Julio Ramón Ribeyro es el mayor cuentista de la literatura peruana, por lo que la publicación de Invitación al viaje y otros cuentos inéditos (Alfaguara) configura un auténtico acontecimiento literario. Tras haber permanecido encarpetados durante cinco décadas, los relatos que integran este volumen muestran las diversas facetas y registros de su obra narrativa.
En Zenda reproducimos el prólogo escrito por Santiago Gamboa a esta obra.
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I
La aparición de una serie de cuentos inéditos de Julio Ramón Ribeyro es, a la vez, un gran acontecimiento literario y, en lo personal, el recordatorio de cómo mi vida encontró un camino. André Breton lo dijo una vez: «La literatura es el triste camino que nos lleva a todas partes», y debo confesar que mi encuentro con Ribeyro, lo que definió mi vida desde muy joven, tuvo un inicio algo melancólico, sí, pero luego me llevó por el sendero que tanto anhelaba y que tenía que ver con la escritura.
Por eso celebro tanto abrir un nuevo libro suyo, treinta años después.
Lo conocí en París, a finales de 1990. Yo acababa de llegar de España con un título de filólogo, pero el único trabajo que pude conseguir en dos meses fue unas clases privadas de español a dos niños en una lujosa casa de la rue de Grenelle. El sueldo era una miseria, pero me daban la comida. Las cosas no eran fáciles y yo estaba dispuesto a dar la batalla. Quería vivir en esa París literaria, como tantos escritores admirados: Joyce, Hemingway, Miller, Joseph Roth… Los ojos se me perdían de admiración y solo volvía a la realidad para constatar que estaba en un cuarto diminuto del boulevard du Montparnasse, no tenía amigos y me había convertido en rehén del teléfono, pues pasaba el día a la espera de una llamada sentimental que nunca llegó y que me impedía bajar a la calle por temor a que sonara en cuanto saliera. Pude mantenerme, entre otras cosas, por el vicio de pensar. Pero no pensar como los filósofos, sino pensar a secas. Pensaba, por ejemplo, que yo no era yo, aterido de frío y apretando una moneda en el fondo del bolsillo, sino ese hombre rozagante, triunfador y feliz que al otro lado del vidrio del restaurante Hippopotamus se disponía a caer en picada sobre un suculento steak bavette.
Ya desde España había comenzado a escribir artículos literarios que se publicaban en algunos periódicos de Bogotá. Por esa razón, además de cursar un doctorado en la Sorbona e intentar trabajar para sostenerme, quería hacer algunas entrevistas a escritores. Más por conocerlos, a decir verdad. Y uno de ellos era Julio Ramón Ribeyro, a quien leía con admiración infinita. Por una extraña casualidad tenía su número privado —un pariente suyo me lo había dado en Madrid—, así que un día logré vencer mi timidez y llamarlo desde una cabina telefónica. Para mi sorpresa, él mismo respondió y su voz me llenó de emoción. Le dije que era periodista colombiano y que lo buscaba para una entrevista. Pero enseguida salió al paso diciendo que el momento no era bueno:
—Se lo agradezco mucho, pero por estos días estoy muy deprimido —sentenció—, llámeme dentro de una semana.
Debí esperar siete días eternos y, a la semana exacta, volví a marcar, esperanzado. Pero de nuevo choqué con su voz melancólica:
—Sigo muy mal, llámeme dentro de unos días.
En la siguiente llamada pude cruzar unas cuantas palabras con él:
—Estudié Literatura en Madrid —le dije—, me gustan sus libros y en el periódico para el que trabajo están muy entusiasmados con la posibilidad de una entrevista suya.
—Pero ¿alguien me lee en Colombia? —quiso saber, escéptico—. No creo que tenga allá ni un solo lector.
—Se equivoca —le dije, improvisando—, allá hay cada vez más gente que lee sus libros.
Con cierto tono de incredulidad, volvió a decir:
—Llámeme la semana entrante y vemos, sigo muy mal.
Mi sustento eran las clases de español en la rue de Grenelle, pero un día llegué con mis cuadernos y la señora Chabrol, la mamá de los monstruos a los que enseñaba, me dijo con gracia: «Hoy no va a haber clase porque tengo invitados a cenar. Necesito que ayudes en la cocina». La miré a los ojos, entre confuso e irritado, y le dije sin más, en actitud francamente ribeyriana: «Yo cocino en mi casa o en la de mis amigos. Pero no aquí. Aquí soy el profesor de español». La última palabra se acompañó de un portazo que hizo temblar los tapices del lujoso edificio y que dejó a madame Chabrol, para siempre en mi memoria, congelada en un gesto de asombro. Bajé las escaleras a saltos y cuando iba por el piso tercero me di cuenta de que había olvidado cobrar las clases de la semana. Salí enfurecido a la calle y fui a buscar alivio a un bistrot. Llovía a cántaros y con la tercera copa de vino pensé en Ribeyro, así que busqué una moneda.
Volvió a contestar él y, sin mediar palabra, le pregunté por la entrevista.
—No sé —contestó—, sigo mal de ánimo.
Sentí que la bocina era una roca de la que me sostenía para no caer, y le dije:
—Yo también…
Hubo un largo silencio.
—¿Y qué le pasó? —me dijo.
—Acabo de perder mi único trabajo y encima olvidé cobrar.
De nuevo hubo un silencio, y entonces Ribeyro dijo:
—Ah, bueno, eso cambia todo. Lo espero mañana a las siete.
A partir de ese encuentro inicié una desequilibrada amistad con él. Me presentó amigos peruanos que me ayudaron, se preocupó por que consiguiera un trabajo, me recomendó aquí y allá, en fin… ¿Qué podía yo darle a cambio? Un poco de compañía, alguna charla sobre libros. Siempre fue un misterio la razón que hizo que Ribeyro se volcara a ayudarme de ese modo, pero sí sé que mi vida posterior, mis trabajos sucesivos como periodista, mi obstinación por escribir y, de algún modo, la sorpresa de ver que al final me quedé diez años en París, todo lo que para bien o para mal terminé haciendo con mi vida, comenzó aquella tarde en que Julio Ramón Ribeyro me dijo esa sencilla frase: «Eso cambia todo. Lo espero mañana a las siete». E imaginé que, si alguna vez esta anécdota se convertía en cuento, tendría que tener un título muy ribeyriano. Se me ocurren dos: «Lo espero mañana a las siete» y «El profesor de español».
II
Estos cuentos inéditos llevan la profunda impronta de su autor: el corazón de su escritura, el magma ribeyriano. El gran cuentista Ribeyro está ahí, en cada palabra. Al leerlos vuelvo a sentir la certera austeridad de su prosa que atrapa de un modo enigmático, unido a esa sensación de encontrar personajes vivos, reconocibles, que transitan por un momento específico de la vida, zona de transformaciones y conquistas: el descubrimiento, la gran osadía, el cambio. En la estética de Ribeyro es frecuente que estas situaciones planteen dificultades inesperadas a los protagonistas. Alguien descubre su verdadera identidad, se reconoce íntimamente a través de un episodio triste o tragicómico.
Es el caso de «Invitación al viaje», que parece extraído del ambiente de Los geniecillos dominicales. Las primeras frases de este grandioso relato son realmente de antología: «Empezó, entonces, un recorrido absurdo por el perímetro de la villa. Aprovechando esa especie de inmunidad que les confería la noche, apedrearon las casas solariegas, invadieron los jardines públicos, atacaron a los pájaros en sus nidos, a los gatos en los tejados». Lucho y Teodoro transitan ese momento de quiebre entre la vida apacible y protegida del primer adolescente en la casa familiar, el universo seguro del barrio, y la abrupta salida a la gran ciudad y sus peligros, que son también atractivos placeres: el llamado de las sirenas de ese universo ignoto que apenas se adivina y que puede, a la vez, herirnos y transformarnos. El joven e inexperto Lucho, anhelante de experiencias que lo conviertan en un hombre de verdad, se mueve con tropiezos en medio de esa noche saturnal que lo llama, vocifera y grita por él. Vive su pequeño descenso al Hades y visita con temor los diferentes círculos del infierno que circundan su ciudad, donde él sospecha que se esconde un huidizo misterio, y por eso debe «espiar por una cerradura para descubrir el revés de la vida, el país extranjero donde todas las cosas cambiaban de signo». Ahí está, intuye él, ese secreto que necesita, que quiere descubrir para seguir adelante y ser ese héroe que regresa a su hogar, enriquecido por un conocimiento que los demás no tienen.
«La celada» muestra otra faceta de la estética ribeyriana: la narración perfectamente realista que, de repente, hacia el final, desliza en el argumento un elemento fantástico. Uno solo, lo que provoca una intensa sorpresa. Al estilo de «Ridder y el pisapapeles». ¿Cuál de las dos Gladys es la verdadera? Siempre con la pincelada tragicómica de lo que él llamaba «el chasco», pues sus personajes sueñan con situaciones que por lo general nunca logran, que se alejan a medida que se acercan a ellas hasta darse de bruces con la realidad, como le ocurre al personaje de «Una aventura nocturna». El relato «Monerías» comparte esa aura fantástica, aunque en una situación que es menos frecuente en su obra: algo que se va desbordando poco a poco, por vía del absurdo, hasta volverse insostenible. Esta narración, en cuya factura se puede reconocer el elemento de la fábula, podría además tener un tinte crítico y social enfocado en los derechos de los migrantes andinos, una situación que por esos años —el cuento está firmado en 1976— tenía relevancia política. «Espíritus» está también en la línea del elemento fantástico en relación con un pasado que regresa al ser convocado, unido a otro de los elementos clásicos de este género: el objeto inquietante que tiene vida por sí mismo y contiene claves de otra época, y que no es un pisapapeles ni una insignia, sino, en este caso, un «extraño objeto metálico».
En los cuentos se respira además el cosmopolitismo de alguien que vivió entre Europa y Latinoamérica, y esto se ve en «Las laceraciones de Pierluca», en la descripción rigurosa de ese sofisticado universo del mar catalán en Cadaqués al que fueron asiduos tantos escritores latinoamericanos de su generación, como Jorge Edwards, Fuentes, García Márquez, Vargas Llosa y Bryce. Aunque, en el cuento, con un tinte más enigmático y trágico, pues el artista acaba por fundirse, por vía del destino, con su propia obra. Una fusión acuática en las aguas maternales del Mediterráneo.
Ribeyro está ahí, profundamente, en cada una de estas narraciones, y volver a leerlo es motivo de alegría, como encontrar la imagen de un ser muy querido en una foto recién descubierta. Por eso la publicación de este libro es un acontecimiento no solo literario, sino que está en la esfera afectiva, espiritual y humana de un autor que nos enseñó a leer mejor, a comprender intensamente la vida y a amar aún más la literatura.
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Autor: Juan Ramón Ribeyro. Título: Invitación al viaje y otros cuentos inéditos. Editorial: Alfaguara. Venta: Todostuslibros
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