Escultura de Cervantes vandalizada en Lérida.
El año pasado, la revista Zenda y XL Semanal pusieron en marcha una interesante iniciativa: pedir a colaboradores, autores y lectores que dijesen cuál era, según su criterio, el autor que mejor representaba a España: «No se trata de que menciones al mejor, ni al más internacional, ni al más influyente, sino al que en su obra representa mejor, a tu juicio, lo español, o cuya lectura permite acercarse con más rigor a la comprensión del carácter, la historia y la naturaleza de España y los españoles”.
Hoy, al pie de las estatuas caídas o vandalizadas de Cervantes, recuerdo lo que entonces escribí, que hoy adquiere una nueva dimensión teñida con la oscura melancolía de lo irreversible:
Si buscamos en Cervantes un retrato de España no lo vamos a encontrar como tal. Para poder admirar un dibujo o una fotografía, el espectador necesita la comprensión del conjunto; que al separarse un tanto del objeto éste ofrezca un panorama general organizado, ordenado y bien compuesto para que el intelecto, apenas sin otro esfuerzo que la mirada, pueda alcanzar a comprender lo que se mira. Pérez Galdós sería tal vez ese fotógrafo de una España reconstruida literariamente con el orden casi de un cronista pulcro de su historia, narrada con la finalidad de que el lector comprenda, desde el distante balcón de un libro, el gran armazón de un país, con su paisaje, sus personajes, sus luces y sus sombras.
Sin embargo, la España de Cervantes no se deja retratar de manera tan sencilla. Y esa es precisamente la grieta por donde empezamos a vislumbrar la tremenda españolidad de don Miguel. Por contradictorio que pueda ser, la España literariamente cervantina se gesta (luego desarrollada en el resto de su obra), en un lugar de La Mancha sin nombre. Un espacio geográfico intencionadamente inexistente que alberga la primera road movie de la literatura, en la que el autor, a través sobre todo de los personajes que desfilan por ella, ajustará cuentas con su fiera, dolorosa, tierna manera de ser español.
La España de Cervantes no es una fotografía literaria que amarillea con el tiempo; es algo orgánico, vivo, secreto y esencial, como el hueso de una fruta madura protegido por un perímetro delgado e inevitable de carne amarga. La España de Cervantes, que en lo esencial es idéntica a la nuestra, es difícil de ver hoy en día. De todas maneras, Cervantes, con su enorme inteligencia intuitiva, ya lo predijo en boca del mismísimo don Quijote: “Mi historia… tendrá necesidad de comento para entenderla”.
La obra cervantina ha ganado con los siglos la gloria, pero le ha costado el precio de la comprensión. Borges, otro gran cervantino, decía, en boca de Pierre Menard, “la gloria es una incomprensión, y quizás la peor”.
No sabemos reconocer nuestra España, porque hemos dejado de leer y comprender a quienes magistralmente la contaron, más la amaron, mejor la entendieron. Sin esas lecturas, sin Cervantes, que se nos aleja a la deriva porque no hemos echado su ancla en los colegios, estamos condenados a no saber quiénes somos. España está ahí, esperando en un coma tal vez irreversible a que se la despierte. Algunos creen que el pasado es un cadáver que hay que enterrar, pero se ha demostrado una y mil veces que no es cierto; el pasado de luces y de sombras de España late con fuerza en un ataúd calafateado de ignorancia. Creo que terminaremos muriendo todos cuando el corazón de su memoria se canse, asqueado y solo, de latir.
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