Hace unas pocas horas que comenzó el encierro, por cortesía de una paranoia que no lo hizo más fácil ni menos amargo. Cualquiera que haya estado tras las rejas sabe que el peor agobio del cautiverio está en saberlo todo sobre el día en que entraste, pero nada del día en que saldrás.
Los doctores aguardan 72 horas antes de acreditar tus perspectivas de supervivencia. Por su parte, las leyes mexicanas conceden a los jueces un idéntico plazo para dictarle la formal prisión al presunto culpable de un delito: el tiempo justo para hacerse a la idea de que efectivamente cambió de domicilio. Una vez transcurridas las 72 horas tal parece que los demonios se van; o al menos se moderan, que ya es algo.
¿Es decir que de aquí a la noche de pasado mañana voy a seguir así, como león enjaulado? Lo decía mi abuela, seguramente al tanto de que el felino aquél era preso reciente (de ahí su enfurruñada desazón). Si renunciar a un plan, romper cierta costumbre o privarse de algún deleite cotidiano resulta de por sí un factor de estrés, esto de cancelarlos todos al unísono para enclaustrarse indefinidamente tiene que ser un evento traumático. Mal hace su trabajo la resignación bajo el látigo de la incertidumbre. ¿Cómo que ya al asilo, tan temprano?
Ya sé que hay cantidad de libros y películas que han esperado ansiosos esta oportunidad. Tengo, además, costumbres de jubilado, pues trabajo en mi casa escribiendo novelas y sobran quienes creen que ese no es un trabajo. ¿Quién ha visto, no obstante, a un león recién cautivo administrar su tiempo sabiamente, en lugar de dar vueltas por la jaula y rugir de coraje mañana, tarde y noche? Es decir que de libros y películas ya habrá tiempo de hablar en este diario, pero lo que es ahora toca sacar las garras.
De niño, yo pensaba que las cuarentenas eran sólo para los astronautas, que venían del espacio sideral cargando sabría el diablo qué calaña de gérmenes intergalácticos. La verdad, sin embargo, es que en esas cuestiones nuestro planeta es autosuficiente. La Historia está repleta de calamidades, ya sea naturales o sintéticas, cuya misión parece ser diezmarnos, cual si fuese esa suerte de lotería maldita de la que hablaba Borges donde los premios son puras desgracias. Hoy finalmente entiendo que la cuarentena es aquella tribuna encapsulada desde la cual se mira una hecatombe.
En la cárcel busca uno compañía, para no estar a solas con la bola de nieve de sus miedos. Aquí y ahora, en cambio, no hay compañía peor que las redes sociales, donde la gente escupe sus temores, prejuicios, fobias y desconciertos sin el menor rastro de profilaxis. Puede que sea por eso que incluso estando sano uno se siente enfermo. Ayer mismo, justo antes de encerrarme, revendí a bajo precio dos preciosos boletos para una puesta en escena de Carlos Saura. «Me voy a ir al infierno», rugí, entre enfurruñado y arrepentido.
Y aquí estoy, nadie diga que no me lo gané.
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