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¿Quién fue Pessoa? Miguel Barrero publica El rinoceronte y el poeta

¿Quién fue Pessoa? Miguel Barrero publica El rinoceronte y el poeta

Una enigmática carta abre el camino hacia uno de los grandes enigmas de la literatura universal. ¿Quién fue realmente Fernando Pessoa, aquel escritor genial que se multiplicó en varias decenas de heterónimos mientras mantenía una existencia rutinaria por las calles de Lisboa? Miguel Barrero se adentra en uno de los grandes enigmas de la literatura universal en su nueva novela, que Alianza publica en octubre.

Aquí puedes leer las primeras páginas de El rinoceronte y el poeta.

 

El 20 de mayo de 1515 desembarcó en el puerto de Lisboa un rinoceronte que provenía del otro confín del mundo. El animal fue alojado en la casa de fieras que el rey Manuel I había dispuesto en el Paço da Ribeira, guerreó contra un elefante y acabó agotando sus días en el mar, allá por las postrimerías del mes de enero de 1516, cuando la embarcación en la que viajaba con dirección a Roma naufragó como consecuencia de una tempestad que rompió los cielos en el preciso instante en que rinoceronte y tripulación pasaban junto al estrecho de Portovenere, un lugar que los mapas ubican al norte de La Spezia, en la costa que llaman de Liguria. Quinientos años después, en una estupenda mañana de agosto en la que el sol doraba los campos y un cielo azul llenaba de optimismo los designios de una tierra condenada, mientras viajaba a bordo de un tren que comunicaba el epicentro de la meseta castellana con la para él bellísima desembocadura del Tajo en el Atlántico, el profesor Eduardo Espinosa pensó en aquel rinoceronte y se preguntó, por primera vez, si su historia podría entretejerse de algún modo con la del poeta a cuyo estudio había dedicado la mayor parte de su vida. No fue, sobra decirlo, un pensamiento ocioso: no lo era ninguno de los que cruzaban a lo largo del día por la mente de Espinosa, y podemos dar fe de que eran unos cuantos, pero la cuestión le asaltó tan de improviso que incluso él se sorprendió de que fuese allí mismo, en medio de un vagón de tren que se movía hacia su destino en una estupenda mañana de verano, donde se le plantease la posibilidad de una conexión estrambótica en la que podían anidar, ocultas, las claves de alguna clase de verdad. ¿Cómo saber dónde se encuentra lo evidente, si casi nunca se muestra por sí mismo a los ojos de los hombres? A Espinosa esta pregunta le pareció tan perfecta que resolvió apuntarla en el pequeño cuaderno que siempre llevaba consigo y que había tenido la prudencia de sacar de su maleta, antes de introducir ésta en el portaequipajes y acomodarse en el asiento, a fin de tenerlo a mano por si, como acababa de ocurrir, le hacía la inspiración alguna arrebatada visita en las largas horas que iban a transcurrir hasta que el viaje llegara a su término. Una vez escrita en una de las escasas hojas que quedaban libres, porque la libreta estaba a punto de acabarse, intentó volver a pensar en el rinoceronte, pero su mente se negó a obedecerle y prefirió recordar que el 29 de noviembre de 1935 ingresó en el Hospital de São Luís dos Franceses el oficinista Fernando António Nogueira Pessoa, en principio aquejado de un cólico hepático que posiblemente fuera en realidad una colangitis de carácter agudo causada por un cálculo biliar. Murió al día siguiente, debido a complicaciones que con toda seguridad tuvieron relación con el ingente consumo de alcohol en el que había incurrido a lo largo de su vida. Tenía 47 años, y dicen que en el momento de exhalar el suspiro definitivo pidió sus gafas, acaso para poder contemplar mejor el final de sus propios días. El último verso que escribió estaba en inglés y rezaba: «I know not what tomorrow will bring». Los dos años acaban en cinco, dijo para sí Espinosa con tal recogimiento que parecía que estaba siendo depositario de una revelación. Acto seguido, se puso a hacer cuentas con los dedos, porque como buen letraherido no era hombre especialmente dotado para los números, y concluyó que entre la llegada del rinoceronte a Lisboa y el fallecimiento de Fernando Pessoa en el Hospital de São Luís dos Franceses habían pasado 420 años, y torció el gesto ante la evidencia de que no era aquélla una cifra tan redonda como para entrañar un significado oculto. Sin embargo, mientras trataba de recomponer un poco sus razonamientos, porque realmente pensó que aquella súbita asociación de conceptos podía ser síntoma de una inminente demencia, constató cómo la pregunta despuntaba primero en su subconsciente como el efímero fulgor de una chispa, se convertía luego en llamarada que prendía todos los rincones de la mente y, por último, emergía en un torrencial destello que quedaba extinguido uno o dos segundos después para volver, al cabo de un breve lapso, a iniciar el proceso completo. Era evidente que aquello no podía ser otra cosa que una astracanada, pero la cuestión resultaba tan estimulante que hubiera sido un pecado no entretener las monótonas vicisitudes del viaje con alguna que otra interesante disertación al respecto. ¿Qué podía tener que ver Fernando Pessoa, el ilustre, el magnífico, el nunca lo suficientemente ponderado, con un rinoceronte procedente de las Indias? Espinosa no hallaba respuesta para tal interrogante; y, como siempre que se le planteaban enigmas cuya resolución se antojaba dificultosa y aun improbable, lo asumió como un reto y se prometió a sí mismo que intentaría alumbrar alguna hipótesis medianamente plausible.

En el letárgico runrún bamboleante del vagón, Espinosa recordó que fue Alberto Durero quien concedió su definitiva inmortalidad al temible rinoceronte que desaparecería de la tierra sin siquiera sospechar la carga simbólica que adquirirían tanto su mera existencia como su fugaz visita a los dominios portugueses. El pintor alemán no se encontraba en aquellas fechas en Lisboa —una ciudad a la que, para ser exactos, tampoco llegó a viajar nunca—, pero sí dispuso del material necesario para poner su talento al servicio de una causa que pretendía, además de la consecuente notoriedad, arrojar algo de luz sobre las muchas oscuridades del mundo. Cuentan las crónicas que existió un mercader moravo, de nombre Valentim Fernandes, que tuvo el privilegio de observar de cerca al animal sólo unos pocos días después de que éste arribara a la desembocadura del Tajo y que, sin duda embargado por la emoción y por lo tanto aquejado del nefando vicio de la hipérbole, escribió una larga carta a un amigo que residía en Núremberg en la que detallaba, con todo lujo de detalles, las características más destacables de la bestia que el destino había querido poner ante sus ojos. Se ha perdido todo rastro de la misiva original, pero se conserva una traducción al italiano en la Biblioteca Nazionale Centrale de Florencia. En cualquier caso, la Historia, que con frecuen­cia incurre en burlas y azarosos giros que necesariamente requieren de la ficción para conferirles una cierta apariencia de verosimilitud, ha querido que la carta de Valentim Fernandes, fechada en junio de 1515, haya adquirido tan sólo un valor testimonial en esta concatenación de aconteceres como signo de la impresión que causó el desembarco del rinoceronte y el temprano eco que la noticia alcanzó a lo largo y ancho del continente. Porque Espinosa también sabía que, por las mismas fechas en que el mercader echaba sus líneas al correo para compartir con su amigo el impacto que en su imaginario personal había provocado la contemplación de aquel ser de resonancias mitológicas, llegaba a Núremberg otra carta, procedente asimismo de Lisboa, escrita por alguien cuyo nombre no llegó a trascender las densas brumas de la posteridad y cuyos párrafos también daban cuenta del suceso, incorporando un añadido en absoluto banal que terminaría jugando un papel irrenunciable en el devenir del arte y la zoología: un boceto realizado por un autor anónimo en el que, en apenas cuatro trazos, se sintetizaban las características más relevantes del rinoceronte. Fueron esos documentos los que tuvo Durero ante sus ojos y los que le sirvieron de base para pergeñar dos dibujos a tinta, el segundo de los cuales se utilizaría para un grabado que se acompañó de una inscripción en alemán en la que podía leerse:

En el primero de mayo del año 1513, el poderoso Rey de Portugal, Manuel de Lisboa, trajo semejante animal vivo desde la India, llamado 16 rinoceronte. Ésta es una representación fiel. Tiene el color de una tortuga moteada, y está casi completamente cubierto de gruesas escamas. Es del tamaño de un elefante, pero tiene las patas más cortas y es casi invulnerable. Tiene un poderoso y puntiagudo cuerno en la punta de su nariz, que afila en las rocas. Es el enemigo mortal del elefante. El elefante se asusta del rinoceronte, pues, cuando se encuentran, el rinoceronte carga con su cabeza entre sus patas delanteras y desgarra el estó­mago del elefante, contra lo que el elefante es incapaz de defenderse. El rinoceronte está tan bien acorazado que el elefante no puede herirlo. Se dice que el rinoceronte es rápido, impetuoso y astuto.

Espinosa siempre había encontrado en ese escrito dos cosas que le llamaban poderosamente la atención: de un lado, el error en la fecha de la llegada del rinoceronte a Lisboa; del otro, la influencia que sobre su redactor ejerce la descripción que del mismo animal hiciera Plinio en el libro viii de su Naturalis Historia, principalmente, en el pasaje en el que se refiere a la rivalidad que la especie mantiene con los elefantes. Como es natural, el grabado de Durero no es, no podía ser, una representación completamente fiel del rinoceronte. El animal inmortalizado por el alemán tiene su cuerpo recubierto por unas placas que asemejan una coraza artificial —y que acaso no sean un simple fruto de la imaginación, si se tiene en cuenta la peripecia que tuvo que sufrir el mamífero tras su llegada a la capital portuguesa— y en su piel se dibujan unas escamas que podían ser tanto un recurso con el que evidenciar un tacto áspero y hasta viscoso como una simple licencia artística —algunos también apuntan a la posibilidad de que el rinoceronte original, aquél que llegó a Lisboa y al que Valentim Fernandes describió en su carta, padeciera una dermatitis que se habría originado en el transcurso del largo viaje que lo condujo desde su hábitat natural hasta los aposentos del rey Manuel— destinada a destacar aún más las peculiaridades de lo que en aquellos tiempos y en aquellas latitudes no dejaba de ser un monstruo.

El rinoceronte y el poeta, de Miguel BarreroPero Espinosa también sabía que Durero no fue el único, aunque sí quien hizo que la fama de aquel desdichado animal traspasase fronteras. Igual que hubo dos cartas que, de modo simultáneo, acertaron a describir el prodigio y a transportar sus pormenores hasta el otro extremo de Europa, hubo otro alemán, Hans Burgkmair, que pergeñó un grabado en el que describía, con el mayor detalle del que pudo hacerse acreedor, aquel milagro de la naturaleza. Se sabe que Burgkmair mantenía correspondencia habitual con mercaderes y comerciantes de Lisboa y Núremberg, pero no si tuvo acceso a las mismas cartas y el mismo boceto que Durero sujetó entre sus manos, si la información le llegó a través de cualquier otra clase de documento cuya huella se haya perdido o si pudo haber gozado él mismo del privilegio de observar al animal con sus propios ojos. Lo único cierto es que, pese a que la pátina de su obra no obtuviera la misma repercusión que el esbozo de su colega, el rinoceronte de Burgkmair es más preciso y prescinde de algunos detalles que sólo cabe atribuir al ímpetu imaginativo de Durero. No obstante, basta con confrontarlos para entender por qué el de este último logró hacerse un hueco en el imaginario colectivo de su tiempo mientras que el otro acabó convertido en una suerte de ínfima curiosidad para especialistas. Si el dibujo de Burgkmair no deja de ser la obra digna y minuciosa de un virtuoso de su oficio, la de Durero es fruto del estado de gracia de un artista, esto a Espinosa le gustaba mucho resaltarlo, y es ese carácter el que le imprime una fuerza visual incontestable y rodea sus trazos de un cúmulo de connotaciones que ni siquiera nos es dado barruntar en el retrato de su compatriota. De ahí que del grabado de Durero se acometieran no pocas reimpresiones después que él mismo hiciera la primera, ya en 1515, y que se asumiera hasta finales del siglo xviii que la suya era la representación más fiel que podía existir de un rinoceronte. El éxito de aquel esbozo fue tan rotundo en el preciso instante en que vio la luz como sostenido a lo largo de los años que siguieron. En él se inspiraron los ilustradores de obras tan emblemáticas dentro del ámbito naturalista como la Cosmographiae, de Sebastian Münster (1544); la Historiae Animalium, de Conrad Gessner (1551), o la Histoire of Foure-footed Beastes, de Edward Topsell (1607). Alessandro de’ Medici lo tomó como modelo a la hora de diseñar, en junio de 1536, su propio emblema. En él se basaron los autores de la escultura que se erigió al pie de un obelisco de veintiún metros de altura que diseñó Jean Goujon y que se levantó ante la iglesia del Sepulcro de París para celebrar la llegada a la ciudad del que iba a ser el nuevo rey de Francia, Enrique II. Una criatura de su misma traza decoró uno de los relieves de una de las puertas de bronce del lado occidental de la catedral de Pisa. Y el rinoceronte empezó a constituir un motivo presente en las más diversas pinturas y esculturas y a servir de modelo para pequeñas figuras de porcelana que no tardaron en popularizarse y adquirir renombre en un continente que, gracias a la expansión marítima, parecía ir acostumbrándose a los milagros.

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Autor: Miguel Barrero. Título: El rinoceronte y el poeta. Editorial: Alianza. Venta: Amazon

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