Coincide una novela con pandemia en su argumento con una pandemia real que impide que esa novela visionaria se compre y se lea, pero eso no hace sino subrayar la capacidad de Jimina Sabadú para contar las cosas que no vemos y hablarle de tú a tú al caos. Las palmeras (Algaida) es un viaje por la España que salía por televisión y acabó en los bares, por la cultura cutre de los karaokes y el balconing, por la periferia de la noche. Fresca, disolvente, entrañable, Las palmeras explora la ternura de una fiesta que se acaba.
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—Las palmeras es una road movie española con destino Marbella de una pareja justo cuando un Brote se extiende por el país. Las coincidencias con lo sucedido en estos días ¿te aterraron, complacieron, despistaron? ¿Cómo has vivido por ejemplo el tuit de Rafa Hernando diciendo que el presidente plagió su discurso del que aparece en tu libro, pero del rey? ¿No crees que esta publicidad ha dado a entender que la novela es algo que no es?
—Llevo años con esta novela en el escritorio y siempre la he visto como la ruta natural que tomaría un problema apocalíptico en España. Cada coincidencia (esta semana señaló Mauro Entrialgo que también acerté en lo de que quitaban el programa de Iker Jiménez y seguía Saber y ganar) me hace mover la cabeza afirmativamente, porque es lo esperable en nosotros. Pero me fastidia no haber visto venir ni lo del papel higiénico ni lo del Dúo Dinámico, aunque el quid de los apestosos es que si estamos juntos nos libramos, y con el coronavirus es al revés, porque si nos juntamos, palmamos. Esta plaga es mucho más poética que la mía, dónde va a parar. El tema del plagio —que nunca ha existido— demuestra sobre todo primero, que la gente ni lee ni comprueba, y segundo, que hay unas personas dispuestas a generar mentiras para desestabilizar la sociedad. Esta segunda característica se anula con la primera: si lees y si compruebas, no hay mentira. Es como el coronavirus, que se transmite fácil y rápido, pero que con una higiene media se pueden evitar muchos contagios (o se hubieran evitado de haberlo cogido a tiempo). Ni siquiera hay que ir a la biblioteca o preguntar a nadie. Basta con mirar el móvil. Rafa Hernando es un personaje que me daba bastante igual. El típico soberbio de edad indefinida que te entra en un bar de los de camareros de pajarita haciéndose el culto y que por no preguntarte, no te pregunta ni el nombre, porque allí el que importa es él. Otro ser de esa liga que ha tuiteado sin mirar es Hermann Tertsch, y no contento con eso, se retuiteó a si mismo diciendo que la culpa de que hubiera picado en un bulo era de Sánchez. Pero ver, de repente, al sanedrín del puraco y el palmetazo en la mesa citando una foto de mi libro ha sido algo que recordaré con cariño en los años venideros. Cada uno elige la versión que quiere: Felipe VI, Pedro Sánchez, Pablo Iglesias (esta última versión fue menos popular), como con las caceroladas. La publicidad ha dado a entender algo que no es, en efecto, como que el libro es Palmeras en la nieve o Palmeras de Jimina. Mañana no se acordarán. Hoy ya no se acuerdan. Si esa gente fuese a comprar en concreto mi libro (como si fuesen a comprar alguno), me gustaría que vinieran a una firma o charla o merendola sólo para que me explicasen cómo yo, que me considero tan lista, soy una matada, mientras que ellos, que dan por sentado cualquier cosa que les llega por whatsapp, han conseguido poseer casas, vacaciones opíparas en destinos exóticos, coches, motos, hijos con licenciaturas en universidades privadas y ahorros para la vejez. Está claro que mi sistema de valores es una mierda pinchada en un palo. Quizás debería estar reenviando cosas para cambiar mi economía.
—¿Cómo vive un autor, como es tu caso, la salida de un libro coincidiendo con la paralización completa de un país, librerías, prensa cultural y posibilidad de hacerse con el libro incluidos? No sé, ¿te ha deprimido? A lo mejor hasta ha sido un alivio librarse de la presión por sus ventas y recepción, y de la presentación.
—He sacado tres novelas, y la presión de las ventas nunca la he sentido. No pregunto, y cuando me llegan las liquidaciones no me entero. Yo me leo las críticas, eso sí, porque espero encontrar en ellas cosas que me hagan aprender, o por lo menos espero que me pongan muy bien, que es algo que siempre gusta. Las presentaciones es algo que me encanta hacer, porque soy muy amiga de organizar charlotadas del tipo que sea. Espero retomar esto en septiembre. Pero no sé qué pasa con el resto de libros que estaban programados. Ahora Hernán Migoya saca un libro, Baricentro, sobre su padre. Me interesa muy en particular, porque Migoya es todo lo que la prensa cultural desprecia. Pero el tema de la lectura es catastrófico. La prensa cultural nos interesa a los que nos dedicamos a estas cosas. También entiendo que alguien que vaya con toda su ilusión y compre un libro que le han puesto por las nubes y —al contrario que la mayoría de palmeros— se lo lea, no vuelva por el stand de narrativa contemporánea nunca más.
Leer es lo que más me gusta en el mundo, y ahora me lo tengo que tomar como una tarea porque si no el resto de cosas que me interesan mucho menos me quita ese placer. Lo que sí me jode, y bastante, es que a la semana de salir el libro cierren España entera. Si no fuera por eso, el libro a lo mejor hubiera pasado desapercibido, porque se veía como una cosa un poco freak. Pero es algo en lo que apenas pienso. Juro que no lo digo por quedar bien, pero en el día a día ahora mismo lo único en lo que pienso es en hacer bien mi trabajo y en mantenerme en pie para ayudar a otros y no precisar ayuda de los demás. Sólo pido poder usar la inmensa suerte que tengo en ser útil a quien pueda serle de ayuda. El resto de cosas ya se verán.
—Abundan en tu novela personajes y temáticas realmente marginales, con gusto por los fracasados del medio televisivo, por el lumpen audiovisual, por cabarets o bares de mala muerte donde se cimbrean los famosos que ya no lo son. Creo que es un mundo que te apasiona o enternece en particular. ¿Se debe a tu paso por ese sector, cine y tele?
—Me apasiona y me enternece. También es un mundo que frecuento mucho. Tengo una pandilla alternativa con la que nunca quedo pero a la que veo más que a mis amigos. Es gente a la que me encuentro en sitios muy concretos. Es gente que me cae bien de verdad. Algunos ya son cercanos. Una de las cosas que me llaman la atención del ex famoso es que es la persona que consiguió notoriedad pero desprovista de su corte de comebolsas, que es lo que les ha dado siempre ese boato histérico-pocho. No me viene tanto de frecuentar ese sector como de cruzármelo cuando salgo sola (lo hago bastante). Cuando ya no les ríen las gracias es cuando te das cuenta de lo ingeniosos que son, o que eran, al margen de la fortuna que hayan tenido. Gracias a esta afición a la noche profunda he visto también que la continuidad de la fama reside en rodearte sólo de otros como tú. Y en tener claro que al menos dos de la cuchipandi tienen que ser famosos del ahora. Hay un trasiego de semi famosos peloteando a famosos que hace que Instagram parezca un cómic de Marvel de cuando se leían los cómics de Marvel. De todos modos, he mezclado al famoso y al popular, que juegan en ligas distintas. El famoso lo es por algo, y el popular es uno al que conocemos porque sale en la tele sin motivo concreto.
—La road movie híspalis que planteas parece querer mostrarnos España, la España cutre o simpática de los pequeños municipios turísticos, pero yo creo que el viaje es más por los personajes, pues aparecen decenas de ellos en cada posta del camino. ¿Dirías que el personaje secundario es el protagonista de esta novela? ¿Son tipos y tipas reales los que retratas?
—Es más de personajes, en efecto. El trayecto ha cambiado poco desde que planeé la novela, en 2006. El trayecto ha tomado muchos sitios en los que estuve con mi ex pareja, y también muchas cosas estéticas. Me hacía ilusión que parte de esos viajes quedara fijada en hoteles, restaurantes y parajes. Pero por lo demás, la novela tiene que ver con otro tipo de cosas; los que pesan son los secundarios, que en este caso son todos reales. Alguno es la mezcla de dos personas, pero todos existen, y la mayoría de esas ideas se las he escuchado a alguien. Los protagonistas (que en este caso no están basados en nadie en concreto) son gente a la que todo el mundo les cuenta algo, pero ellos ni escuchan ni se preocupan. Tienen la salvación en la palma de la mano y son incapaces de tomarla. Por salvación me refiero a encontrar un asidero, un lugar en el que descansar, que es lo que no encuentran entre cambios de hotel, de ropa, de coche y de compañía. Siempre me ha gustado escuchar cómo habla la gente. Cuando salgo de noche suelo llevar un cuaderno y un boli para apuntar las frases que dice la gente. Me encanta lo que revelan de nosotros.
—Haber escrito para cine y TV, como Santiago Lorenzo, y acabar («acabar», es un decir) en los libros, ¿cómo puede interpretarse? En el caso de Lorenzo, explícitamente habla de hartazgo por los «tejemanejes» de ese sector. En todo caso, ¿qué vaivén vocacional hay en alguien que hace o hizo cine y hace también novelas?
—Anoche estuve viendo el primer capítulo de Victoria, y una llamada telefónica me ocupó desde los primeros quince minutos hasta el final. Estuve algo más de cuarenta minutos viendo la pantalla sin atender en exceso y sin escuchar el diálogo. Y aún así entendí perfectamente lo que pasaba. El guionista (veo que se llama Daisy Goodwin) de esta serie, que es la típica serie de miriñaques que no entusiasma a tuiteros ni a críticos, ha sabido construir un capítulo de una hora a través de imágenes y de metáforas. Ni siquiera la coronación es una escena larga. Pero cuando leo a guionistas escribir novelas me da la impresión de que no es que se les haya dado mal la novela, sino que nunca supieron contar historias, amén de que mucha gente ve lo de publicar un libro como una cosa social. En un guión puedes culpar a mucha gente si la película es una basura. En una novela es complicado. La narrativa me parece infinitamente más rica que el cine, y aún así creo que necesitan de destrezas complementarias, pero que ser buen escritor no te hace buen guionista, ni ser buen director te hace buen escritor. Cindy Sherman, una fotógrafa que me encanta, dirigió La asesina de la oficina en 1997. Mojón. Elena Santonja (Vainica Doble) escribió un par de libros infantiles pasables, aún siendo la mejor letrista de pop en castellano (en mi opinión). Y un montón de directores han intentado escribir sin éxito, y viceversa. Sin embargo hay casos particulares muy agradecidos. Los libros de Ingmar Bergman son maravillosos. Las mejores intenciones es impresionante. Rafael Azcona, que es lo mejor que nos ha pasado nunca, tiene un par de novelas complejas y maravillosas. Los ilusos habla de una bohemia mesetaria, rancia, con olor a sobres de oficina amarilleados, que es descorazonadora. Los europeos es una apertura al mundo ilusionada pero pacata ( y cuando termine esto espero que se estrene ya su adaptación). Alex de la Iglesia escribió un libro llamado Payasos en la lavadora que tiene figuras tronchantes y ácidas como la de su abuela recorriendo la casa desnuda pero con el albornoz encima, mientras él le lleva porrusalda como si fuera Caperucita Roja.
El caso de los directores o guionistas que están en dique seco es distinto. Es respetable desde el punto de vista laboral, pero es otra historia. A las editoriales grandes les interesa porque un guionista es una persona que tiene muy sistematizada la escritura (a mi me ha ayudado muchísimo todo esto) y que no se eterniza pensando en, al final, la nada. Es un tío que hace una historia en un plazo marcado. Si la historia es una puta mierda, pues lo es. Pero por lo menos es una puta mierda por la que no te hacen esperar ocho meses. Además, al final, de todo lo que hacemos, salvable es muy poco. No quiero que parezca que me cago en los guionistas y directores. También leo cada año cuatro o cinco libros de autores contemporáneos que se supone que son imprescindibles (la frase esa de “necesarios”) y que luego son encuadernados de tonterías que sólo se pueden poner bien si no te los has leído o si quieres mucho al autor. Pero además hacer cine es mucho más caro y difícil que escribir. Las fiestas son ligeramente mejores. Al final también va de alabar al que le va bien y poner a parir al caído, pero por lo menos la gente se arregla y, como se bebe gratis, todos están contentos.
Y el caso concreto de Santiago Lorenzo me parece un ejemplo de alguien que ha sido solvente en ambos casos. Cuando le trataba, y hablo de año 2001-2002, ya tenía en mente la idea de Los millones, que iba a ser una película. Su largo Un buen día lo tiene cualquiera es una joya. Y sus cortos también. Pero no creo que la cuestión sean los tejemanejes, sino la poca taquilla que hacía su cine. Para ser director hay que ver cine, pero también hay que dirigir. Para ser escritor hay que leer, pero también hay que escribir. Escribir es casi gratis. Dirigir no. En mi caso particular, por suerte, para publicar me ha bastado con mandar manuscritos. Pero está claro que vendiendo proyectos en vivo soy un desastre. Ahora parece que por fin hay gente interesada en leerse lo que he escrito. Me ha costado mucho tiempo y trabajo. Pero a día de hoy estoy feliz de que Las palmeras haya salido ya. Publicarla después del coronavirus no hubiera sido lo mismo.
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EXTRACTO Las palmeras, págs. 40-41
Verónica apenas les conocía, pero les notó demacrados. Sin embargo, sonreían con franqueza. Se abrazaron como solo se abrazan los parientes de los pueblos. Marga y Cartones se seguían queriendo, pero se habían convertido en espectros de lo que fueron. Un par de décadas atrás manejaban con entusiasmo y displicencia un pequeño emporio discográfico que parecía ser el más importante del mundo. La realidad se limitaba a un ático abuhardillado en la calle Espíritu Santo desde la que distribuían manualmente discos de vinilo, antes de que el CD se implantase del todo y mucho antes de que volviera el vinilo. Estaban tan a la contra de todo que se convirtieron en pobres de solemnidad. Y ahí, Marga, perdiendo la vista poco a poco por mor de una enfermedad degenerativa que nunca se cuidó. Pensó Marga que, si le faltaba la vista, era porque había adquirido otras habilidades. Fue así como se reveló como tarotista. Al principio con un libro en la mano y más delante de memoria fue desarrollando su intuición. Y, cuando se cansó, se pasó a los posos del café, porque era fácil inventarse el significado. Luego, las runas que, al ser disléxica, no le decían demasiado. Y, por último, la bola ocho, el Everest de la molicie. Cartones había sido su pareja en todo aquel proceso. A veces con cariño y a veces desde el más sincero y profundo odio. Al menos estaban vivos y podían contar todo aquello. Pero el viaje había sido en vano, puesto que Marga había perdido sus dotes adivinatorias, según ella, por haber ofendido a Dios con un aborto. Cartones asentía. Verónica no tenía claro si eran gente de dinero o si eran dos pobres diablos. Pero no estaban locos. Según contaban, lo del hombre en pijama sucedía todas las noches y los borrachos le odiaban.
—Venga, intenta ver algo. —Alejandro le insistió a Marga. Exigía una visión antes de partir.
Pero Marga se había pasado a la bola ocho. La había comprado en una tienda de trastos viejos en Torrejón de Ardoz. Allí había mucho material americano por la base aérea. El vendedor, un negro al que apodaban el Patines, le había explicado el funcionamiento. Simulaba una bola de billar, la ocho, y en su interior había un octaedro con una respuesta escrita en cada cara. Sí, no, tal vez, muy dudoso, respuesta poco clara, no cuentes con ello, etcétera. Marga sostenía que solo había dos preguntas que se hacían en adivinación: si le gusto a esta persona y si voy a conseguir el dinero. Le sobraban cartas de tarot para responder a eso. Y, además, la bola ocho nunca se equivocaba. Cambiaba de resultado cuando cambiaba la realidad y, por tanto, el futuro. Y, sobre todo, las consultas eran más rápidas que con el tarot.
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Autor: Jimina Sabadú. Título: Las palmeras. Editorial: Algaida. Venta: Todostulibros, Amazon
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