Riki Blanco (Barcelona, 1978) publica Libro de reclamaciones (Autoeditado, 2024), una recopilación de sus viñetas más “inteligentes, evocadoras y reveladoras” publicadas en El País desde 2021. Habitan la obra, entre otros, un ciego que camina por la cuerda floja, un dios irresponsable, un boxeador incauto o un san José que construye cruces de madera. Tal y como cuenta a Zenda, ha apostado por la autoedición porque “quería vivir la experiencia de hacer el proceso desde cero”, como si fuera una “operación militar”: “Hago un libro, lo publico, lo vendo y sigo con mi vida. No quiero ser esclavo de ese libro”. Andreu Buenafuente se pregunta sobre el ilustrador: “¿Acaso tiene una factoría clandestina que piensa sin parar? ¿Cómo puede ser que mantenga un nivel tan alto?”. Va un dato para el aborigen zendiano: llevan su firma las portadas de El problema final (Alfaguara, 2023), de Arturo Pérez-Reverte, y de Cartas a una Reina (Zenda, 2024). Conversamos con un artista ecléctico —compagina su principal trabajo con el teatro experimental, la poesía, la narrativa o la composición musical— en su estudio, sito por Puente de Vallecas.
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—Señor Blanco, ¿qué le reclama a la vida?
—A la vida, como tal, nada. De hecho, le estoy muy agradecido. Creo que hay que agradecerle más que exigirle.
—¿Y qué le suele reclamar a una viñeta?
—Que sea inteligente, evocadora y reveladora.
—Aparte de su autoría y de haber sido publicadas en El País desde 2021, ¿qué tienen en común —si es que tienen algo— las viñetas recogidas en Libro de reclamaciones?
—Son las viñetas que más me han gustado. Considero que tienen los factores de los que te he hablado. Son las más arriesgadas: no son las que más gustan, pero creo que son las que tienen más sustancia. Hay una cierta cronología: llevo dos años y medio haciendo viñetas…
—¿Se aprecia cierta evolución?
—No son las mismas las primeras que las últimas. He respetado ese hilo, ese orden. Todas intentan ir hacia lo profundo de las cuestiones que se tratan. Van a la raíz de las cosas, no son superficiales, pese a que tengan una pátina de comicidad; pese a que, aparentemente, son simpáticas.
—Sé que le gusta jugar con la ambigüedad. En una canción reciente, Bunbury canta: “Si te lo explico todo, es no haber dicho casi nada”.
—Se tiende a la literalidad y a la frontalidad, a decir las cosas de una forma demasiado hermética y, tal vez, vehemente. Mi vehemencia la tiro más hacia lo poético. Obviamente, tengo ideas muy claras, pero no me interesa tanto decir mi opinión en crudo, sino cómo digo la opinión. Creo que ese es el trabajo de la gente que nos dedicamos al arte y no somos opinadores… pese a estar en la sección de opinión de El País.
—¿Nos hemos acostumbrado a que todo nos lo den en exceso mascadito? ¿Pensar da cada vez más pereza?
—Estamos acostumbrados a que nos den todo precocinado. Montarte tú mismo algo cuesta. Es decir, haciendo un símil con la carpintería: no hablo de Ikea, sino de ir tú a buscar los tablones. No sólo con la viñeta, con todo: con toda la cultura, con todo lo que consumimos… Considero que es muy sano armártelo tú, incluso en tu propia cabeza. O coger partes de los discursos y dirigir esas partes tú. Genera una forma de pensar muy sana: convivir con la contradicción, con la confusión, con la complejidad de la vida. Creo que eso hace que pienses de una forma más interesante.
—Mencionaba antes el componente poético, que es clave en sus viñetas.
—Es el software de la viñeta. El hardware es lo que se ve; el software, lo que se evoca, lo que se sugiere, el espíritu que está detrás. Son las posibilidades, la vibración, la activación intelectual. Más que emocional, creo que es intelectual mi uso de lo poético. Y, seguramente, también uso la poesía para disfrutar de esa pequeña incertidumbre sana.
—¿Usted dibuja siempre lo que quiere?
—Sí. No me dan líneas editoriales, no me dicen lo que tengo que hacer.
—Luego están los inquisidores de las redes…
—Son parte del paisaje. Hagas lo que hagas, siempre te vas a encontrar con detractores.
—¿Y cómo baila con la IA?
—Pues torpemente (risas). Sorteándola como puedo. Y con miedo, pero sin sorpresa. El ser humano, siempre que ha podido, siempre que ha tenido una herramienta para prescindir de la parte humana, y no hablo de la mano de obra del trabajador, sino de la visión humana, ha utilizado esa herramienta en contra de, incluso, la propia calidad del servicio. Estoy pensando en teleoperadores de estos que son máquinas: sí, dan más beneficio, pero la experiencia siempre es peor. Me asusta, sobre todo, la IA generativa y lo que implica: derechos de autor, robo de propiedad intelectual…
—En una de sus viñetas, un tío lamenta, en una isla desierta, que “el mundo se está perdiendo mi opinión”. ¿Qué le diría a ese tipo?
—(Risas) No lo sé… Le diría: “Te escucho, cuéntamelo. Yo se lo cuento al mundo”. Es graciosa esa viñeta. La energía que me transmite, que no está muy definida, es que la gente necesita dar su opinión. Yo no lo necesito, creo. No sé cómo sería si no tuviera un lugar para dar una opinión, pero me doy cuenta del privilegio que tengo, porque veo a la gente que necesita comentar y opinar. Veo comentarios en todas partes. Incluso mensajes personales que me envía la gente diciéndome: “Necesitaba decirte lo que opinaba sobre este tema”.
—En otra viñeta, un muñeco sale de una caja de sorpresas y dice: “Todos los días lo mismo…”. ¿Vivimos en El día de la marmota?
—Totalmente. Cualquier persona que se dedique a sorprender vive una rutina. Una rutina agradable, de la que uno no se puede quejar, pero le pasa al payaso que tiene que hacer reír, a quienes están de cara al público, a quienes quieren dar sorpresas, buscar el giro narrativo… Hay algo de cotidiano en eso. Me obsesiona mucho la idea de que, cuando tu vida es un caos, al final no lo es. A un reportero de guerra en Afganistán, le pregunté qué es lo más difícil que ha tenido que hacer, y me decía que comer con sus padres en Navidad, que lo de la guerra estaba chupao.
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