En esta sección, Alberto Olmos nos presenta a los escritores jóvenes más interesantes de la actualidad.
Las mujeres maleadas por la Historia son las protagonistas de Haz memoria, novela en la que, de alguna manera, las buenas son las mujeres, las malas son las mujeres, las que mandan son las mujeres y las que resultan agraviadas son también las mujeres. Y no, no se trata de una distopía, sino de un relato secreto, íntimo sobre la Guerra Civil y los efectos tan diferentes, pero todos malos, que tuvo sobre varias féminas de una misma familia. Virginia Woolf vela el texto página a página, hasta que García Lorca toma el relevo, en un tramo final de enorme belleza y visceralidad. No se pierdan el personaje de la Rusa.
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—Haz memoria supone una apuesta muy notable por la articulación del relato frente a la narrativa más impresionista de tu debut, La pertenencia. Aquí hay secretos, tramas, mecanismos de relojería argumental que estallan en el momento justo… Si me dijeras que es un libro escrito antes de La pertenencia, me lo creería. En todo caso, parece un libro de otra autora, aunque se traten temas parecidos a los de tu primera obra.
—Tienes razón en que la estructura del relato es completamente distinta, aunque los temas que sobrevuelan ambas novelas son muy parecidos, en algunos casos incluso los mismos, como la obsesión que tengo por las casas, la memoria de los objetos, la relación entre identidad y pasado… El proceso de escritura no es que fuera diferente, pero sí la manera de organizar los elementos de la historia y de componer la narración. En La pertenencia es cierto que el estilo puede ser un poco más hermético o impresionista, como bien lo has descrito, y en el caso de Haz memoria, mi intención desde el principio fue centrar más el foco en la propia trama, quería que hubiese más “acción”, por decirlo así, y dedicar la atención a sucesos concretos que determinaran caracteres, comportamientos y el hilo de la historia.
—El tema de la guerra (entendemos que la Guerra Civil española) va tomando protagonismo en el libro y la aproximación que haces podría definirse como “los traumas de las mujeres anónimas en la contienda nacional”. ¿Cómo afrontaste el relato de un episodio de nuestra historia tan machacado ya de bibliografía?
—Es verdad que hay muchos autores y novelas que han tratado el tema de la Guerra Civil, incluso tenemos la impresión de que nuestro cine es monotemático y eso puede generar en el público cierto rechazo o cansancio. Yo misma me incluía hasta hace poco en esta impresión generalizada sobre la Guerra Civil, pero al abordarla ya siendo adulta y desde una perspectiva literaria me he dado cuenta de que es un pozo inagotable de simbolismo. La verdad, no era mi intención inicial escribir una historia sobre la Guerra Civil pero me vi inmersa en él de manera casi inevitable al reflexionar sobre pasados personales y familiares: qué mejor que el tema de la represión y de la memoria histórica como metáfora global de las carencias que arrastramos. Me di cuenta de que era idóneo para encauzar lo que quería contar: los peligros del olvido, voluntario o no, y la inutilidad de querer enterrar el pasado, y todo ello desde otras perspectivas (las femeninas y las más cotidianas) a las que nunca se ha prestado tanta atención o que no se han considerado tan importantes. Por eso la mayoría de mis personajes son mujeres, es a través de ellas como se va desgranando la historia, y gracias a ellas conocemos su visión de los sucesos y sus puntos de vista, muy diferentes según cada una.
—El personaje de la Rusa me ha parecido sensacional. Es como un pequeño dictador sibilino. ¿Hay en él alguna crítica a las mujeres —a ciertas mujeres— durante la Guerra Civil?
—Me alegro de que te haya gustado. Está siendo el personaje favorito de la mayoría de los lectores y confieso que el mío también. La Rusa es una mujer audaz, voluntariosa, luchadora, que no se resigna a la debilidad o a la sumisión… y profundamente equivocada en muchas cosas. Por eso creo que se la ama y se la odia al mismo tiempo. La Rusa tiene muchas virtudes pero es también la herencia del pasado, la represión y el miedo, es capaz a la vez de la mayor valentía y de la mayor mezquindad, digna de admirar por un lado y cruel por otro… Sus decisiones son criticables, por supuesto, y sus acciones, acertadas o erróneas, condicionarán la vida de cuantos la rodean, pero su bando elegido no es tanto por ideología ni por fanatismo político sino por puro instinto de supervivencia, tanto para ella como para su familia, de quien se considera cabeza responsable mucho más que su marido. Diría que son las circunstancias las que la han hecho así, su rechazo a la indefensión y su condición de mujer en un mundo de hombres.
—El hermano pusilánime parece ser una constante en tus ficciones, pues también hay un tío algo desvalido en La pertenencia. No sé si tienes una fijación con los hombres no singularmente masculinos o pretendes con estos personajes varones hacer un retrato quizá crítico de la masculinidad…
—Puede que sí, que tenga una fijación con los caracteres masculinos no normativos, o que se escapan de esa definición de “hombría” tradicional y estereotipada. Hasta hace bien poco los hombres, ya desde niños, no podían expresar vulnerabilidad ni sensibilidad: ésos eran atributos propiamente femeninos y vergonzosos para ellos. Por eso los personajes que no encajan en esta convención social (una convención que, por suerte, ha cambiado mucho) me resultan mucho más interesantes a la hora de describir su conflicto interior y las presiones que han sufrido. Antes mencionaba a las mujeres como hilo conductor del relato; junto a ellas, además, me parecía esencial retratar distintos modelos de masculinidad en los personajes varones: la mansedumbre del Zar, la sensibilidad del hijo pequeño, la agresividad del novio de la mayor… Unas y otros son muy diferentes entre sí y algunas tampoco encajan en el modelo femenino preestablecido. La deconstrucción de esos modelos o roles que nos han impuesto es un tema que me fascina.
—La cuestión lésbica está tratada con mucha sensibilidad y sutileza en el libro, y hay escenas y pasajes poéticos al respecto que he leído con enorme placer. No sé si planteas de fondo en Haz memoria las contradicciones o incompatibilidades entre la orientación sexual y la orientación política, cierta intolerancia histórica dentro de la propia izquierda hacia la homosexualidad.
—Creo que, por pura lógica personal e histórica, sí es incompatible tu orientación sexual con ciertas ideologías políticas, sobre todo con el fascismo y la derecha, en cuyo programa siempre ha estado el menosprecio y la discriminación (cuando no directamente el exterminio) de personas, familias o formas de vida que ellos no consideran válidas. Durante la Guerra Civil y la posterior dictadura fueron miles las personas represaliadas, perseguidas, torturadas o asesinadas por su orientación sexual. Hasta 1979 (prácticamente anteayer) ser homosexual se consideraba un delito penado en España: los homosexuales eran “peligrosos” y sujetos “a rehabilitar”. Cuántas vidas injustamente robadas, cuánta felicidad entregada al olvido y al silencio, y qué imposible frenarlas pese a todo. Mi novela es, además de una denuncia a este horror, una llamada a las nuevas generaciones para que no olviden nunca un pasado intolerante y represor, como pretenden muchos políticos, dejar pasar el tiempo y que todo se olvide. Haz memoria es una historia sobre todo lo que quedó interrumpido para siempre y convertido en trauma por culpa del franquismo, y que no podemos, sencillamente, “dejar atrás” como si nada. En palabras de Daniel Jándula, que es un escritor al que también admiro, “que el olvido no le conceda al diablo mayor ventaja de la que tiene”.
Extracto de Haz memoria, de Gema Nieto
Era fácil, incluso para él, saltar la tapia del huerto de las monjas, porque tenía poca altura y abundantes huecos entre las piedras para apoyar los pies y darse impulso. Una vez dentro podía tirarse horas tumbado bajo los árboles sin ser descubierto, comiéndose los piñones que encontraba entre la hierba, escondido del mundo y sin querer saber nada de él. Echado contra el cielo, vigilante de mariposas o de pájaros, ponía las manos en lo alto delante de sus ojos y jugaba a adivinar cuál se le difuminaría primero en la luz y cuál vería más clara, y una era un comienzo y otra era un final. Ésos eran los únicos momentos del día en que se sentía seguro y en paz, lejos de los chicos que le empujaban y se reían en la escuela, lejos incluso del maestro que les reprendía y cuya consideración hacia él, cuando le ayudaba con la caligrafía o le pasaba el brazo por los hombros al salir del aula, no hacía sino empeorar las burlas, lejos sobre todo de una madre que jamás le defendería. «Que no te vean llorar», era lo único que le decía siempre, y con esa advertencia, que también podía interpretarse como «que nunca te vea llorar yo» y anunciaba una amenaza o un castigo mayores, daba por zanjado cualquier conflicto. Allí era fácil porque el único obstáculo antes de olvidarse de todo era una tapia de piedra detrás de la que había árboles y sombras y césped donde tumbarse para mirar el cielo y donde nadie le había descubierto hasta entonces. A veces algunas monjas habían pasado muy cerca, paseando susurrantes por los senderos de tierra con las manos cruzadas bajo el hábito, a veces solas, a veces de dos en dos, y ni siquiera se habían percatado nunca de su presencia pese a que la primera vez se inquietó y llegó a incorporarse sobre un codo, tenso, esperando el momento en que por fin giraran la cabeza alertadas y tuviera que salir corriendo. Pero eso nunca había sucedido, y cuando las monjas llegaban hasta el mismo borde del parterre ya ni se preocupaba de abrir los ojos. Permanecía quieto y tranquilo, en la misma postura, hasta que las pisadas crujientes en la tierra se alejaban. Sólo se movía cuando empezaba a irse la luz o le entraba frío si era otoño, en invierno esas incursiones no podía permitírselas porque el suelo estaba helado, las ramas de los árboles peladas y se hacía de noche muy pronto, pero ese día era casi verano todavía, finales de septiembre, la guerra había estallado hacía sólo dos meses retrasando el inicio normal de las clases y en todas partes se respiraba una tensión eléctrica, una especie de premonición de violencia que a él, sin embargo, le adormecía como dándole fiebre, y por eso ese día de finales de septiembre, cuando todavía tardaba en irse la luz, se debió de quedar adormilado bajo los árboles del huerto de las monjas porque cuando abrió los ojos se sentía algo entumecido y sobre todo se asustó porque el cielo ya estaba oscuro, no del todo pero ya no había rastro de violetas ni naranjas, sólo un azul cada vez más fuerte y las primeras estrellas sobre las copas inmóviles.
(Haz memoria, Dos Bigotes, pp. 45-46)
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