La cuidada barba y la melena justa son el testimonio persistente de aquel Ricardo Labra (Llangréu, 1958) que en los años del tardofranquismo y de la transición ejercía una rebelión emocional, de la que no tiraba al monte: su geografía era la de las tertulias literarias, las librerías y los ateneos. No fue fácil hacerlo en la asturiana Cuenca del Nalón, donde el reloj de la política marcaba las horas a la cotidianeidad entre hollín, castilletes mineros, chimeneas y barricadas. Después vendría el bastiazu de la heroína y sus legiones de muertos vivientes. Labra formó parte de la otra resistencia, la que buscaba dar cuenta de las vidas minúsculas sin recurrir al exceso de las mayúsculas. Tutelado por la sabiduría callada de un médico lector, Eugenio Torrecilla (1924-2012), un grupo de jóvenes nacidos a finales de los años 50 del siglo pasado practicó un activismo que perseguía descender la luna a los charcos de las aceras. Después vendría Ángel González (1925-2008) para abrazarlos y sentir el fervor de quienes habían descubierto en sus versos otra rima de la vida. Allí estaban el hiperactivo Miguel Munárriz, la poeta silenciosa Noelí Puente Aller, el pintor humilde Helios Pandiella y el añorado Alberto Vega (Llangréu, 1956-2006), cuya poesía sigue empeñada en hacernos temblar. Ricardo Labra ejercía la rebeldía de la sobriedad. Tras su físico solemne, quebrado por la media melena, la barba y las americanas verdes, hay un hombre inquieto, al que nada le es indiferente. Los primeros pasos los dio con la métrica (de La danza rota a La crisálida azul, su último libro) para frecuentar después la prosa (La llave), ejecutar antologías de los poetas de su generación y emprender estudios académicos propios de un entomólogo empeñado en descifrar la fauna secreta de ciertas escrituras. Lo hizo con dos ensayos de referencia: Ángel González en la poesía española contemporánea (Luna de Abajo, 2019) y El caso Alas Clarín: La memoria y el canon literario (Luna de Abajo, 2021), donde no sólo se ocupa de sus buenas letras, también de las corrosiones de un lugar y de un tiempo que marcaron las obras de los dos gigantes de la literatura que supieron trascender la carcoma de su nación carbayona. El aforismo se ha convertido también en una de las obligaciones cotidianas que se ha impuesto el autor asturiano para seguir las marcas que deja la vida a su paso. Tras Veintana y El poeta calvo, llega ahora Los renglones torcidos (Trea, 2024) donde su pensar fragmentario pone las luces largas a nuestros días. Labra es licenciado en Filología Hispánica y en Antropología Social y Cultural y doctor en Investigaciones Humanísticas y máster en Historia y Análisis Sociocultural por la Universidad de Oviedo.
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—Se da por sentado que los residuos de los presocráticos son la simiente del aforismo. Cita a Heráclito y a otros clásicos grecolatinos en sus textos. ¿Hasta dónde poesía, hasta dónde filosofía?
—No por convencional es menos controvertida la relación de la poesía con la filosofía. Desde luego, no voy a entrar en sus similitudes y mucho menos en sus diferencias. Digamos que a las dos las une el lenguaje y la búsqueda de lo esencial, una a través de la objetivación racional y la otra, aunque no la desestime, a través de la emoción estética. Paradójicamente, lo que las une también las separa, en una permanente interacción que incomoda más a los filósofos, ya desde los tiempos de Platón, que a los poetas. Pero lo que no puede negarse es que los postulados filosóficos no han dejado de fundamentar las diferentes poéticas de los movimientos literarios, y que las percepciones poéticas, a través de sus alegorías y metáforas, tampoco han cesado de iluminar las conceptualizaciones filosóficas. Buena prueba de ello, como usted me señala, es Heráclito, que no solo nos dejó una proverbial definición sobre el tiempo, sobre su homogeneidad, divisibilidad y simultaneidad, sino que a su vez nos donó una de las más prodigiosas imágenes poéticas sobre la dimensión temporal de la vida humana: «Nadie se baña dos veces en el mismo río». No obstante, a pesar de esta evidente relación, conviene diferenciar el pensamiento filosófico del pensamiento literario, más centrado en los aspectos propios de la escritura y de las emociones estéticas que sus hallazgos desencadenan. En ese territorio se mueven mis aforismos, quizá porque no me deje de fascinar que un verso pueda revelar el significado de una vida.
—La categorización de la escritura nos obliga a las taxonomías. ¿Es el aforismo un género por sí mismo o está rebajado por sus mestizajes a la condición de subgénero?
—El aforismo pertenece al género sapiencial, por lo que está emparentado con los axiomas filosóficos, con las paremias y las sentencias proverbiales. Lo que sucede es que la ductilidad de su estructura sintáctica permite una gran versatilidad creativa, que curiosamente favorece la abolición de cualquier dogmática y formal rigidez propias de su originaria función. Por lo tanto, no creo que esta versatilidad que usted llama mestizaje condicione sus cualidades o potencialidades expresivas, si bien es cierto que existe un proceso de banalización, debido fundamentalmente a la proliferación y publicación de ocurrencias bajo el socorrido nombre de «aforismo literario», pero eso también sucede, aunque tal vez no en igual medida, con otros géneros literarios. Puede que el aforismo actúe de una manera más subordinada cuando aparece imbricado en otros textos narrativos, salpimentando las obras literarias; por ejemplo, el Quijote y La Regenta están llenos de luminosos aforismos.
—El profesor José Ramón González, tal vez el más destacado experto en el aforismo hispánico, publicó una antología canónica, Pensar por lo breve (Trea, 2013), para mí la definición más exacta de esta escritura. ¿La comparte?
—Pensar por lo breve porque el arte es largo, como dice Antonio Machado y, además, no importa. Pero conviene tener en cuenta, como subrepticiamente deja caer Antonio Machado, otras acciones que se escapan siempre a los infructuosos intentos definidores, como sucede también con la poesía, y que tampoco son ajenas al aforismo, como sentir, experimentar e imaginar. En realidad, los saberes y vislumbres que atesora cualquier aforismo surgen de la experiencia. Pensar por lo largo porque la vida es breve.
—¿Qué le llevó a frecuentar los espacios del aforismo?
—En realidad, creo que es una evolución bastante natural, como puede observarse en otros escritores, sobre todo si se tiene una vida literaria larga: el joven poeta siempre se acaba transformando en un viejo erudito. Es lo que tiene permanecer en la crisálida de los libros. Y en el aforismo encontré un medio eficaz de abordar, y en cierto grado de dilucidar, algunas de las cuestiones que siempre me han interpelado como escritor, así como una buena vía de escape para mis fantasmas personales.
—Poeta y ensayista. ¿El aforismo le exigió tomar algún desvío en su obra?
—No, creo más bien que los aforismos han contribuido decisivamente a complementar mi obra ensayística e investigadora. En realidad no hay desvío, ya que las indagaciones sobre la literatura siempre parten, al menos en mi caso, de la pasión creativa.
—Usted confiesa, en el umbral de este Los renglones torcidos (Trea, 2024), que estos textos escritos entre 2015 y 2023 «son testigos poco silenciosos de mis lecturas». Se lo acepto, pero esto es más que un cuaderno de notas de un lector aplicado, hay también reflexión e imaginación. ¿Me corrige?
—La escritura es una «fermosa cobertura» que nos permite ver a su trasluz otras realidades encubiertas. Un texto no puede leerse solo en su sentido literal, denotativamente, porque subrepticiamente anuda otros significados que no solo amplifican por connotación su sentido explícito, sino que lo modifican sustancialmente. Me viene a la memoria la conocida Dolora de Campoamor, «todo es según el color / del cristal con que se mira», que también utilizó Juan Ramón Jiménez en Por el cristal amarillo para indicar cómo cambiaba el paisaje de Moguer según lo contemplase por uno o por otro de los cristales de color de la cancela de hierro de su casa de la calle Nueva. Quiero decir con esto que la literatura, especialmente sus páginas de oro, son como esos cristales de «fermosa cobertura» que nos permiten profundizar en el sistema de vigencias de nuestro tiempo, pero sobre todo descifrarnos a nosotros mismos. A través de los encubiertos significados de un texto podemos poner en orden los justos significados de nuestra vida, y esa es una de las magias impagables de la literatura. En estos aforismos hay vislumbres de las lecturas por las que he transitado y que se han convertido, como este préstamo de Unamuno, en carne y memoria. Pero, como ya he señalado, la versatilidad del aforismo no solo me permite pensar fragmentariamente, sino también desarrollar algunos apotegmas, cuentos cortos y poemas. Un variado juego de reflexivos cristales con destellos de fermosa cobertura.
—¿Qué hay de teresianismo en su escritura? ¿Cierta ironía mística?
—Me imagino que me lo pregunta por el título del libro, Los renglones torcidos, ya que se atribuye a Santa Teresa la frase de «Dios escribe derecho con renglones torcidos» y, como dejó escrito Saramago, «y son esos mismos los que prefiere». Los títulos adquieren una gran relevancia en mis libros, ya que siempre pretendo que sean reveladores; por ejemplo, me consta que El poeta calvo desconcertó a algunos lectores, al remitirles al teatro del absurdo de Eugène Ionesco y a La cantante calva, impidiéndoles ver en el mismo una poética encubierta. El poeta calvo es aquel que está desprovisto de la corona de laurel de Apolo, es decir, el que no está ungido por los poderes de este mundo y deambula desprovisto de sinecuras y canonjías literarias, sin llevar puesta tampoco la lacrimógena corona de espinas con la que se mortifican, y mortifican a sus lectores, ciertos poetas. El poeta calvo parte desde su título de estas premisas que ayudan a contextualizar sus aforismos y textos en el laberinto y averno literario, y que vuelvo a desarrollar en Los renglones torcidos. Pero también quisiera detenerme, hilando con Santa Teresa, en esa cierta ironía mística que usted parece percibir en estos aforismos. Y ciertamente, como escritor no busco la unión con Dios, pero sí con los lectores, a través de lo que Bergson definió como la durée, un tiempo interior que nos conecta con todos los tiempos; y no es solo un oxímoron, con la infinita totalidad.
—En El poeta calvo (Trea, 2016) trazaba ya la geografía de lo que es su escritura aforística: al norte, la reflexión sobre la creación poética, donde reside el pulso del poeta; al sur, los submundos de la literatura, donde se afinca el sarcástico; al este, la morada del lector atento, y al oeste, el hábitat del moralista. ¿Cuál es el territorio donde se encuentra más cómodo?
—En esa descripción se dibuja una rosa de los vientos, cuya orientación señala las coordenadas por donde se mueven los rumbos, casi siempre azarosos, de estos aforismos. El sarcasmo, que tal vez prodigue con excesiva generosidad, no deja de ser en ellos el mecanismo defensivo del perplejo moralista que todos llevamos dentro; no obstante, he de reconocer que los submundos de la literatura siempre me han resultado inspiradores, como bien puede comprobarse en Los renglones torcidos. Los narcisos literarios, los grafómanos, los mitómanos y los escritores ególatras son un inestimable ejemplario para el buen quehacer creativo. Desde luego, no busco la comodidad, detesto su anémico y anestesiante venero literario.
—Sin embargo, es consciente, como anota en uno de sus textos, de que «los horizontes literarios son amplios, como territorios de conquista. Las conquistas del olvido, infinitas». ¿Emile Cioran le acompaña?
—Tengo la impresión de que la obra de Cioran pasa por una de esas épocas de silencio que suelen atravesar la mayoría de los autores sustantivos. Me sorprende, a tenor de su pregunta, ya que durante años lo he leído con asiduidad, no haber vuelto a releer Breviario de podredumbre o Silogismos de la amargura, ya que es un escritor que nunca me ha decepcionado, pero se ve que lo tengo incorporado en mi escritura. Cioran, siempre al borde del suicidio, escribió Ese maldito yo desde sus renglones torcidos. Una luminosa referencia.
—«Es un intelectual y no un contorsionista literario», escribe. Aprecio la huella de Elías Canetti. ¿Otro de sus referentes?
—Sí, sin duda, pero Canetti ya es un referente declarado, en el prólogo de Los renglones torcidos lo señalo abiertamente. Sus aforismos siempre me deslumbraron y me siguen deslumbrando. Canetti además simboliza al escritor instruido, al escritor reflexivo y estudioso que permanece insomne dilucidando la tenebrosa realidad que le rodea. Un intelectual que puede contraponerse a los contorsionistas y exhibicionistas literarios que tanto proliferan en nuestra época.
—¿La ironía y el humor son la “sabia” vital de la flora aforística?
—No sé si la ironía será la savia vital de la aforística, desde luego es un esencial tropo de expresión en cualquier escritura. Usted escribe savia con “b”, estableciendo irónicamente una homonimia que enriquece anfibológicamente su significado, entre la savia que vitaliza las plantas y la sabia, como conocimiento, que vigoriza el raciocinio humano. La ironía es como uno de esos disolventes que utilizan los pintores para develar las capas de pintura, una contrastiva forma de profundizar en la realidad encubierta ¿Qué sería el Quijote sin el manejo magistral de la ironía de Cervantes? La diestra ironía de nuestro manco universal nos hace reír al poner a flote la locura del mundo por la que cabalga nuestro cabal caballero andante, en un juego de espejos invertidos que todavía alumbra nuestra realidad. He dicho que es esa ironía la que nos hace reír, pero también es la que nos hace llorar cuando el loco más cuerdo de nuestra humanidad recupera la loca cordura de nuestro mundo. El humor siempre se produce por contraste, por la ruptura conceptual que genera la ironía al desautomatizar nuestra percepción, como demuestra la obra más seria de nuestra literatura. Sabia es la ironía, savia nutricia.
—Agudeza y chispa son atributos que se exigen al aforista. Dos cualidades que se reclaman también al humorista. ¿Me paso de frenada con la comparación?
—La relación entre el chiste y la poesía ya la estudió ampliamente Carlos Bousoño, fundamentándose precisamente en Le rire, de Bergson. También Ángel González utiliza los mecanismos intrínsecos del chiste para escribir con agudeza algunos de sus más irónicos poemas, pero, naturalmente, las finalidades y objetivos de un chiste y de un poema son muy diferentes, y sus efectos también, a pesar de la comicidad que ambos puedan desencadenar en sus receptores. No tengo nada contra los humoristas, pero sí contra el pedernal de su chispa: la trivialización de contenidos.
—Pero también la condición trágica del ser humano ocupa a la escritura breve, y he citado antes a dos pensadores expertos en otear los abismos. Usted no anda lejos. Dos ejemplos con su firma: «La esperanza es como un pájaro de mal agüero: sobre quien se posa redobla su condena» y «Su infancia fue como todas las infancias: un ángel sobrevolando el infierno».
—La literatura es también un asomarse a los abismos interiores, como testimonian Dostoyevski, Kafka o Faulkner, por citar tres autores indiscutibles de nuestro canon occidental. Lo que sucede, y en esto sé que niego ciertas teorías al respecto, es que nunca se toca fondo, y por eso la esperanza, como expresó en un magistral cuento Villiers de L’Isle-Adam, es el último tormento del condenado. La esperanza sirve para cautivar al ser humano, para someterlo y esclavizarlo con más dulzura que a través del miedo; por eso conviene que este estado de ánimo tan prestigiado por las religiones y tan fomentado por las teorías más retardatarias no se apodere irracionalmente de nosotros. Como norma, conviene desconfiar siempre de los sembradores de esperanzas, pájaros de mal agüero. Otra de las cuestiones que siempre me produce cierto sonrojo es la mistificación de la infancia. Parece que no hay escritor que se precie que no haya tenido una tía o una abuela excepcional, casi de índole mágico, un hada benefactora capaz de inocularles los arcanos y secretos de la literatura y de la vida, cuando la infancia, la mayoría de las veces, es territorio de mortificación y padecimiento y del que siempre se suele salir como un superviviente. Sobre todo teniendo en cuenta que la escritura más luminosa siempre surge de las sombras de sus autores, como acreditan sus páginas más memorables. Por lo tanto, no me desagrada que me sume a los oteadores de abismos; pero no solo como escritor, sino, sobre todo, como lector.
—Practica la sátira con denuedo sobre los hábitos y vicios literarios. ¿Hay ajuste de cuentas?
—No, no hay ningún ajuste de cuentas pendientes. Lo que no ha sido resarcido ya está cauterizado, en eso coincido con Borges: «Yo no hablo de venganzas ni perdones, el olvido es la única venganza y el único perdón». Si me permite esta licencia, estos aforismos no forman parte de una novela en clave, donde todos los escritores se buscan y todos se encuentran. Puedo asegurarle que son muchos más los eludidos que los aludidos en Los renglones torcidos, aunque en ellos no niego que pueda haber lo que en la literatura decimonónica se llamaban «tipos», esos personajes creados de la síntesis contrastiva con la realidad; de ahí que muchos escritores puedan sentirse identificados. Aunque, para su tranquilidad, y para mi descargo, he de indicar que la mayoría de las veces soy yo mismo el objeto de la correspondiente tribulación o dicterio proyectado.
—«Algunos escritores persisten en su oficio por falta de talento, y otros abandonan su arte por exceso de talento», es una de sus máximas. ¿Cuál de las dos es la más habitual en nuestros días?
—Desde luego, y a tenor de lo que fácilmente puede constatarse, la primera. La falta de talento genera siempre muchas páginas y demasiados libros prescindibles. Hay quien pretende corregirse escribiendo, en busca de la página de oro que redima a todas las demás. Pero estas persistencias y abandonos no solo se dan en la literatura, sino también en todas las artes. Entre los casos más cercanos, y por lo tanto más dolorosos, de abandono de su arte a pesar de su contrastado talento se encuentra Helios Pandiella, quien para mí sigue siendo uno de los grandes pintores de su generación.
—¿Estuvo tentado por alguna de estas dos salidas indicadas?
—No le digo que no. He pasado distintas épocas de descreimientos creativos y de larguísimos silencios, pero el deseo de dilucidar la realidad nunca me ha abandonado. En mi caso, el escritor ha sobrevivido gracias al lector, que es el que siempre ha prevalecido.
—En las lenguas ibéricas no hay una tradición aforística tan sedimentada como en otros idiomas, salvo Baltasar Gracián y pocos más. ¿Tiene explicación para ello?
—No, más bien todo lo contrario, tenemos una amplia y sólida tradición aforística. Ya en la Edad Media nos encontramos con las Glosas de sabiduría o Proverbios morales de Sem Tob, con nuestro marqués de Santillana hablando de los «aphorismos» de Catón y el humanista Alfonso de Palencia dando una definición que todavía puede considerarse vigente: «Afforismo es razón breve que demuestra seso de la cosa propuesta». También Cervantes, como ya he señalado, Quevedo y Lope de Vega profesaron este versátil género literario. De Cervantes tenemos otra definición del aforismo, «sentencias sacadas de la misma verdad», que casi coincide con la que años más tarde daría Galdós, quien consideraba el aforismo como «portador de una verdad». Es cierto que Baltasar Gracián, como usted bien señala, transformó este género literario con el Oráculo manual y arte de prudencia, no solo en España, sino igualmente en Europa; pero tampoco es menos cierto que el aforismo siempre estuvo incrustado, más que adherido, en nuestro acervo cultural, a través de los numerosos refranes, apotegmas y proverbios que jalonan nuestro saber popular. En el siglo XX contamos con un amplio elenco de escritores que no solo profesaron este género literario, sino que lo actualizaron, entre los que destacan Unamuno, Antonio Machado y Juan Ramón Jiménez; y a los que pueden sumarse las greguerías de Ramón Gómez de la Serna y los aerolitos de Carlos Edmundo de Ory, que no dejan de ser otras variantes del versátil aforismo. Unamuno nos dejó otra definición sobre este singular género literario que hizo fortuna: «Hay que pensar fragmentariamente, en forma de reflexiones sueltas, de aforismos». El propio Pedro Salinas teorizó sobre esta forma literaria; y siguiendo la estela de Juan Ramón podríamos destacar a Gil Albert, José Ángel Valente y Ángel Crespo; también Ángel González cuenta con numerosos aforismos versificados o con versos aforísticos. Incluso entre nuestros novelistas del exilio se prodigó el aforismo de índole moralizante, como acreditan Max Aub y Ramón J. Sender. Entre estos grandes escritores no puedo dejar de citar a Leopoldo Alas Clarín, que al margen de los numerosos aforismos que salpimientan sus novelas y cuentos profesó este género literario específicamente en sus Cavilaciones de Solos de Clarín. Como puede observar, sin pretender ser exhaustivos, contamos con un sólido palimpsesto aforístico en nuestra tradición literaria.
—Sin embargo, en las últimas décadas se han prodigado los autores de aforismo en las lenguas hispánicas. ¿Hemos puesto el reloj en hora?
—Que últimamente haya una proliferación de aforistas no significa que hayamos puesto el reloj en hora, ya que este, incluso en las épocas más oscuras, nunca padeció retraso. Hoy hay proliferación de aforistas como hay proliferación de cuentistas, novelistas y poetas. Vivimos en una época en la que la letra impresa y expresa se ha banalizado, tanto en papel como en medios digitales. Espero que esta banalización no acabe por lobotomizarnos, aunque los síntomas sean alarmantes.
—Vivimos una época de brevedad y liviandad. ¿La proliferación de aforistas es fruto de estos tiempos?
—Existen algunas teorías que tratan de relacionar el aforismo con los mensajes cortos que proliferan por las plataformas digitales, con los famosos 150 o 280 caracteres, y también con el sistema acelerado de vida que llevamos, lo que nos permite tener poco tiempo para reflexionar, así como para sumergirse en textos más enjundiosos, lo que explicaría la profusión de los aforismos y de las micro-narrativas. Pero no nos engañemos, es como aquel comprador de libros que los acumula para leerlos cuando se jubile, y cuando llega ese periodo añorado se da cuenta de que no los puede leer porque carece del hábito de lectura y de la capacidad de concentración que este acto cognitivo requiere. Con esto quiero decir que no existen atajos para la reflexión y el pensamiento, por lo que no hay que confundir los mensajes y ocurrencias que nos asolan a través de los dispositivos digitales con el género aforístico. La proliferación de estos mensajes, textos y breves proclamas se debe a otras cuestiones más profundas e ideológicas que tienen que ver con el proceso de banalización cultural al que me he referido. Creo que sacar otras conclusiones, como diría Camilo José Cela, es confundir el culo con las témporas.
—Las redes sociales están pobladas de legiones de ocurrentes con ambiciones literarias. ¿Cómo distinguir el aforismo de la chanza digital?
—El aforismo, decía José Bergamín, otro de los grandes aforistas españoles, se caracteriza no por su brevedad «sino por su inconmensurabilidad». Por eso vuelvo sobre una de sus primeras preguntas: una cosa es pensar fragmentariamente como propone Unamuno y otra muy distinta pensar en breve, que es un no pensar. Ahí se encuentra la diferencia.
—Hemos mencionado a Heráclito, Gracián, Canetti y Cioran, y en el prólogo de Los renglones torcidos cita también a Kafka, Carl Seelig y Borges. ¿Qué otros nombres de la aforística le acompañan?
—A Carl Seelig lo cito en el prólogo a colación de mi admirado Robert Walser, para quien los manicomios eran los conventos del siglo XX. Generalmente, los escritores se vuelven locos por su obsesión por la escritura, por su frustrante pulsión hacia la obra inaprensible, pero Robert Walser decidió volverse loco para dejar de escribir, y además se encerró en un convento del siglo XX, en un manicomio, supongo que para evitar tentaciones literarias. Walser, sin pretenderlo, es todo un símbolo para estos tiempos de efímeras notoriedades; un escritor sustantivo que solo tuvo como laurel la fría mortaja de la nieve. Son muchos, afortunadamente, los escritores que me acompañan; los aforismos no surgen solo de los aforismos, sino también y sobre todo de otras lecturas y de los renglones torcidos de la vida.
—Usted es asturiano y en su tierra hay un puñado de autores contemporáneos con sobrado crédito en la geografía del aforismo (José Luis García Martín, Fernando Menéndez, José Luis Argüelles, Jordi Doce, Javier Almuzara…). ¿Aprecia alguna singularidad en estas compañías?
—Asturias es una singularidad literaria en sí misma, sobre todo desde los tiempos de la Transición española. Yo he seguido con mucha atención ese proceso, como demuestran mis sucesivas antologías sobre la poesía de Asturias. Son muchos los nombres y los poetas asturianos con los que he compartido estos años, y que me han aportado y trasmitido su ilusión y sus ilusiones; pero si tuviese que singularizar a algunos de ellos, y en esto espero que pueda disculpárseme, destacaría a mis amigos de Luna de Abajo, especialmente a Miguel Munárriz y al siempre presente Alberto Vega.
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Entrevista publicada en El Cuaderno Digital
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