Corría el año 1995, es decir, hace veinte justos. Fue aquel un año que terminaría siendo muy importante para mí, aunque yo entonces no lo sabía. Allá por la primavera, apareció en una pequeña editorial madrileña, que tuvo que cerrar poco después a causa de un litigio, mi primera novela, Noviembre sin violetas. Fue distribuida de forma modesta y efímera, por culpa de los problemas judiciales de los editores, y en términos comerciales se saldó con los exiguos resultados que a la luz de esas circunstancias cabía prever. Es cierto que con los años se acabaron vendiendo, más o menos de tapadillo, los 1.500 ejemplares que componían aquella edición (lo que me impide quejarme: de los 1.500 ejemplares de que también constaba la primera edición de su primera obra, Proust vendió 329 en 22 años); pero no salieron ni mucho menos de manera inmediata.
Digamos que en ese año, 1995, mi conciencia era la de haber fracasado con mi primera aventura editorial, y mis expectativas, para ser sinceros, tan bajas que aceptaba que muy bien pudiera ser la última. No me tomé sin embargo este desaire con desesperación: tenía otra forma de ganarme el sustento, y la convicción de que la escritura era una forma de vida que uno podía mantener, llegado el caso, en la más estricta soledad. Así era como llevaba desarrollándola, por aquel entonces, desde hacía ya más de quince años.
En aquel contexto, tan sólo me llegó una señal positiva. Un día el editor me llamó y me dijo que comprara el ABC. Así lo hice, y me tropecé con una extensa reseña de aquella novela primeriza, y tan maltratada por el mercado editorial. La firmaba un señor que se llamaba Ricardo Senabre, a quien yo entonces no conocía. Mi mundo profesional estaba muy alejado de la filología, en el campo del Derecho, y eso explicaba que no tuviera noticia de quien, según me dijeron, era catedrático en la universidad de Salamanca y uno de los críticos más respetados y temidos del país.
Aquel hombre analizaba con rigor y detenimiento mi trabajo, como si no fuera el de un principiante que además era un alienígena que acababa de aterrizar (o de estrellarse, según se mire) en el planeta literario. Ponía algún reparo menor, pero proclamaba con firmeza el mérito de una obra que, según sus propias palabras, constituía «una gratísima sorpresa», y de un autor que, vuelvo a citarle, tenía las condiciones para «no ser un escritor más». Tras leer aquello, quedé de veras estupefacto. No sólo me habían hecho caso, sino que apostaban por mí. Y eso lo firmaba un crítico de referencia, alguien fuera de toda duda (que además estaba fuera de toda sospecha, ya lo acreditaba mi condición de plumífero indocumentado y sin conexión alguna) y cuya solvencia no podía ponerse en cuestión, cualidad que, como es bien sabido, no se predica de toda la crítica literaria, a veces practicada por gente que simplemente está a mano o que se aviene a no cobrar un estipendio por emitir su veredicto.
Mentiría si dijera que aquello, en aquel momento, pasó de ser un leve consuelo. Como mucho, un resarcimiento moral frente al hecho de que mi libro era inencontrable y el barrunto, cada día más intenso, de que lo iba a leer muy poca gente, aparte de mi familia y allegados y aquel crítico tan extravagante como para darle una página entera a un perfecto don nadie. Sin embargo, y con la perspectiva del tiempo transcurrido y la noción precisa de lo que acabó ocurriendo aquel año, siento y pienso que de algún modo inconsciente esa reseña supuso para mí un espaldarazo mayor de lo que entonces creí. Alguien de prestigio, alguien que sabía lo que leía y lo que escribía, me había tratado como si yo fuera realmente un escritor. Y aunque escritor quise ser y fui, dedicándole lo mejor de mis energías, desde que tenía trece años, quizá fue en aquel año 1995, gracias a Ricardo Senabre, cuando pude al fin creer que realmente había empezado a serlo.
No sé lo que tuvo que ver, pero algo debió de influir en que aquel mismo año 1995, en los seis meses que por entonces le quedaban, yo concluyera sucesivamente dos novelas: La flaqueza del bolchevique y El lejano país de los estanques. Dos libros de los que puedo decir cualquier cosa menos que son dos títulos más en mi bibliografía. El primero, que luego sería llevado al cine y hace poco ha saltado al teatro, me valió ser finalista del Premio Nadal de 1997, una competición a la que lo presenté con nula esperanza de que nadie se fijara en mi trabajo y que sin embargo acabaría siendo el ariete que me permitió atravesar ese muro infranqueable que separa a un autor de los lectores. En el segundo, di vida por primera vez a dos personajes que no han dejado de acompañarme desde hace dos décadas, y que me han permitido llegar a cientos de miles de personas en una treintena de países. Es cierto, como he declarado alguna vez, que escribí esos dos libros con la absoluta libertad de quien ya no esperaba nada de la literatura; pero quizá también, así fuera secretamente, con el plus de confianza que me daba el aliento de alguien que tenía criterio para discernir la calidad de un escritor.
Refiero esta historia personal porque es la que inicia mi relación con Ricardo Senabre, pero también porque me parece un buen ejemplo del crítico que quiso y logró ser: a lo largo de los años transcurridos desde ese 1995, lo vi una y otra vez reseñar a autores hasta entonces desconocidos, y hacer una y otra vez una apuesta semejante a la que hizo conmigo, siempre que se encontraba entre las manos con algo nuevo que en su sentir valía la pena. Aunque eso no le impedía formular las reservas o advertencias que creyera del caso. Me consta que son muchos, varias decenas, los escritores que, en medio de ese estruendoso silencio que suele acompañar la publicación de una primera obra, se encontraron con las medidas y siempre fundadas palabras de apoyo de Ricardo Senabre. A partir de ahí, cada uno ha hecho su camino, más largo o más corto, más feliz o más infortunado, porque en el despliegue del futuro que puede vislumbrarse ante uno siempre intervienen las fuerzas, el desempeño y la suerte de cada cual. Pero todos ellos, en ese momento en que todo es tan frágil, contaron con un estribo en el que poner el pie para impulsarse al siguiente desafío. Un estribo que muy pocos críticos le proporcionaban al escritor novel como lo hacía Ricardo Senabre, porque muy pocos tenían su erudición y su empaque, y sobre todo, muy pocos tenían la curiosidad que él demostraba.
Lo he mencionado alguna vez, pero creo que no está de más que aquí me repita. En Ricardo Senabre me pareció ver encarnada aquella definición de crítico que le debemos a Raymond Chandler, y que cito de memoria pero creo que con razonable exactitud: «Un verdadero crítico es el que señala lo bueno según aparece, y no el que lo bendice cuando se ha vuelto respetable». Ricardo Senabre era un crítico de fundamento y nada frívolo, pero eso no le impedía, al revés, le permitía ser más audaz y aventurarse más que otros.
Tengo otro ejemplo que atañe al propio Chandler: en tiempos en que la novela negra no gozaba ni muchísimo menos del predicamento y el éxito que tiene ahora, allá por el año 2000, con ocasión de la reseña de otra de mis novelas, El alquimista impaciente, el crítico valiente y sin complejos que era Senabre se descolgó con una afirmación que entonces no era sencillo hacer: «Hora es ya de decir que en sus mejores momentos, Chandler es más escritor que Hemingway». Y esta anécdota me recuerda otra: la de la última vez que lo vi, cuando acudió al festival Getafe Negro a hablar precisamente del tratamiento por parte de la critica del género negro. Estábamos en la cafetería de la universidad Carlos III, tomando un café, cuando le dije que acababa de leer una novela negra breve pero extraordinaria, de un autor desconocido. Inmediatamente me pidió el título y el autor y se los anotó. Tres o cuatro semanas después, no más, leí la reseña en la que elogiaba a aquel novelista debutante, José Ramón Fernández, y el libro que llevaba su firma, Un dedo con un anillo de cuero, publicada por una pequeñísima editorial. Como tantas otras veces, no le falló el instinto al crítico curioso y osado: poco después, José Ramón Fernández recibía el Premio Nacional de Literatura en la modalidad de literatura dramática. Y una vez más, una novela que le había pasado inadvertida a casi todo el mundo tuvo el respaldo de su pluma limpia y su rotunda capacidad de análisis.
En estos veinte años, Ricardo Senabre reseñó con cierta frecuencia mis novelas, incluida la penúltima, hasta la fecha, de la serie Bevilacqua, Los cuerpos extraños. Fue por lo común generoso, sin dejar de ser exigente; cada vez un poco más, a medida que mi carrera como novelista iba progresando, lo que creo que es justo y además debo agradecerle. No todas le gustaron por igual, y así lo escribió: la gama de sus reacciones fue de su respaldo entusiasta a La flaqueza del bolchevique (la novela que estaba yo escribiendo, justamente, cuando publicó aquella primera reseña) al escepticismo por la textura alegórica de La sustancia interior, pasando por el reconocimiento sostenido a las novelas de Bevilacqua. Ponderó mis novelas sobre la guerra de Marruecos (un terreno difícil, poco y mal explorado por la literatura española, pero con monumentos del calibre de Imán de Sender o La ruta de Barea, con los que era arduo competir, y en el que su juicio positivo fue más que reconfortante) e incluso mis títulos más experimentales como El blog del inquisidor. No se privó de hacerme objeciones, cuando las tuvo, y nunca me ofendió con ellas, aunque no siempre estuviéramos de acuerdo.
Recuerdo la discusión que mantuvimos a propósito del uso del verbo «ignorar» como sinónimo de «no hacer caso», que él reputaba anglicismo y que yo consideraba plenamente admisible en el habla culta española (como lo era en el inglés, el alemán, el italiano, el francés y tantos otros que incorporaban el verbo latino ignorare, de tan espontánea extensión a esa acepción concreta). Por aquel entonces el DRAE no la recogía, lo que él encontraba acertado y yo consideraba simple lentitud de la Academia. Al final, ésta me acabó respaldando y recogiendo la acepción controvertida en la siguiente edición de su diccionario. Lo que, dicho sea de paso, y si se me permite la broma un poco irreverente, me hace dudar si al final el profesor Senabre no tendría razón.
En todos estos años, nos vimos pocas veces, en alguna ocasión en su universidad, menos en Madrid. La relación fue cordial, correcta y nunca de excesiva confianza. Por así decirlo, manteníamos las distancias, desde el respeto y la estima mutua. Interpreté que así era como prefería relacionarse con los escritores a quienes en algún momento podía tener que enjuiciar como crítico, y no sólo lo entendí sino que compartía su criterio. El principal valor de un crítico es su independencia, y la de Senabre, de eso doy fe y creo que pueden darla todos los novelistas españoles, ya les haya sido propicio o adverso en sus reseñas, era estricta y absolutamente insobornable. Esa cualidad, unida a su singular capacidad de lectura y a la curiosidad por lo nuevo que antes mencionaba, lo convertían no sólo en una referencia indiscutible dentro de la crítica española, sino en una valiosísima fuente de información para saber lo que en cada momento merecía la pena leer.
Esa virtuosa combinación de fundamento teórico, información y opinión la trasladaba a la construcción del texto de sus reseñas. Después de leer una reseña de Ricardo Senabre, uno tenía a la vez noticia de los aspectos relevantes de la obra enjuiciada, las razones del dictamen que sobre ella emitía y una opinión clara y resuelta que guiaba de veras al lector.
Cuando uno ponderaba el papel de Senabre como crítico, muchos autores, especialmente si habían sido víctimas de alguna de sus reprimendas lingüísticas (de las que quien suscribe tampoco se libró, quede esto claro), se quejaban de él y lo señalaban como un tiquismiquis recalcitrante, por señalar erratas, fallos de concordancia o impropiedades léxicas. Siempre lo defendí a este respecto y lo defiendo aquí otra vez: una de las funciones del crítico es velar por la calidad de los textos y, tanto si estos aparecen manchados por negligencia o impericia del editor, como si es el autor el que con su deficiente conocimiento del idioma propicia esos lunares que él decía, bien está que haya quien los detecte y denuncie para que sean oportunamente extirpados. Aunque no fui de los autores con quienes más se encarnizó con sus correcciones, el texto de alguna de mis novelas está más limpio gracias a esta labor suya, que le agradezco.
Cuando uno escribe, voy a decir una perogrullada, lo que por encima de todo busca y necesita es que le lean. Pero lo que más conforta, y voy a volver a emplear el verbo, pero esta vez en cursiva, es que le lean. Leer, en la plena acepción de la palabra, es descifrar, interpretar y valorar con arreglo a un criterio justo y consistente lo que se está leyendo. Cuando se lee así, la lectura es un acto de iluminación, al mismo nivel, cuando menos, que la iluminación que pueda procurar la escritura. En ese sentido, un crítico, antes que nada, debe ser un lector. Ricardo Senabre fue, y creo que es de justicia que lo diga aquí, y con ello cierre mis palabras, desde la gratitud y la añoranza que la circunstancia de su desaparición me impone, el mejor de los lectores que creo haber tenido.
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