No fue James Dean, como suele apuntarse —y menos aún Humphrey Bogart, como también ha llegado a escribirse—, quien pronunció por primera vez esa célebre sentencia que, ya con la calidad de los epígrafes, bien podría ser el título de todo un capítulo de las historias del rock y del cine: “Vive rápido, muere joven y dejarás un cadáver bonito”. En realidad era John Derek, en su creación del Nick Romano de Llamad a cualquier puerta (1949), uno de los primeros policiacos del gran Nicholas Ray sobre la delincuencia juvenil, quien se lo soltaba al peluquero que acababa de atusarle el tupé cuando éste le advertía sobre los peligros de la calle, en la que estaba empezando a buscar reputación.
Y el último de estos muertos sin envejecimiento alguno que conoció el cine del amado siglo XX fue River Phoenix. La Parca le dio su abrazo el 31 de octubre de 1993, con tan solo 23 años, a consecuencia de una sobredosis de heroína. Al parecer, el mismo actor le anunció al músico Bill Forrest que se había pasado cuando empezó a sentirse mal, antes de las primeras convulsiones. Poco después perdía el conocimiento en una acera de Sunset Strip. Para ser exactos, en el 8852 de West Sunset Boulevard. Dicho de otra manera, en la entrada de The Viper Room, el club que acababa de inaugurar Johnny Deep y estaba llamado a ser uno de los últimos grandes cenáculos del rock. Johnny Cash, Tom Petty and the Heartbreakers, Stone Temple Pilots, Bruce Springsteen, Oasis, Queens of The Stone Age, Courtney Love, Elvis Costello, Pearl Jam o The Strokes son sólo algunos de los solistas y las bandas que han actuado en el hoy legendario local. El mismo Phoenix —que tuvo en la música su otra pasión— acudió al club para protagonizar un concierto junto a Michael Peter Balzary, uno de los fundadores de los Red Hot Chili Peppers.
Puede que esa madrugada del 31 de octubre del 93 —noche de Halloween, por cierto— el deceso del protagonista de Mi Idaho privado (Gus Vant Sant, 1993) cerrase un ciclo de muertes prematuras —cadáveres bonitos— que jalonan la mitología de la sedición juvenil de la centuria pasada. Cuando Dean abrió la nómina estrellándose con su bólido el 30 de septiembre del 55, en una acción incomprensible para quienes no entienden que, para muchos, la juventud —como escribe Jaime Gil de Biedma— consiste en llevarse la vida por delante, los jóvenes eran tan inocentes que confundían la velocidad con la libertad, lo que sigue siendo harto frecuente, dicho sea de paso. Cuando Phoenix, cuatro décadas después, con Janis Joplin, Jimi Hendrix y Jim Morrison ya criando malvas, cerró ese registro de los que murieron sin haber envejecido, la inocencia estaba tan perdida que su cadáver —como sostiene Darío Prieto en un artículo que dedicó al finado con motivo del que hubiera debido ser su cincuenta aniversario— “era un vademécum de las substancias ilegales que arrasaron a la juventud de los años 80 y 90, empezando por la cocaína y la heroína”.
“Si mi familia fuera normal y me hubiese criado bien, yo habría sido una persona equilibrada”, comenta Mike Waters, el personaje de Phoenix en Mi Idaho privado. Desde una perspectiva moralista, las concomitancias que guardan esas palabras con la experiencia personal del actor son incuestionables. Desde la mitificación de la que es objeto su figura desde su prematura muerte —junto con Kurt Cobain, quien se pegó un tiro en el 94, es todo un icono de la Generación X—, la anormalidad de la familia de Phoenix apuntala su leyenda.
Fueron sus padres unos hippies del flower power californiano. Apasionados lectores de Hermann Hesse, llamaron a su hijo River en alusión al río de la vida de Siddharta (1922) —la célebre novela de Hesse—, que el propio Siddharta y Vasudeva gustan de “escuchar”. River vino al mundo en Madras (Oregón) el 23 de agosto de 1970. Su hermano Joaquin, así como sus hermanas Rain, Liberty y Summer también se dedican a la interpretación.
Como tantos hippies y toxicómanos puestos a dejar la droga, los padres de River Phoenix cayeron en una dependencia tanto o más perniciosa: la de las sectas lideradas por iluminados que rehabilitan a los drogadictos mediante su explotación. Habiendo caído los Phoenix en las redes de los Niños de Dios, una de las primeras de estas organizaciones de las que se supo en base a la prostitución para captar nuevos adeptos a la que sometían a sus prosélitos, no es de extrañar que los Phoenix acabasen abandonando a aquella gente en el 77, cuando el padre se encontraba en Venezuela como “arzobispo” de la organización. Eso sí, fue después de todo un periplo latinoamericano que los llevó de Puerto Rico a México, en el que River aprendió a hablar español. Fue entonces cuando cambiaron su verdadero apellido, Bottom, por el de Phoenix en alusión al Ave Fénix, renacida de sus propias cenizas. Y algo muy parecido a esa regeneración debió de experimentar el joven River al dejar atrás el país caribeño en cuyas calles se había visto obligado a tocar la guitarra junto a su hermana Rain para llevar algo de dinero a casa.
Tras regresar a Estados Unidos como polizones en un carguero, la madre, Arlyn Phoenix, encontró trabajo como secretaria en la cadena televisiva NBC. En aquel empleo, después de haber inculcado a sus hijos la inquietud actoral durante la experiencia alucinada como parte de una “misión para salvar el mundo”, abrió el camino en la interpretación a su descendencia.
El primero en darse a conocer fue River. Apenas tenía doce años cuando ya destacó incorporando al más pequeño de los McFadden en Siete novias para siete hermanos (1982-1983), una teleserie basada en la película homónima del gran Stanley Donen, todo un clásico de la pantalla musical. Tras varias propuestas televisivas, se hizo notar en el cine en cintas como Exploradores (Joe Dante, 1985) o Cuenta conmigo (Rob Reiner, 1986). La consagración le llegó al ser nominado a la preciada estatuilla, con tan sólo 17 años, por su creación de Danny Pope en Un lugar en ninguna parte (Sidney Lumet, 1988). Aunque el Oscar no fue para él, el tono reflexivo de su actuación le convirtió en uno de los más genuinos representantes de la angustia de la adolescencia que se han visto en la pantalla. Ya elevado a la mitología de su generación, se insistió en que aprendió a interpretar siendo un niño en las calles de Latinoamérica, fingiendo para defender a la secta, que —también se dijo— le prostituyó cuando bastaban los dedos de una mano para contar su edad.
Lo que sí que es rigurosamente cierto es que tanto Un lugar en ninguna parte como La costa de los mosquitos (Peter Weir, 1986), sobre un iluminado que para vivir en comunión con la naturaleza se instala con su familia en la selva, simbolizan su desatinada vida familiar, ese anhelo de Mike Waters en Mi Idaho privado. Nada que ver con la mocedad de ese joven Indiana Jones que incorporó en Indiana Jones y la última cruzada (Steven Spielberg, 1989). Waters precisamente, el prostituto narcoléptico que vaga entre sus pares en busca de algo, aunque no sabe muy bien de qué, fue su primer papel adulto. Merecedor de la Copa Volpi en el Festival de Venecia, entre otras distinciones, había en aquel personaje algo de Neal Cassady, el Dean Moriarty de Jack Kerouac, el icono de la Generación Beat. Pero Waters también tenía algo del mismísimo Rimbaud. A su modo, el propio Phoenix, en cuanto a la precocidad de su estrella y a todas las suposiciones que se atribuyen a su mito, también fue otro Rimbaud.
El clamoroso éxito bajo el que discurrió el resto de su filmografía no le apartó de la música, su primera inquietud. A finales de los 80 fundó junto a su hermana Rain la banda Aleka’s Attic. Conoció a su última novia, la también actriz Samantha Mathis, durante el rodaje de Esa cosa llamada amor (1993), un melodrama de Peter Bogdanovich sobre los músicos que intentan hacerse un hueco en la escena country de Nashville. Y en brazos de Samantha estaba Phoenix cuando murió.
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