Todos hemos estado ahí. Todos lo sabemos. Aunque nuestra sociedad se empeñe en idealizar la infancia y en convertirla en un territorio de ingenuidad y pureza. La infancia es, también, un pozo oscuro y feroz, un espacio alegremente amoral, en el que el comportamiento adecuado del niño sólo se consigue mediante la presión, la amenaza o el soborno de los adultos. Mamá y papá te quieren si eres bueno, te castigan y se ponen tristes si eres malo. Y tú, de niño, te adaptas: hay que sobrevivir.
Por eso muchos autores que han querido adentrarse en las tinieblas de la niñez han imaginado mundos distópicos en los que la ley y el orden se han derrumbado dejando escapar por sus grietas hordas de niños que no tienen ya otras ataduras que su propio juicio. Cuando los padres dejan de ejercer —y tampoco vigilan Dios ni la ley— los niños se muestran como son.
Pero si algo caracteriza la obra de Andrés Barba es su empeño en buscar un punto de vista propio, dotando de nueva vida a temas viejos. Así que, en lugar de paisajes postapocalípticos, él imagina un mundo aparentemente intacto: no hay en San Cristóbal, el lugar donde se desarrollan los hechos, ningún indicio de derrumbe social. La vida transcurre tranquila, con sus pequeños problemas, sus pequeñas mezquindades, sus aparentemente pequeñas injusticias. Nada que no ocurra en otras ciudades. Y es allí donde empiezan a aparecer niños asilvestrados que van formando grupos y que defienden esa libertad que tanto inquieta a los adultos. Surgen, claro, la violencia y una amenaza difusa que provoca la reacción de la gente de orden. Hay algo casi simbólico en esas bandas de niños que ejercitan la violencia al parecer sin cálculo —¿por qué, si tienen hambre, destrozan la comida que las gentes caritativas donan a los necesitados?—, impresión que se refuerza al descubrir que viven en la selva y bajo tierra, esto es, en lo oscuro, en lo difícilmente accesible, en esos lugares que tememos y evitamos transitar, como si fuesen una especie de subconsciente social.
Pero si la súbita aparición de los niños en una ciudad tropical es el eje de la historia, la trama sobre la que se centran nuestra atención y nuestra curiosidad —¿de dónde salen, qué representan, por qué se comportan como lo hacen?—, en República luminosa sucede como en casi todas las buenas novelas: en los márgenes de nuestra atención ocurren cosas que nos cuesta más precisar, eso que vemos con el rabillo del ojo y que quizá es más importante que lo que está en el centro de la imagen. Casi no nos damos cuenta de que en la preocupación por los niños, también por los hijos de esas familias de clase media que se van sumando a la horda, se esconde algo más, algo difícil de definir y que poco a poco se va concretando como otra forma de violencia.
Y los niños son una amenaza. Encarnan lo radicalmente otro porque no se ajustan a nuestras categorías, no podemos darle explicaciones sociológicas ni psicológicas. Están ahí, fuera de la sociedad y al mismo tiempo en la parte más profunda de ésta.
Siempre me pasa lo mismo con las novelas de Andrés Barba: ejercen una fascinación en mí que se acerca a la atracción morbosa, pero sé que estoy mordiendo un anzuelo, porque, sin darme cuenta, eso que podría ser una forma de voyeurismo acaba convertido en un proceso de reflexión, tan incómodo como revelador: al final, en el fondo del pozo al que me obliga a asomarme estoy siempre yo.
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Autor: Andrés Barba. Título: República luminosa. Editorial: Anagrama. Venta: Amazon, Fnac y Casa del libro
Foto de portada: Daniel Mordzinski
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