Ya ‘stuvo, carnalito. Ora sí, te topaste con la pinche pelona y pintaste tu calaverita, colgaste los tenis. Qué le vamos a hacer. Ni pedo. Pero la mera neta, la hiciste gacha. Chingón tu verbo, maese, ahí queda pa’ los cuates. Preciso, conciso y macizo. Me cae de madre. Y al que no le pase, que chifle su flauta. Por eso nos vamos a chupar un pomo a tu salud y que chingue a su madre el mundo. Ya sabes, los ojetes se cortan solos. Chido por ti, Armando Ramírez. Ai los vidrios, valedor. Descansa en paz.
Digamos que al menos quien se ha puesto a ello una vez en su vida, sabe que escribir una novela representa un gran esfuerzo intelectual y físico. Horas-nalga, obsesión permanente durante días y días, nervios, conjeturas, muchísimas dudas, inseguridades, lecturas, etc., etc. Ponga usted lo que quiera. Así que lo primero que deberíamos reconocer como lectores es ese esfuerzo, ese tesón por sacar adelante una historia, una idea que el autor ha querido que cobrara cierta forma literaria. Bien. Pero ¿dónde está el límite? ¿Dónde empieza la literatura más allá de la pura escritura, del puro arranque lírico, más allá del inspirado sentimiento de que tenemos algo que contar y, zas, te suelto un rollo de tropecientas páginas y digiérelo como puedas? ¿Cuál es la diferencia entre literatura y escribasura? ¿Es difícil responderlo? Pongamos un ejemplo, a ver si nos aclaramos. Publicada por Seix Barral México, Retrato de mi madre con perros, novela de Daniel Rodríguez Barrón (Ciudad de México, 1970) que acaba de comenzar a circular, narra la vida de Jacobo, un hombre atormentado y perseguido por el fantasma de su madre, que le pide vengar su muerte. En el viaje por encontrar al asesino, se dice: “El joven se sumerge en las zonas más profundas de la psique humana y en los abismos de una sociedad compuesta por identidades vacías que únicamente se pueden conocer a través de una pantalla”. Vale. “Jacobo”, explica el autor, “es un protagonista misántropo —lo odia todo empezando por sí mismo—. Lo que él busca es la nada (sic) y se da cuenta de que prácticamente su única salvación es dejar de existir (otra vez sic). Vive en un mundo donde brota la peste, abundan los drones y la Gran Inteligencia que se alimenta de las millones de entradas diarias que los ciudadanos están obligados a publicar en la red”. Rodríguez Barrón justifica este extremo por el hecho de que “nos hemos convertido en una clase social de la que todavía no sabemos nada (¿de veras?). Nos hace falta un Marx (¡dios redentor!) que nos diga a qué categoría pertenecemos. El reto vital de este ejemplar (el personaje así llamado) fue cómo un individuo puede volver a contar su propia historia, cuando ya la contó en tiempo real todos los días”. Rodríguez Barrón señala sin empacho que han sido “varias ideas las que detonaron este libro: primero, me di cuenta de que cuando utilizamos diferentes vías de transporte, las personas regularmente están atentas a sus celulares o van distraídas, por lo que la interacción con los demás es completamente nula”. Sin duda algo muy revelador. “Lo grave del asunto —añade— es que incluso en una cena o reunión los invitados siguen inmersos en sus redes sociales sin tener contacto físico” (ahhh). Por otro lado, abunda el escritor, siempre quiso trasladar a Edipo a este siglo y entonces imaginó “que debería ser un personaje muy cínico y brutal como lo es mi protagonista”. Genial. Pero veamos lo que observa un lector atento. Empieza por el título y acusa un desacierto: Retrato de mi madre con perros ignora la existencia de Autorretrato de familia con perro, de Álvaro Uribe, o, quizá sabiéndolo, en la editorial cultivan la falta de originalidad. Minucias. Ahora vienen las páginas iniciales. El personaje principal de la novela, Jacobo Flores, tiene, como él mismo lo llama, “un momento proustiano”: su madre tirándose pedos con los que intenta reproducir la tonada de All you need is love. Bueno, quizá sea para poner en situación al lector con el contenido que le espera. Y entonces resulta, juzga el lector atento, que el tono es artificialmente provocador y su contenido oscila entre lo procaz y la rebeldía como pose. De esta manera, cita: “Eras capaz de todo por madre, no te quedaba más que arrodillarte y besar sus pies, darte vuelta y besarle el dorso de sus rodillas, y meter las narices en su culo y encontrar los rollitos de papel higiénico que se le quedaban en los pelos e intentar deshacerlos con la lengua”. Más que escandalizar, sostiene el lector atento, “Rodríguez Barrón consigue anular cualquier acercamiento literario a la realidad, por lo que no pasa de ser lo que se supone que es: vulgar”. Retrato de mi madre con perros convoca también a un padre ausente; una corte de sueños, delirios y anatemas; alucinaciones al calor de cócteles de ansiolíticos y whisky; apariciones esperpénticas y hasta algunas representaciones teatrales. “En suma: un batiburrillo que echa mano de productos de muy pobre calidad”. ¿El resultado? El lector atento juzga: un esfuerzo que llevó a Rodríguez Barrón “a escribir 164 páginas que no llevan a ninguna parte”. ¿Literatura o escribasura?
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