Canes y humanos, primos hermanos. O al menos sufrimos como tales, venía a decir —con otras palabras— el filósofo Peter Singer (1946) en su relevante Liberación animal (1975). En cuestión de hermanar cánidos y personas, destaca Corazón de perro (1925), sátira breve en la que —para criticar el ideal del nuevo hombre soviético— el médico y dramaturgo ruso Mijaíl Bulgákov (1891-1940) se metía en la piel de Shárik, bondoso chucho callejero forzado a mutar en un humano desastroso. En el proceso, contradecía a Maquiavelo al afirmar que la bondad, y no el miedo, es el único método posible para tratar con los seres vivos. Y qué fácil es olvidar que el miedo solo paraliza y anula. Haga usted la prueba: si tiene la suerte de vivir con un perro rescatado de la calle, piense en cómo era cuando entró por la puerta de casa, cargado de traumas e inseguridades, y en cómo es ahora, que cuenta con su cariño y cuidados. En palabras de Bulgákov, «seas persona o perro, el miedo no trae nada bueno».
La escritora bonaerense presenta a un dúo de personajes entrañables, sinceros, construidos con sencillez, que constituyen el alma de la novela y a los que nos acostumbramos de manera natural. Por un lado Camila, una argentina herida por dentro que, en plena huida de sí misma y de los demás, llega a un remoto pueblo de Andalucía; por otro Tofi, un pequeño y tierno perro callejero en búsqueda de un refugio, de unas manos que acojan, de una familia a la que querer. Lo suyo es un flechazo a primera vista, pero, como suele suceder con todas las relaciones cuyos miembros vienen de contextos tan distintos y arrastran daños profundos, la vida no se lo pone fácil: deberán enfrentar miedos endógenos y exógenos, superar pruebas que harían temblar cualquier vínculo y, en definitiva, consumirse como el ave fénix para ser capaces de renacer.
Castro deslumbra con una historia intensa y emotiva, hilada a partir de capítulos breves y un lenguaje fluido, lo que no le impide hacer gala de su dominio de instrumentos narrativos complejos: se nota en las conversaciones con la salerosa Maripili y el afectuoso Rafael —divertidísimas gracias al contraste cultural entre los argentinismos y los andalucismos—, en los flashbacks con el artístico y sensible Luca y, sobre todo, en la «mitad perruna» del libro. Me refiero, por supuesto, a los capítulos protagonizados por el propio Tofi. La autora sigue la estela de la mejor tradición literaria de ojos animales, desde el sarcástico gato de Natsume Sōseki (1867-1916) hasta el perro lobo de Jack London (1876-1916), con una diferencia: aunque cualquier manifestación literaria hable, en última instancia, de nosotros mismos —y ahí están la pugna contra el trauma, el intercambio entre diferentes, los nuevos comienzos—, con Tofi apreciamos un esfuerzo sobresaliente por tratar de comprender la mente canina, sin infantilizarla, pero concediéndole la profundidad psicológica suficiente para que la odisea de nuestro pequeño amigo resulte creíble y atractiva. Y, para gusto de quien escribe, creo que da en el clavo: ¿acaso no saben los perros oler nuestras emociones, comunicarse de las formas más sorprendentes y, en general, demostrar una empatía entre especies que ya quisieran algunos animales de dos patas?
Todo lo anterior es motivo más que suficiente para dejarse envolver por esta novela sanadora, que hace verbo del acto de perdonar y perdonarse, que ilustra el precioso camino de la adopción —más humano y gratificante que el de la compra— y que, con toda probabilidad, logrará arrancar unas cuantas lágrimas inesperadas. Nos advertía el bronco Arthur Schopenhauer (1788-1860) de que quien es cruel con los animales no puede ser una buena persona; dando la razón al alemán, descubrir a Castro me empuja a ir un paso más allá: quien no lee —y convive— con un peludo en sus pies o en su regazo, no sabe lo que se pierde.
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Autora: Leticia Castro. Título: Lamer las heridas. Editorial: Harper Collins. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.
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