Este relato, publicado en la revista The New Yorker en 1962, narra un encuentro y las inesperadas consecuencias que llega a tener. A continuación reproduzco Reunión, un cuento de John Cheever.
La última vez que vi a mi padre fue en la Estación Gran Central. Yo iba de la casa de mi abuela, en los Adirondack, a una casa de campo en el Cabo alquilada por mi madre, y escribí a mi padre que estaría en Nueva York, entre dos trenes, durante hora y media, y le pregunté si podíamos almorzar juntos. Su secretaria me escribió diciendo que él se encontraría conmigo a mediodía frente al mostrador de información, y a las doce en punto lo vi venir entre la gente. Para mí era un desconocido -mi madre se había divorciado de él hace tres años y desde entonces no lo había visto- pero apenas lo vi sentí que era mi padre, un ser de mi propia sangre, mi futuro y mi condenación. Supe que cuando creciera me parecería a él; tendría que planear mis campañas ateniéndome a sus limitaciones. Era un hombre alto y apuesto, y me complació enormemente volver a verlo. Me palmeó la espalda y me estrechó la mano.
—Hola, Charlie —dijo—. Hola, hijo. Me agradaría llevarte a mi club, pero está en la calle 60, y si tienes que tomar el tren será mejor que comamos aquí.
—Me pasó el brazo sobre los hombros, y yo olí a mi padre del mismo modo que mi madre huele una rosa. Era una intensa mezcla de whisky, loción de afeitar, pomada de zapatos, lanas y el olor de un varón maduro. Abrigué la esperanza de que alguien nos viera juntos. Deseé que pudiéramos fotografiarnos. Quería conservar un recuerdo de nuestra reunión. Salimos de la estación y entramos por una calle lateral, y entramos en un restaurante. Aún era temprano y el local estaba vacío. El cantinero estaba disputando con un repartidor, y al lado de la puerta de la cocina había un camarero muy viejo con una chaqueta roja. Nos sentamos y mi padre llamó en alta voz al camarero.
—¡Kellner! —gritó—. ¡Garçon! ¡Cameriere! ¡Usted! —en el restaurante vacío su estridencia parecía fuera de lugar—. ¡Alguien que pueda atendernos! —gritó—. Chop-chop -después, batió palmas. Así atrajo la atención del camarero, que arrastrando los pies se acercó a nuestra mesa.
—¿Usted golpeó las manos para llamarme? —preguntó.
—Cálmese, cálmese, sommelier —dijo mi padre—. Si no es demasiado pedirle… si no significa imponerle una obligación excesiva, desearíamos un par de Gibsons.
—No me gusta que me llamen golpeando las manos -dijo el camarero.
—Tendría que haber traído mi silbato —dijo mi padre—. Tengo un silbato que es audible solo para los camareros viejos. Bien, prepare su anotador y su lapicito y vea si puede escribirlo bien: dos Gibsons. Repita conmigo: dos Gibsons.
—Será mejor que vaya a otro lugar -dijo en voz baja el camarero.
—Esa —dijo mi padre— es una de las sugerencias más brillantes que he oído jamás. Vamos, Charlie, salgamos de esta covacha.
Salí del restaurante con mi padre y entramos en otro. Esta vez no se mostró tan ruidoso. Llegaron las bebidas y me interrogó acerca de la temporada del campeonato de béisbol. Después, golpeó con el cuchillo el borde de la copa vacía y de nuevo empezó a gritar.
—¡Garçon! ¡Kellner! ¡Cameriere! ¡Usted! Puede molestarse en traernos dos más de lo mismo.
—¿Qué edad tiene el muchacho? —preguntó el camarero.
—Eso —dijo mi padre— qué mierda le importa.
—Lo siento, señor —dijo el camarero— pero no le serviré otra bebida al muchacho.
—Bien, tengo algo que decirle vdijo mi padre—. Tengo algo muy interesante que decirle. Ocurre que no es el único restaurante en Nueva York. Abrieron otro en la esquina. Vamos, Charlie.
Pagó la cuenta y salimos de ese restaurante y entramos en otro. Aquí, los camareros tenían chaquetas rosadas, como cazadores, y de las paredes colgaban diferentes arreos. Nos sentamos, y mi padre empezó a gritar otra vez.
—¡Perrero mayor! Iujuuú y todo eso. Queremos beber algo para el estribo. A saber, dos Bibsons.
—¿Dos Bibsons? —preguntó el camarero, sonriendo.
—Maldito sea, sabe muy bien lo que deseo —dijo irritado mi padre—. Quiero dos Gibsons, y de prisa. Las cosas han cambiado en la vieja y alegre Inglaterra. Así me dice mi amigo el duque. Veamos qué puede darnos Inglaterra cuando pedimos un cóctel.
—No estamos en Inglaterra —dijo el camarero.
—No discuta conmigo —replicó mi padre—. Haga lo que le ordenan.
—Pensé que tal vez desearía saber dónde está —dijo el camarero.
—Si hay algo que no puedo tolerar —dijo mi padre—, es a los criados insolentes. Vamos, Charlie.
El cuarto lugar era italiano.
—Buon giorno —dijo mi padre—. Per favore, possiamo avere due cocktail americani, forti, forti. Molto gin, poco vermut.
—No entiendo italiano —dijo el camarero.
—Oh, vamos —dijo mi padre—. Entiende italiano, y claro que lo entiende. Vogliamo due cocktail americani. Subito.
El camarero se retiró y habló con su jefe, que se acercó a nuestra mesa y dijo:
—Lo siento, señor, pero esta mesa está reservada.
—Muy bien —dijo mi padre—. Denos otra mesa.
—Todas las mesas están reservadas —dijo el jefe de camareros.
—Entiendo —dijo mi padre— No desean servirnos. ¿Es así? Bien, váyase a la mierda. Vada all´inferno. Vamos, Charlie.
—Tengo que tomar mi tren —dije.
—Lo siento, hijito —dijo mi padre—. Lo siento muchísimo —me pasó el brazo sobre los hombros y me apretó contra su cuerpo— te acompañaré a la estación. Si hubiéramos tenido tiempo de ir a mi club.
—Está bien, papá —dije.
—Te compraré un diario —dijo—. Te compraré un diario, para que leas en el tren.
Se acercó a un puesto de periódicos y dijo:
—Amable señor, ¿tendría la bondad de hacerme el favor de venderme uno de sus malditos diarios vespertinos, esos que no sirven para nada y cuestan diez centavos?
El empleado se apartó de él y miró fijamente la tapa de una revista.
—¿Es mucho pedir, bondadoso señor —dijo mi padre—, es mucho pedir que me venda de esos asquerosos especímenes del periodismo amarillo?
—Tengo que irme, papá —dije—. Es tarde.
—Vamos, espera un momento, hijito —dijo—. Nada más que un segundo. Quiero que este tipo me conteste.
—Adiós, papá —dije, y bajé la escalera y abordé mi tren, y fue la última vez que vi a mi padre.
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