El rascacielos de Telefónica, en la Gran Vía madrileña, es uno de los iconos que han nutrido el imaginario de la España republicana. Levantado por el arquitecto Ignacio de Cárdenas Pastor, estaba casi de estreno cuando el 18 de julio de 1936 se produjo en Marruecos el levantamiento que desembocaría en el gran conflicto español por antonomasia, aquél que concluyó hace ahora ochenta años y cuyos ecos, mal que nos pese, continúan anclados en el presente. Es sabido que, desde el inicio de la contienda, Madrid fue objetivo prioritario de los sublevados. Cuando en el otoño el asedio se hizo asfixiante y muchos comenzaron a pensar que la capital caería más antes que después, la sede de la Compañía Telefónica Nacional de España se convirtió en uno de los objetivos principales de los bombarderos. Había dos razones fundamentales: de un lado, constituía un nudo de comunicaciones desde el que la República podía establecer contacto con el exterior; del otro, era el punto más alto de la ciudad —durante años fue el rascacielos más alto de España, y uno de los más altos del mundo—, lo que lo convertía en una atalaya valiosa para los defensores, que disponían allí de un mirador inmejorable desde el que mantenerse al tanto de los avances enemigos. Pese a eso, el edificio se convirtió durante la guerra en el centro de prensa desde el que enviaban sus crónicas los corresponsales extranjeros, que por norma general se alojaban muy cerca, en el hotel Florida de la plaza del Callao. El responsable de organizar aquel nudo gordiano era el escritor Arturo Barea, que entre 1941 y 1944 escribiría una trilogía que tituló La forja de un rebelde —compuesta por los volúmenes La forja, La ruta y La llama— y se considera hoy indispensable para entender lo que fue la Guerra Civil. Aunque su nombre no siempre tuvo un hueco destacado en el canon, desde luego ha sido mucho más ponderado que el de la que fue su mujer, autora de una novela inédita hasta ahora en castellano que acaba de ser recuperada por la editorial Hoja de Lata.
Ilsa Barea-Kulcsar, de soltera Ilse Wilhelmine Elfriede Pollak, conoció a Barea cuando ella misma llegó al centro de prensa de Telefónica como periodista encargada de cubrir la Guerra Civil. Se conocieron la noche del 16 de noviembre de 1936 y al cabo de tres días comenzaron a trabajar juntos. No se separaron hasta que Barea murió en Inglaterra el 24 de diciembre de 1957. Ilsa le sobreviviría unos cuantos años más: falleció en su Viena natal en 1973. Nacida el 20 de septiembre de 1902, era hija de un profesor de instituto y militó en su juventud en las Juventudes de los Trabajadores Socialistas, en el Partido Socialdemócrata de los Trabajadores, en la Unión de Jóvenes Comunistas y en el Partido Comunista de Austria. Contrajo matrimonio en 1922 con Leopold Kulcsar, con quien participó en la resistencia clandestina hasta que ambos tuvieron que exiliarse en 1934. Es seguro que ya se había distanciado de su marido cuando conoció a Barea, aunque no se casaría con éste hasta la muerte de aquél, ocurrida en 1938. Cuando barruntaron que la Guerra Civil estaba perdida, los dos se exiliaron en Inglaterra, donde trabajó en la BBC y ofició de publicista y traductora. Cuando en 1965 volvió a la ciudad en la que había venido al mundo, trabajó en la Federación de Sindicatos de Austria y fue responsable de formación en el SPÖ.
Ilsa Barea Kulcsar escribió una única novela, centrada precisamente en sus vivencias españolas durante el conflicto. El manuscrito original, fechado el 31 de marzo de 1939 —es decir, en la víspera del último parte de guerra—, llevó el título de In der Telefonica («En la Telefónica») y no llegó a ojos de los lectores hasta que en 1949 se publicó por entregas en el diario Arbeiger-Zeitung. Ahora aparece por primera vez como libro en una cuidada edición a cargo de Georg Pichler con traducción de Pilar Mantilla, y lo primero que hay que decir es que la recuperación constituye una gozosa sorpresa. En las páginas de Telefónica, su autora despliega una capacidad asombrosa para construir escenas, perfilar personajes, dibujar ambientes y, mediante la combinación de todos esos factores, arrojar un retrato vívido y veraz de la capital española en uno de sus momentos más delicados. La acción se condensa en cuatro días, los que van del 16 al 19 de diciembre de 1936, y tiene un marcado carácter autobiográfico. No es difícil ver en la protagonista, Anita Adam, un trasunto de la propia Ilsa, del mismo modo que se reconoce en seguida en el personaje de Agustín Sánchez al ya mencionado Arturo Barea. No obstante, la novela no se agota en esa historia de amor, que es casi un argumento más dentro de los muchos que se trenzan en este libro en el que se describe, con detenimiento y ritmo, la vida cotidiana en el mastodonte de Gran Vía en unos tiempos nada proclives a la cotidianidad. Telefónica muestra las idas y venidas por sus interiores y lo hace desde una perspectiva que abre una puerta a la esperanza: aún no ha terminado la guerra cuando finaliza el libro, ni siquiera es posible percibir la proximidad de la derrota, el curso de la historia puede cambiar porque casi todo está aún sin hacerse. El propósito de Ilsa fue el de congelar un tiempo para ofrecérselo, con toda su viveza, a todos aquellos que, en los años o décadas siguientes, quisieran asomarse a los entresijos. Ella misma lo formula en las páginas que abren el libro a modo de no-dedicatoria con palabras exactas y certeras: «Pronto no se entenderá cómo fue. Surgirán leyendas que ocultarán a los hombres vivos o ya muertos que no quisieron someterse y no se entregaron porque no les parecía justo. En aquellos tiempos yo vivía en la Telefónica de Madrid. Quiero intentar hacer vivir a estas personas —no la verdad oficial, sino la verdad interior de todos nosotros— en un libro, tal y como se han adueñado de mí». Hay que subrayar que lo consiguió con creces.
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