Los primeros compases del pasado 2022 fueron duramente sacudidos por un nuevo episodio de violencia, ya tristemente histórico: el estallido —y nunca mejor dicho— de una nueva guerra, con la invasión rusa de Ucrania. La demostración, una vez más, de la triste condición humana, capaz de tropezar sobre la misma piedra cuantas veces sean necesarias sin aprender del pasado. Santayana volvió a hacerse visible con su sempiterna frase presente en La razón en el sentido común: “Aquellos que no pueden recordar el pasado están condenados a repetirlo”. Poca razón y poco sentido común, como hemos podido comprobar a lo largo de estos meses. Y sobre todo por las dantescas noticias que nos han ido llegando, un nulo sentido de humanidad. Una pregunta surge entre tanta tiniebla: ¿Cómo es posible que en pleno siglo XXI continúen sucediendo este tipo de cosas? La respuesta, como decimos, está en la propia naturaleza del individuo, en los mecanismos que construyen su irracionalidad, con todas las acciones y consecuencias que pueden conllevar. Más allá de su animalización, se imponen sentimientos de ambición, poder o crueldad, latentes en algunos casos y materializados en otros. Por desgracia, siempre reavivados; por fortuna, en menor grado que otros.
Sarajevo y Barcelona serán los dos escenarios determinados, si bien como hemos visto el material esencial con el que se construye la historia puede ser perfectamente universal. La mano cercenada asiendo una espada rota en el lienzo del Guernica (1937) nos habla de que, más allá de la Guerra Civil Española han existido otras guerras ya desde los orígenes del ser humano, y en ellas se han mutilado vidas, material y simbólicamente hablando. Durante la guerra de Bosnia, la joven Hana sufrirá una profanación física y psicológica por parte de aquellos militares que la poseyeron, junto con su sobrina y un innumerable número de mujeres que tuvieron la desgracia de estar en aquel lugar y momento histórico. Sirvieron como medio a través del cual depositar la ira, la venganza, la rabia y el deseo de exterminio político y humano: “No sois como ellos porque os falte fuerza física: ellos están fabricados de otra pasta. ¿Quién empieza las guerras, quién compromete países enteros? ¿Quién las busca, quién se lanza? Al final sois las mujeres las receptoras de toda esa rabia”.
Paradójicamente, la supervivencia de Hana tras la guerra fue una suerte y un castigo al mismo tiempo, pues de las consecuencias de aquella violencia física y sobre todo, sexual —la violación como elemento esencial en esta narración— brotó, también de forma paradójica, la vida. Esa flor que surge de la tierra arruinada en el cuadro picassiano es a la vez símbolo del renacer tras la destrucción, en este caso una flor siniestra: “Como el espejo dentro del espejo en un ascensor, reflejando un infinito dentro de otro, el dolor convertido en matrioska encapsulaba horrores en apariencia confinables: el pavor del abuso, contenido en la condena de ser mujer; la angustia de sentir crecer la anguila, en el terror por la violencia que la había engendrado. Un horror en el horror que te convertía en continente cuando descubrías que la matrioska eras tú y que, de tratar de ordenar los horrores, de encerrarlos para siempre en una caja en otra caja en otra caja, ya te podías andar olvidando”. Secretos dolorosos que pujan por salir como gritos, clamando su existencia al mundo, para que no se olviden y así evitar su repetición. Pero también la vida palpitante que se encuentra dentro y puja por salir.
La estructura narrativa también formará parte de ese concepto “matrioskiano” pues, junto con la voz de Hana, Carnicero simultanea la de Sara: una adolescente de Barcelona que ha crecido ajena a esta tragedia vivida por Hana pero, que de forma inevitable, se encuentra unida a ella. Así, las voces de estas mujeres se suceden capítulo tras capítulo, en una especie de diálogo incomunicado, tras del cual se teje la trama de la novela. El público lector descubre progresivamente el misterio de este juego de muñecas rusas que poco a poco se abre con todo su desgarro. La dureza de los pensamientos y los diálogos van sobrecogiendo a quien atraviesa sus páginas, sin poder detenerse a la vez en su marcha. Así es el estilo de esta autora, decidido y constante, como un tren que cruza un territorio y dejan tras su paso una estela vaporosa. Neblina que queda en el cielo de nuestra conciencia, haciéndonos reflexionar y concluyendo, como la autora, que contra la sinrazón y la corrupción sólo cabe la cordura y la integridad. A veces se tomarán actitudes contradictorias, aunque justificadas, pero finalmente tras el dolor, tras el luto en todos sus sentidos, podrá acontecer el renacimiento y actuarse conforme los dictados de la conciencia.
No importa de qué modo nos llegue este mensaje, las formas que adopte —incluso poéticas, en el sentido literal de los versos—; mediante distintas fórmulas estéticas, la escritura acabará conmoviendo nuestro interior, metamorfoseándonos en personas distintas de quienes éramos antes de iniciar la lectura. Esta es la definición del buen hacer literario, capaz de transformarnos de algún modo, dejándonos una marca interna e invisible, pero que sabemos indeleble. Marta Carnicero consigue esto y mucho más: revela en su trabajo un nuevo camino todavía inédito en la novela europea actual. Así lo han dictaminado voces tan acreditadas como Enrique Vila-Matas o Marta Sanz, quien no ha dudado en subrayar la capacidad de la autora para hacer posible, mediante una escritura “afilada” y “cálida”, la confrontación de quien lee Matrioskas mediante “el lenguaje y memoria y el lenguaje como nexo y coágulo”. Ahora, más que nunca, resulta necesario mirarse en la imagen especular como sociedad y detectar las manchas del azogue. Intentar restañarlas con una actitud ética, será nuestra misión tras cerrar el libro.
Un terrible y sobrecogedor tema el de la novela explicado por el columnista de manera delicada pero contundente.