Setenta y tres años separan a Gertrude Stein de Paul Auster. Ambos nacidos el 3 de febrero. Y ambos, homenajeados en este texto. Dos autores que representan el dominio de la palabra, la imaginación y la compleja psicología de un puñado de personajes en los que se han refugiado dando pasos sigilosos, pero certeros.
Nacida en el seno de una familia judía acomodada que sentía debilidad por el negocio y el arte a partes iguales, supo llevar a la práctica lo que sus padres le inculcaron: el valor y el cuidado hacia lo que nos ennoblece, nos sensibiliza y nos ayuda a ser un poco videntes. En eso consiste, a veces, el trabajo de los coleccionistas de arte (lo que fue Gertrude y toda la familia Stein), aunque otras muchas veces el trabajo consistiera en vislumbrar las nuevas corrientes, y en sufragar y apoyar obras con firma de Picasso, Cézanne, Matisse, o Toulouse-Lautrec. Para todos ellos, así como para los literatos, siempre estuvo disponible el juicio de Stein, bien para adquirir un nuevo lienzo, o bien para recibir un nuevo relato de Hemingway o Fitzgerald que debía leer con calma, estilográfica en mano, y anotar lo que no veía correcto, lo que podía ensalzar y elevar un poco más el texto presentado. “Léelo de nuevo”, debía de decirles —con un tono sereno, más cercano a subir el ánimo que a agravarlo con un juicio severo— a aquellos que esperaban el veredicto del ojo más crítico del París de la primera mitad del siglo XX. Sólo hay que acercarse a las páginas del París era una fiesta de Hemingway para hacerse una idea de ella y de su presencia. Madrina, amiga, mecenas… “Nada más fácil de adquirir que el hábito de pasar por el 27 de la rue de Fleurus al caer la tarde, por amor a la lumbre y los cuadros magníficos y la conversación. Muchas veces yo era el único visitante, y Miss Stein estuvo siempre muy amable (…)”, escribió Hemingway en el capítulo que tituló “Une génération perdue”, Una generación perdida, que fue como les bautizó Stein, tanto a él como a sus coetáneos y amigos que sirvieron en la guerra y que mataban el tiempo bebiendo y escribiendo, ahogando sus penas en alcohol y tinta negra, pero que, como ella, hicieron lo posible por retratar París a su manera.
Por suerte, antes de que el terror sembrara el pánico de nuevo, Stein vivió en París sus años más gloriosos. Sus “felices años veinte” durante los cuales el denominado “salón Stein”, convertido en un pequeño museo en las jornadas de puertas abiertas, no dejó de servir como punto de encuentro a una reguera incesante de artistas de toda índole que, muy a su pesar, también debían dejar a la autora el espacio y el tiempo suficiente para poder escribir, terminar y publicar La autobiografía de Alice B. Toklas, Ser norteamericanos o París, Francia. Obras en las que Stein se permitió jugar con el ensayo y la novela; con la realidad del día a día, la cotidianeidad y su “yo” más íntimo y personal.
Sin embargo no le dio tiempo a Gertrude a vislumbrar, ni vaticinar, el éxito que tendría Paul Auster. El escritor que retrataría fielmente —como pocos—, la emblemática, cinematográfica y artística ciudad de Nueva York. El autor de mirada intensa, clara, profunda y enigmática, como lo son su prosa y las tramas de sus obras. El hombre que lleva más de cuarenta años viviendo en Nueva York, a pesar de haber nacido en Nueva Jersey, y que conoce la ciudad como la palma de su mano, pues la Trilogía de Nueva York, El palacio de la luna, La noche del oráculo o su obra más reciente, La llama inmortal de Stephen Crane, así lo reflejan.
Auster sabe cuáles son los barrios, los suburbios y las calles plagadas de almas solitarias que deambulan bajo la lluvia sin encontrar un sitio en el que refugiarse porque la ciudad, o el destino soñado, les ha recibido con una frialdad y hostilidad que no esperaban. Y sirviéndose de la psicología humana, se adentra en personajes misteriosos e imperfectos que se preguntan constantemente qué dios despiadado o bufón les ha conducido, a altas horas de la madrugada, a un lugar al que no pertenecen, sin nada en los bolsillos, la ropa hecha jirones y sin saber qué hacer salvo llorar acurrucados sobre el césped, aguantando el temporal y la mala racha que no logran enmendar. Y es que Auster es un escritor que no teme la novela, pero tampoco el ensayo. Un autor que se enfrenta a este género con una mirada biográfica, desgarradora, honesta y carnal a través de La invención de la soledad, ¿Por qué escribir?, Diario de invierno o Informe del interior para completar así una serie de historias donde el misterio y el azar son los elementos fundamentales, y poder responder a la atávica pregunta del “¿quién soy yo?”, emulando a aquellos autores que la historia ha tildado de “perdidos” y que, en realidad, sólo querían saber hacia dónde iban, porque el origen, su origen, ya lo conocían.
Sea como fuere, de haber coincidido Auster y Stein, ¿se habrían encontrado en alguna tertulia literaria o en alguno de los cafés del París del siglo XX, conducidos por ese azar austeriano? ¿Habría acudido Auster al “salón Stein” para, como tantos otros, pedir consejo, corrección y consuelo? Quién sabe, de haber coincidido, puede que sí. Pero lo que está claro es que ambos se han refugiado en la escritura para sobrevivir y sentirse libres; para hacer un retrato de ellos mismos y de sus ciudades: el París de Stein y el Nueva York de Auster.
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