Lo decía Bob Dylan en la canción que rendía homenaje al joven Emmett Till, el adolescente que sufrió un linchamiento el 28 de agosto de 1955 y murió descuartizado, lanzado en Money al río Tallahatchie, mientras los criminales que lo vejaron quedaron absueltos por el juez. La canción “The Death of Emmett Till” —The Witmark Demos, 1962-1964— es un documento de denuncia semejante al que años más tarde llevara a cabo para reivindicar la inocencia de Rubin “Hurricane” Carter. En aquella primera canción nos hablaba directamente al oído para decirnos que si no éramos capaces de hablar en contra de este tipo de cosas, de un crimen tan injusto, nuestros ojos estaban llenos de suciedad por los muertos y nuestra mente llena de polvo, que deberíamos ser nosotros los que llevásemos grilletes y cadenas, al tiempo que nuestra sangre se rebelase para dejar de fluir. El linchamiento propagó una serie de revueltas que dieron lugar a un auge en defensa de los derechos civiles.
La atroz matanza del joven negro, que andaba de vacaciones por el pueblo y fue acusado por una mujer blanca, Carolyn Bryant, de haber coqueteado con ella, conmocionó a la opinión pública. El supuesto flirteo bastó para que el hermano y el marido de la susceptible mujer asesinaran con especial crueldad a Emmett. Las crónicas cuentan que la madre del chico decidió que el ataúd permaneciera abierto en el momento del funeral, para que se conociera la brutalidad de los hechos. No hacía falta, pero ya se sabe que una imagen, etcétera. Percival Everett (Georgia, 1957) decidió darle una vuelta a los hechos desde una perspectiva insólita: mientras se disponía a jugar al tenis, llegó a sus oídos una versión de la canción tradicional “Ain’t No More Cane”, que el cantante de country machambró con otra llamada “I Will Rise Up” (Lyle Lovett and His Large Band, It’s Not Big, It’s Large, 2007) y Everett vio en aquellas palabras el germen de su novela: claro, “sólo Dios sabe lo que depara el futuro / pero yo me levantaré / aunque sea un difunto. Me dije adelante y amén / y me mantendré erguido hasta que encuentre mi final”. El resultado es asimismo una mezcolanza genérica, a medio camino entre la novela de detectives, el relato judicial, el pastiche cómico, la denuncia social y el absurdo envuelto en ropajes de superhéroe justiciero negro salido de dos metros bajo tierra, con el que ha conseguido quedar finalista del Booker Prize 2022. Lo mejor, la unánime aclamación crítica por la que esta comedia mordaz será recordada durante mucho tiempo, cercana en muchos aspectos a Trampa 22, de Joseph Heller, pero mucho más gamberra y divertida. En ambos casos, Mark Twain tiene la culpa; sus pastiches, su ironía, su inteligencia para librar batallas que alguien diría perdidas de antemano y que consiguen la victoria desde lo inesperado: el humor, o eso que se dice y que aquí se entiende a la perfección cuando alguien nos suelta un “tómatelo con filosofía”, por más que miles de linchamientos sean cosa seria. Humor en absoluto escapista, sino reactivo, guerrillero.
La cosa promete desde el momento en que empiezan a aparecer cadáveres de blancos asesinados con alambre de espino y simbólica mutilación genital. Junto a ellos otro cadáver, negro esta vez, con la cara deformada y los testículos del paleto blanco en la mano (sí, en Money todos los blancos son paletos). Lo que sigue es la búsqueda de ese personaje negro que desaparece de las morgues y reaparece tendido junto a cada uno de los blancos asesinados. Alguien se está tomando la justicia por su mano. Mientras, el racismo, el supremacismo, la conspiranoia y las injusticias campan por sus respetos. Sólo que aquí el respeto clama por su ausencia, o como dice el mismo Everett, “se debe hacer una distinción entre la moralidad y la justicia: es posible que la justicia no siempre nos parezca moral, y ese es un pensamiento aterrador”. Los árboles lo cuenta para que no se olvide.
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Autor: Percival Everett. Título: Los árboles. Traducción: Javier Calvo. Editorial: De Conatus. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.
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