Vivimos como si fuéramos a durar siempre, ajenos al paso del tiempo. Quizá sea conveniente para levantarse cada día. “Recuerda que eres mortal”, decía un súbdito al general romano que paseaba entre vítores por la Vía Apia tras regresar triunfante de las Galias. Viene a cuento la fugacidad de la vida ante el acopio ridículo que solemos hacer de «souvenirs», ropa y caprichos varios que muy pronto marginamos tras caer rendidos ante el efímero fulgor que irradiaban desde un escaparate. También, en mi caso, de lápices y bolígrafos. Rara vez suelo terminarlos. Hasta esta tarde.
Era, y aún es, un Bic naranja, de aquellos de punta fina. Tan baratos como seguros. Se dice que los rusos optaron por lápices en vez de bolígrafos para que, desafiando cualquier gravedad en la órbita de la Luna, pudieran anotar “por supuesto que hay una cara oculta, damos fe”. Por supuesto, desconocían el bolígrafo Bic, mi Bic.
Estaba escribiendo la calle de la casa de un amigo en el sobre de una carta cuando el bolígrafo dejó de dar de sí. En silencio, sin estridencias. Como sólo se van los valientes, con la dignidad de los más grandes. Desconozco cómo llegó a mí, pero lo acogí con la ternura que alguien puede sentir hacia un bolígrafo de otra época. No lo sacaba de casa por si fuera a constiparse, por si se perdía y no sabía regresar, tenía miedo de que alguien pudiera robármelo o que le diera por irse con otro.
Lo que sí es cierto es que era mi preferido. Con él he subrayado a Albert Camus, a Fernando Savater y a Primo Levi, por tirar de memoria reciente. No se cansaba de mí, ni tampoco yo de él. Confiaba ciegamente en su fidelidad, más que en la de cualquier perro, siempre atento a las insinuaciones de un extraño.
Reconozco que últimamente le vi que perdía… ¿pulso, tino? No acierto con la palabra. Digamos que no estaba ‘fino’. Tenía algo así como si fueran verrugas. Afloraba la tinta azul sin medida, como una diminuta hemorragia. Se formaban unos pequeños pegotes que, en un papel pequeño que tenía al lado a modo de lazarillo, los iba abandonando como si fueran excrementos de gorrión. “Es por la primavera”, intenta consolarme. “Ya se le pasará”.
Vivió sus últimos días sin quejarse. Subrayó esos párrafos interminables de David Foster Wallace con entereza, todo un «tour de force» para un moribundo. Hasta que dijo basta en silencio.
Ahora no sé qué hacer con él. No puedo tirarlo a la basura, entre trozos de cebolla, latas vacías de mejillones o cáscaras de huevo. No es cuestión de que comparta espacio en una taza de cerámica de Sargadelos con sus semejantes: “Pero qué pinta aquí este cadáver, si va a empezar a oler. Seguro que ha tenido el coronavirus, que ha muerto de eso. Es capaz de contagiarnos a todos. ¡Fuera de aquí, no le queremos! Y si no hacemos huelga de tinta, advertido estás”.
Esta noche dormirá dentro de un pequeño cajón, a modo de ataúd. Puede que quepa (sí, lo acabo de comprobar) en el estuche (negro) de unas Ray-Ban: tiene un cierre contundente, es imposible que se cuele ninguna luz y estará protegido ante cualquier molestia. ¿Y mañana?
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