Estimado amigo:
Acuso recibo de su carta enviada a través de Zenda. La he leído con atención y aprovechamiento y, sin disentir por completo de los argumentos que usted da sobre la existencia del amor, quisiera hacer algunas precisiones.
Es el amor un invento de la literatura. Sigo insistiendo en que lo es. Y además podemos casi fechar su inicio y atribuirlo al autor que lo puso en circulación: Safo de Lesbos, la gran poeta del siglo VII antes de Cristo. De su obra se ha conservado poco, tan solo un ramillete de versos desparejados, pero en ellos encontramos todas las secuencias del amor o enamoramiento con todos sus matices, fases y desengaños. Después de Safo todo son vueltas y regresos, variaciones sobre el tema, aportando poco o nada nuevo, pero en eso consiste la literatura, ¿no?
Vayamos ahora al amor propiamente dicho. Y si me lo permites, amigo David, echaré mano de algunos textos de uno de mis libros (Homo erectus), en los que creo se refleja bastante bien mi postura:
“Visto externamente puede parecer ridículo, patético o enternecedor, eso depende del estado de ánimo del que asiste al fenómeno. Anoche mismo, mientras descansaba de una larga jornada de trabajo, después de bajar la basura, puse la tele, zapeé en busca de algún debate cultural de altura, y me encontré a Julián Muñoz, el antiguo alcalde de Marbella y exnovio de la tonadillera Isabel Pantoja, que reconocía como suya la autoría de una nota que acompañaba un brazado de rosas dirigidas a su amada. La nota reza: “De tu chiquitito a la flor más bonita de su jardín” [1]. Llamar chiquitito a un sesentón alto, bigote gris, peinado para atrás y con el talle del pantalón a dos centímetros de las axilas puede parecer ridículo objetivamente considerado, pero en ello reside, precisamente, la fuerza del amor. Los enamorados balbucean dulces tonterías, a menudo rayanas en el infantilismo (vocecita aniñada incluida), y frecuentemente se nombran con denominaciones que pueden parecer ridículas pero que, desde el cogollo íntimo de la pareja resultan enternecedoras. Torreznete, chochito, gordi, culete, gatita, pitirrín, burbujita, pilila, chiquitito, currucuquín, floji, patosilla, tetita de cielo, rabanillo de mi cosita, zorri, maquinita-insaciablecilla-de-follar, percutorín, pavita, taponcito, guarrilla, minina mía, zarrapastrosillo, tontita, tolondrín, cucodrilo, pendejita de mis cojones, vaquigordi, canija, rendijita de Pitiminí, cilindrillo, etc., son otras tantas expresiones de afecto que podemos detectar entre enamorados.
Los enamorados se encierran en su concha, como una crisálida. Al principio no hay rumbo ni puerto, solo un río de amor desmadrado que inunda el mundo sensible.
¡Ah, el amor! ¿Existe otro paraíso comparable en la tierra? Los dos, Eloísa y Abelardo, Romeo y Julieta, Tristán e Isolda, se entregan al sexo, machihembrados y con fruición, sin más descanso que el que la humana natura demanda para reponer fuerzas, él deslechado, ella escocida en sus genitalia, los pezones en carne viva, el cuello moteado con las lunas de la pasión. El subidón hormonal los mantiene en la cúspide de la felicidad. Rehúyen la humana compañía, se apartan de familia y amigos, buscan la compartida soledad y habitan en ese mundo idílico que han construido en las inaccesibles alturas de su felicidad.
La propia naturaleza nos ha diseñado para que observemos esos comportamientos. El homo salidus descubre a una homínida atractiva y se le disparan los niveles de testosterona. Puede vestir la muñeca con toda la poesía que quiera, pero su fin último, confesado o no, es depositar su ADN en la rendija de la amada.
Es automático, amigo David. Lo mismo le pasa al sabio que anda aparentemente distraído en la resolución de una teoría cuántica que al pescador que pesca en ruin barca. ¿Por qué? Porque los instintos más primarios nos arrastran hacia toda buena receptora de nuestra herencia genética. La descarga hormonal es tan intensa que anula el pensamiento racional, lo que explica ciertos emparejamientos descabellados. “¿Cómo es posible que un hombre tan sensato se haya enamorado de la loca de Vanessa, de la tonta de Jennifer?”, se preguntan, perplejas, las amistades. Porque su sensatez ha quedado en suspenso debido a la descarga de dopamina y testosterona [2]. Esos chistes femináceos que sitúan el cerebro del hombre en su pito aciertan plenamente, lamento reconocerlo.
Rindámonos a la evidencia: la única realidad, más allá de las pamemas trascendentes filosóficas o religiosas, es que estamos en el mundo sólo para transmitir nuestros genes. La teología, sierva de la biología. Unos animalillos indefensos manipulados por nuestros instintos, unos esclavos de la Naturaleza, eso es lo que somos [3].
Es sabido que el amor y otras reacciones emocionales (pena, desdicha, optimismo, etc.) son producto de unos aminoácidos (los neuropéptidos) que segrega el cerebro [4]. El aminoácido responsable del amor es la feniletinalamina, una sustancia asociada a la adrenalina que nos acelera el corazón y a la endorfina que potencia el sistema inmunológico (por eso una de las felices consecuencias del amor es que es bueno para la salud) [5].
El flechazo, ese repentino enamoramiento de dos personas que acaban de conocerse, se explica por una descarga de dopamina y norepinefrina que drogan al sujeto. Esas sustancias, intuidas por los clásicos, son los verdaderos componentes del dardo de Cupido. Como consecuencia del flechazo, aumentan los niveles de hormonas sexuales (testosterona y estrógenos), lo que excita el hipotálamo, el órgano cerebral donde se produce el cóctel hormonal del amor, y segrega abundante dopamina (la hormona del placer) [6].
¿Y la mujer? ¡Ah!, el enamoramiento de la mujer difiere bastante. Ella segrega mucha menos testosterona que nosotros, algo así como veinte veces menos, y además su hipotálamo es mucho más pequeño que el nuestro. Por lo tanto, ellas no se ciegan tanto ante el reclamo del sexo. Por otra parte, sus centros cerebrales de razón y emoción están mejor conectados que los nuestros, lo que les permite conservar cierta capacidad de raciocinio cuando evalúan a un pretendiente como futuro padre de sus hijos. Antes de entregarse a él, indagan si está capacitado para aportar alimentos y protección a las crías resultantes del acoplamiento.”
Hasta aquí mi autocita de Homo erectus. Estas páginas las escribí hace unos años. Algo de vigencia han perdido, debo reconocer, porque ahora estamos inmersos en un fenómeno sociobiológico: la feminización del hombre y la masculinización de la mujer, y a menudo contrariamos a la naturaleza intercambiando papeles. En cualquier caso, amigo David, debo rendirme ante tus razonamientos, si soy sincero. El amor existe, aunque sea una trampa de la naturaleza de la que los mortales hacemos tema literario. El amor es como los nenúfares de Juan Ramon Jiménez: paseando por el Generalife su acompañante le hizo ver lo hermosos que estaban los del estanque central, y él exclamó:
—¡Nenúfares! Tantas veces he hablado de ellos y no sabía que fueran tan hermosos.
Pues eso. El amor, la literatura, la vida. Quizá solo sea un alboroto hormonal transitorio, pero… ¡es tan bello sentirse enamorado!
Con un abrazo y toda mi amistad (sentimiento mucho más firme y constante que el amor)
Juan
[1] Sálvame de Luxe, 5 de marzo de 2010.
[2] Por eso el enamoramiento irracional es más frecuente en los hombres que en las mujeres: ellas segregan menos testosterona y pueden racionalizar algo mejor el proceso: ¿tiene posibles para mantenerme dignamente y criar a mis hijos?
[3] Bertomeu, 2009, pp.23 y ss.
[4] Ver Pease, 2000, pp. 180-181. “Las alegrías, las tristezas, los recuerdos, las ambiciones, el sentido de la identidad, de libertad y el amor son consecuencia de la conducta de un haz de células nerviosas” dice el científico Francis Krick, uno de los que descifró el código del ADN.
[5] La felinanalina es algo pariente de las anfetaminas. También se encuentra en el chocolate (recuerden que antiguamente, cuando había algo más de romanticismo, los enamorados regalaban bombones y flores).
[6] En el cóctel de hormonas intervienen también la oxitocina (la hormona de la ternura) y la norepinefrina, además de testosterona y estrógenos.
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