas de los reactores. En otros se viaja por autopistas o carreteras sin relevancia. Nunca ha faltado un cuento de carretera en mis libros, y “Música para mis oídos”, “Mitones” o “Los astrocitomas” son prueba de ello. No faltan los cuentos de hoteles, que eran la argamasa de mi libro de principiante. “Santa Juana de los árboles, “¿En tu mesa o en la mía?” o “Dórico, jónico o corintio”, entre otros. Todos surgidos de la observación, de la casualidad, del sonido de una palabra o la rotundidad de un gesto adolescente. Hasta me he permitido un cuento directamente biográfico, el que da título al libro, en el que el escritor que siempre se pierde en Schiphol pasa un melancólico rato con su hijo en un café de estudiantes.

¿Es esto un making of del libro? Lo ignoro, al igual que desconozco el lugar donde se esconden los cuentos. Mi empeño es ir de un lado a otro buscándolos. Si descubro uno y en su interior anida una emoción, quizás sea el escritor más feliz del mundo. Sé que mis cuentos, por el contrario, suelen ser tristes, que sus personajes de todas las edades, vulnerables y desnudos, encarnan cierta desolación, pero eso no les exime de albergar ilusiones. Por ese motivo vagan y yo sigo sus pasos cual nómada. Su soledad me pertenece. Me incumbe. Son mi compañía y la del lector que, acercándose a estas páginas, quiera estar a la altura de sus esperanzas.

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Autor: Gonzalo Calcedo. Título: La chica que leía El viejo y el mar. Editorial: Menoscuarto. Venta: Todos tus libros.

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