Una joven camina rápido sobre la nieve de las calles de Nueva York un día de invierno de los años veinte. Lleva una receta en el bolso que le permitirá adquirir en la farmacia una botella de vino para celebrar la Nochebuena con unos amigos. Estamos en plena ley seca. La joven es Concha Piquer, tiene apenas dieciocho años y lleva ya cuatro triunfando en los escenarios de Broadway, se ha visto envuelta en un homicidio y ha tenido contactos con la mafia. Llegó casi sin experiencia, sin conocer más mundo que la huerta y algún teatro de su ciudad, sin hablar otra lengua que no fuera el valenciano. Retrato de una mujer moderna (Alfaguara) es también un retablo de una época de la historia de España, la de la posguerra y el franquismo, y Manuel Vicent la recrea con una magistral mezcla de realidad y ficción, de ingenio e ironía.
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Fue una larga noche de insomnio. Con los ojos abiertos en la oscuridad, creí oír el pasodoble «Suspiros de España» que sonaba en un apartamento de Nueva York. Eran los tiempos en que la mafia calzaba con unos zapatos de cemento a los de otro bando para arrojarlos desde una hormigonera a los fundamentos de
los primeros rascacielos que se estaban construyendo. Pero al son del pasodoble español, un fiambre flotaba boca arriba en el río Hudson hasta desembocar en el Atlántico.
En vísperas de la Navidad de 1924, Nueva York había amanecido bajo una gran nevada, y aún seguía nevando a media mañana cuando una joven de dieciocho años iba por la calle 59 en busca de una farmacia. Era una chica fuerte, de mucho carácter, como demuestra el hecho de que caminara con zapatos rudos, taconeando duramente la capa de nieve que cubría la acera, sin importarle que algunas rachas de ventisca a cero grados le volaran el sombrero. En este caso lo recogía del suelo, lo sacudía contra una rodilla, se lo calaba de nuevo y seguía adelante. Así lo hacía todo en la vida. Llevaba en el bolsillo del abrigo de anchas hombreras una receta firmada por un médico y pagada a precio de oro que le permitiría comprar una botella de vino, que en ese tiempo se vendía solo en farmacias como medicina. Era la única forma legal de saltarse la ley seca.
Tenía experiencia con la mafia que controlaba el teatro de Broadway, donde actuaba junto con todas las figuras del momento. Esta joven cantante y bailarina conocía de sobra algunas lavanderías y funerarias que servían de tapadera a garitos clandestinos en los que corría el alcohol a raudales. Pudo haber hecho lo que todo el mundo. Llegabas allí y, por supuesto, no te recibía un gánster con el traje a rayas, el ala del sombrero hasta las cejas y soplando el cañón humeante del revólver; te recibía un honrado dependiente con chaleco, pajarita y manguitos, quien, sin hablar, con solo mirarte, adivinaba lo que andabas buscando, que no era precisamente lavar unas camisas o encargar un funeral para tu madre. Tenía el olfato muy fino para olerse cualquier tostada, le bastaba con husmearte como buen sabueso a cierta distancia y con un gesto te hacía pasar al fondo del establecimiento, daba con los nudillos unos golpes convenidos a una puerta secreta, se abría una mirilla y de pronto te veías envuelto en un jolgorio de gente que bebía sin freno y bailaba al son de una orquesta de trombones, batería, saxofones y trompetas plateadas, bajo un vaho formado por distintos brebajes adulterados, entre carcajadas de felicidad, algunas de ellas a cargo de policías corruptos que honraban el bullicioso local con su grata presencia.
La joven cantante y bailarina se disponía a preparar la cena de Nochebuena en su lujoso apartamento, en el 204 de la calle 59 con Central Park, para unos amigos españoles que se habían quedado solos, como ella, en Nueva York, en fecha tan familiar: el doctor Castroviejo, el duque de Tovar, los hermanos Figueroa, que eran estudiantes, algún profesor, algún diplomático. No era cuestión de presentarse ante gente tan señalada con un matarratas de contrabando proporcionado por Lucky Luciano o Al Capone, felizmente reinantes.
Por las calles sonaba esa música navideña que te abre el corazón y despierta unos buenos sentimientos que te obligan a comprar turrón, regalos, cosas y más cosas. En la entrada de algunos almacenes, un Papá Noel grande como un monte hacía sonar unas campanillas bajo los copos de nieve. Los neoyorquinos entraban y salían de las tiendas con paquetes en la mano y la alegría pegada a la piel, empujados por la euforia económica de aquellos años locos de entreguerras previos a la Gran Depresión. Los coches de largos morros y amplios estribos, los Bugatti descapotables con sus bocinas y los carruajes con tiros de sangre trataban de apartar a los peatones que les disputaban la calzada. La chica se abría paso entre el bullicio de la gente y, después de recorrer varias calles, finalmente encontró lo que buscaba en la farmacia de la inmensa Estación Central, repleta en ese momento de pasajeros cargados con maletas que partían hacia los cuatro puntos del país para celebrar las fiestas en familia. Con una sonrisa de complicidad, allí por fin la farmacéutica le despachó dos botellas de vino español y una de marrasquino, licor de cerezas.
En una de las naves de esa enorme catedral ferroviaria había un mercado italiano de frutas y verduras, algunas muy exóticas, y sobre ellas se esparcía también, como un barniz celestial, la música navideña. La joven se entretuvo contemplando aquellos productos. Entre todas las hortalizas, le llamó la atención la que se exhibía en un serón de palma con una etiqueta en la que se podía leer sun-dried tomatoes, tomates secados al sol, que semejaban antiguas monedas de cobre romanas. Se llevó una sorpresa: era así como los preparaban en casa, y decidió comprar medio kilo para la cena.
—Estos tomates secos hay que ponerlos en remojo varias horas y servirlos empapados en aceite de oliva italiano —le aconsejó el dependiente.
—Sí, señor. Como hacía mi abuela Marianeta en el pueblo de Benicalap cuando yo era niña —respondió ella con un inglés abrupto.
No le dijo que de pequeña, para matar el hambre, solía hurtar de la huerta cercana tomates como esos y cebollas, patatas, pimientos, alcachofas, calabacines y toda clase de verduras que llevaba a casa ocultas bajo un mandil. Su madre se echaba las manos a la cabeza.
—Algún día te van a pillar los municipales y te llevarán presa. O el dueño te disparará con una escopeta de sal.
—A los ricos les sobra. A nosotras nos falta —soltaba la niña con descaro.
La abuela partía los tomates por la mitad y los dejaba a secar al sol sobre un cañizo en el corral junto al gallinero. Eso sí se lo contó al dependiente en un inglés con acento valenciano, y mientras tanto este, muy complacido, se admiraba de que aquella joven tan linda y sofisticada supiera esas cosas y le hablara como una huertana.
Esa noche los invitados le llevaron algunos regalos: flores, chocolates, cigarrillos egipcios con boquilla dorada, que eran los que fumaba suave y voluptuosamente como una mórbida vedete. Un estudiante becado la obsequió con una novela —La barraca, de su paisano Blasco Ibáñez— sin sospechar que aquella chica, pese a ser española, apenas sabía leer en castellano. Ni siquiera lo hablaba.
No existe constancia del menú de aquella famosa cena de Nochebuena. Puede que la madre de la artista le hubiera enseñado a guisar algunos platos de su tierra, la huerta de Valencia. No hay que imaginar pavo, galletas de jengibre ni tartas de calabaza o de manzana, sino platos que nunca fallan: aquellos tomates secados al sol empapados en aceite que se celebraron mucho, solomillos o chuletas con patatas fritas, unos dulces y poco más, aparte del vino español y un sorbete de licor de cerezas, para mojar los labios después del brindis. Tal vez en el gramófono de campana sonaban algunas melodías de Cole Porter y de Irving Berlin, los reyes del swing en aquellos años, en discos Odeon de pizarra de 78 revoluciones por minuto. Se supone que todo fue bien en la sobremesa. A buen seguro se hablaría de la furia con que subía cada día la bolsa en Wall Street, hasta los taxistas y limpiabotas estaban comprando acciones: uno podía hacerse rico de la noche a la mañana; se hablaría del golpe de Estado que había dado un año antes el general Primo de Rivera en España. Aun así, a aquella joven la política le traía sin cuidado; solo era una artista a la que le importaban más los nuevos ritmos del charlestón, del bugui-bugui y del foxtrot que bailaba y cantaba en el teatro de variedades, o el rumor de que el cine mudo tenía los días contados, puesto que ella ya había grabado antes que Al Jolson una canción para una película de diez minutos. Se hablaría del último gánster acribillado a balazos en alguna barbería con la cara enjabonada, o de la moda de los zapatos de cemento, que así se llamaba la costumbre de arrojar a los fiambres de los mafiosos desde las hormigoneras a los fundamentos de los primeros rascacielos que se estaban levantando en Nueva York.
—Hace unos días apareció un cadáver flotando en el río Hudson justo a la altura de donde yo vivo —comentó alguien en la mesa.
—La mafia, sin duda —añadió uno.
—Al parecer, era un tipo que trabajaba en el teatro de variedades de Broadway.
—Es cierto, también yo lo leí en el periódico —dijo otro sin darle más importancia.
La joven bailarina sintió una punzada en la boca del estómago y, como si quisiera apartar de su mente un mal sueño, cortó de repente la conversación con autoridad: «Venga, venga, fuera penas, que estamos en Navidad», exclamó. A continuación, le dio a la manivela del gramófono y mientras la aguja empezaba a rodar sobre los surcos de la placa del disco, golpeó el cristal de una copa con una cucharilla y mandó que todos se pusieran en pie para brindar por la salud y un futuro lleno de dicha, éxitos y prosperidad. Entonces comenzó a sonar el pasodoble «Suspiros de España», del maestro Álvarez Alonso. Al oír esa melodía nostálgica y sentimental en aquella tierra extraña, todos los comensales quedaron en silencio, con la copa de vino español levantada, a solas cada uno con sus recuerdos. Cesaron las risas; algunos estaban a punto de llorar pensando que se encontraban muy lejos de la patria. Aquella joven que había organizado la cena de Nochebuena se llamaba Conchita Piquer y era entre todos ellos la que más razones tenía, con apenas dieciocho años recién cumplidos, para que se le saltaran las lágrimas.
Recordaba el buque Montserrat en el que había embarcado en Cádiz el 21 de septiembre de 1921 rumbo a Nueva York, siendo una adolescente, junto a su madre, la señora Ramona. Iban las dos apoyadas en la borda y comenzaron a aplaudir y a gritar cuando, después de ocho días de travesía, descubrieron a lo lejos entre la bruma la silueta de la Estatua de la Libertad y las sombras de Manhattan. En la cubierta de tercera clase, los cómicos y los músicos de la compañía del maestro Penella lanzaron al aire del mar fragmentos alegres de la ópera El gato montés, un canto que se unía a las oscuras sirenas de otros barcos llenos de inmigrantes irlandeses, turcos, griegos, italianos, que también se dirigían a la isla de Ellis para ser inscritos y tal vez confinados antes de entrar en la ciudad. Los pasajeros de primera y de segunda llegaban a puerto y pasaban allí unos controles relativamente ligeros. Sin embargo, para los de tercera el final del viaje era a veces muy dramático. En la isla de Ellis debían enfrentarse a una serie de estrictos controles médicos y legales: para evitar que los deportasen, tenían que admitir que los distribuyeran en distintas jaulas y los trataran como ganado humano. Solo tras superar este trámite, que en ocasiones podía durar días e incluso meses, se levantaba la barrera. Un tipo muy influyente llamado Ed Taylor, agente neoyorquino de la compañía del maestro Penella, solucionó el obstáculo en menos de tres horas con un par de llamadas de teléfono. Todo un récord.
La niña que llegó con trece o tal vez catorce años, puesto que la fecha de su nacimiento era incierta, se había hecho mujer en Nueva York y en la cena de Nochebuena, con la copa de vino español en la mano, sin duda pensaría en el crimen que se había visto obligada a cometer en ese mismo salón donde ahora sus amigos brindaban por un futuro lleno de éxitos mientras sonaba el pasodoble «Suspiros de España». A ese maldito percance y a otras cosas aún más duras se debían sus lágrimas.
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MANUEL VICENT
Nacido en Vilavella (Castellón), ha publicado en Alfaguara novelas como Pascua y naranjas (1966), Tranvía a la Malvarrosa (1994 y 2014), Jardín de Villa Valeria (1996) —las dos últimas recogidas junto con Contra Paraíso en el volumen Otros días, otros juegos (2002)—, Son de Mar (Premio Alfaguara 1999), La novia de Matisse (2000), Cuerpos sucesivos (2003), Verás el cielo abierto (2005), León de ojos verdes (2008), Aguirre, el magnífico (2011), El azar de la mujer rubia (2013), Desfile de ciervos (2015), La regata (2017), Ava en la noche (2020) y Retrato de una mujer moderna (2022). También es autor de la antología Los mejores relatos (1997) y de las colecciones de artículos Las horas paganas (1998), Nadie muere la víspera (2004), Viajes, fábulas y otras travesías (2006), Póquer de ases (2009), Mitologías (2012), Los últimos mohicanos (2016), Antitauromaquia (2017), con ilustraciones de El Roto, y Lecturas con daiquiri (2018).
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Autor: Manuel Vicent. Título: Retrato de una mujer moderna. Editorial: Alfaguara. Venta: Todostuslibros
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